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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Los Ovnis de Huanuni: viaje al centro de la mina del rock boliviano (parte II)

Moisés Rivera, baterista y fundador de la banda setentera que compuso ‘Minero’, recapitula los hitos de la carrera musical del cuarteto que, con una formación remozada, volvió a tocar en Cochabamba a principios de febrero
Los Ovnis de Huanuni: viaje al centro de la mina del rock boliviano (parte II).
Los Ovnis de Huanuni: viaje al centro de la mina del rock boliviano (parte II).
Los Ovnis de Huanuni: viaje al centro de la mina del rock boliviano (parte II)

Don Moisés Rivera (1954) se hizo baterista con un taquirari. Tenía 12 años, estudiaba en la escuela Franz Tamayo de Huanuni e integraba su banda estudiantil, donde fue bombero, tamborero, platillero y trompetista. Su profesor de música, Silvano Colodro, advirtió que el adolescente era un músico nato. Un día le propuso armar una batería con los instrumentos de percusión que se repartía la banda. “Era de la industria Lefima, alemana, de color azul jaspeado. ¡Una belleza!”, se asombra aún hoy el fundador de Los Ovnis de Huanuni. Fue hace más de medio siglo, un día de junio de mediados de los 60, poco antes de que se celebrase el Día del Maestro. Su acompañamiento al taquirari, que tararea de memoria y sin desafinar, fue el número central del agasajo para los profesores, quienes bailaron a su alrededor. Pese a verse intimidado, se lució. Y así se lo hicieron saber, al reconocer su performance con café, chocolates, galletas y pan con mermelada. Aprendió a tocar la batería e, inmediatamente, descubrió las mieles reservadas para los músicos.

Su fama de percusionista precoz es esparció como –nunca mejor dicho– pólvora de dinamita en el centro minero de Oruro. Lo invitaban a tocar con Los Hermanos Uyuni (una “orquesta jazz”), Los Trovadores del Sur (folcloristas) y otros grupos. En una de esas correrías, a las que lo llevaba su papá minero de origen punateño, se cruzó con Absalón Zabala, el futuro guitarrista de Los Ovnis de Huanuni. Mientras Moisés iba a tocar a una fiesta de 15 años, Absalón se dirigía a una radio para cantar en vivo acompañado por su guitarra. Se saludaron, se reconocieron como músicos y quedaron en reunirse al día siguiente. Corrían los años terminales de los 60 y los vástagos más fascistizados del emenerismo aprendían a tomarle el gusto a la represión armada de sus otrora aliados, los mineros. 

Para entonces, el baterista ya gozaba de cierta autonomía gracias al dinero que le reportaban sus presentaciones con otros grupos. Su padre cobraba por él y su madre administraba el dinero. Era el mayor de ocho hijos y la música había pagado su primera cama de madera, un colchón de lana y frazadas. Lo que no tenía aún el joven Moisés era una batería profesional. Se las arreglaba con una artesanal que le hizo un carpintero del pueblo con soportes de madera, cuero de chivo curtido y planchas de bronce. El armatoste le sirvió para ganarse la vida, aportar a la economía familiar y comenzar a ensayar con Absalón, un año mayor que él, en el grupo que se llamaría inicialmente Red Socks. Al percibir su compromiso con el instrumento, su papá le propuso comprar una batería de a de veras. La compraron de Los Batman de Machacamarca, una banda nuevaolera popular en esos años. “Al final, no la pagamos con su plata, sino con mi plata”, se ríe el baterista, al recordar su temprana solvencia financiera como músico. (Su batería artesanal fue a parar a manos de una chichería.)

El recién adquirido instrumento, también de marca Lefima, les dio mayor impulso a los futuros ovnis. A la vez que perfeccionaban covers instrumentales, se colaban a cuanta presentación musical llegara a Huanuni. Una memorable fue la de Los Fantasmas de Oruro, a quienes él y Absalón vieron y escucharon desde una ventana. “Éramos llokallas. Qué nos iban a dejar entrar, pues”, explica. El concierto de ese “grupazo” les hizo prometer a ambos ser mejores y llegar más lejos. Para principios de los 70 ya se les había sumado Roberto Montero como cantante, con quien “ya metíamos bulla”. A falta de un bajista, incorporaron a Noemí Zabala, hermana menor de Absalón, quien aprendió a puntear con un bajo “hechizo”. Esa formación se hizo conocer en Huanuni gracias a un repertorio que animaba fiestas de todo tipo. Poco tiempo después ocurrió la pelea con un militar que los obligó a abandonar el pueblo y refugiarse en Cochabamba (ver primera parte de esta crónica).

En Cochabamba permanecieron seis meses, tiempo en el que se cambiaron de nombre (de Los Red Socks a Los Ovnis de Huanuni) y se hicieron conocidos entre el público citadino. A su vuelta a Huanuni se propusieron grabar un disco. Era 1974 y el país ya vivía bajo la dictadura de Banzer. Los mineros y campesinos estaban en la mira de los militares. Acaso en parte por esa amenaza, las cuatro canciones que registraron en su primer EP (“Dime”, “Silvia”, “Nunca la olvidaré”, “Lo que queda de ti”), producido en los estudios cochabambinos de Lauro, tenían una lírica romántica y un sonido entre rocanrolero y baladista. Lo grabaron los dos hermanos Zabala, Moisés y Roberto, con la colaboración en teclados del cochabambino Tito Antezana (“El hombre orquesta”), del grupo H2O.    

El disco no tuvo mayor repercusión, ni dentro ni fuera de Huanuni. A lo sumo, reconoce don Moisés, se convirtió en motivo de orgullo de los huanuneños, al ofrecer testimonio de un grupo musical nacido en ese centro minero. “Fue el despertar del rock de altura”, sentencia el baterista, al evocar su EP “cochabambino”, en cuya foto de portada aparecen los cuatro integrantes de Los Ovnis de Huanuni, a lado de un pequeño tren plantado en la estación de ferrocarriles de Cochabamba. Poco tiempo después de ese álbum de apenas nueve minutos, Montero se marchó para ingresar a otra banda, Los Ángeles de Huanuni. A los restantes integrantes no les preocupaba tanto encontrar un nuevo vocalista como incorporar a un teclista. Para lo primero se fueron intercalando Absalón y Moisés, que se defendían bien cantando, mientras que para lo segundo debieron acudir nuevamente a la prole Zabala. El guitarrista se ocupó de enseñar a Sara, la menor de sus hermanas, los rudimentos del teclado que para entonces ya había comprado su papá, junto con un par de guitarras y un bajo Yamaha. 

Con el cuarteto reformado (tres Zabala y un Rivera), Los Ovnis se entregaron por completo a las presentaciones. Tocaban en todo evento social que se organizara en Huanuni: cumpleaños, matrimonios y hasta llegadas del cuartel. Un masivo concierto en el poblado vecino de Santa Fe, donde los asistentes siguieron su música incluso desde las afueras de un salón, los terminó de convencer de que debían persistir en la música y volver a los estudios cuanto antes. La escuela debía esperar. De tanto viajar para tocar, ya la habían abandonado. Don Moisés recuerda que él solo cursó hasta primero de secundaria, una decisión que le duele, pero de la que no se arrepiente. El tiempo le daría la razón, al menos alguna razón.

Aún no había acabado 1974 cuando se pusieron a componer “Minero”, la canción que abre su segundo EP y que, en poco tiempo, se convertiría en su grabación más popular y en un himno imprescindible del rock boliviano. “Queríamos contar el sufrimiento del minero, cómo sobrevive en interior mina”, dice. Ese minero que, como su padre (y más tarde, también él), “a veces entra a la mina y no sale, y si sale, lo hace solo en cajón o yute”. Buscaban que la canción hablara también de “los pulmones por mal de mina” que, de tanto aspirar polvos, enfermaban hasta la muerte a los trabajadores del subsuelo. Y cómo no, con su canto querían rendir homenaje al coraje con el que sus mayores resistieron a las masacres de Huanuni (1960) y de San Juan (1967), cuando “el Ejército se entró a los campamentos y baleó a toda la gente”. De la incertidumbre con que el minero explora la montaña (“por la senda oscura vas, sin saber lo que hallarás”), de la enfermedad física que muta en fortaleza política (“Minero eres tú, pulmón de metal”) y de la futilidad de los tesoros que halla en las vetas (“tu vida entera, casi por nada tú lo das”) se hace cargo, en menos de dos minutos y medio, una canción que, de ser justos, debería ocupar un lugar de privilegio en la narrativa minera boliviana, junto con los relatos de René Poppe y las películas de Jorge Sanjinés. 

La música de “Minero”, admite don Moisés, bebe abiertamente de Uriah Heep, la banda inglesa de Hard Rock que forjó parte de la educación sonora de Los Ovnis de Huanuni, a principios de los 70. No fue la única a la que intentaron “copiarle” sonidos. Si lo apuran, invoca también a Deep Purple, los Rolling Stones, Los Gatos, Los Iracundos, los Loving Darks y Climax, sin hacer mayor distinción entre géneros y orígenes. 

Con su futuro hit ya compuesto, relata el baterista, la escritura de “los otros temas fue pan comido”. “Ahora o nunca”, “La ilusión se hace canción” y “Compréndeme” completaron su segundo EP, para el que ensayaron en Huanuni, montando una réplica de estudio que, mediante una serie de focos blancos y rojos, les facilitaba la detección de errores y la sincronización de cara a la grabación. Iban a hacerlo nuevamente en Lauro, pero, al enterarse de los recién estrenados estudios de Heriba, se fueron a La Paz. El álbum, otra vez de nueve minutos, lo grabaron con la asistencia técnica de Emilio Panozo, quien les entregó una copia en bruto antes de volver a Huanuni. Apenas llegados a su pueblo, se dirigieron a Radio Nacional Huanuni para hacer pasar la canción, pero sin aportar datos sobre sus intérpretes. Los mineros del poblado que la escucharon fueron hasta la emisora para reclamar la identidad de los autores. No se las revelaron, a pedido de los músicos, hasta 15 días después, cuando llegó la primera copia editada del disco. 

En esos días se estilaba que, entre la grabación y el lanzamiento comercial de una producción, la discográfica se tomara 90 días para promocionar el material en radios y otros medios de comunicación. Sin embargo, el inmediato éxito de “Minero” precipitó la venta: solo desde Huanuni, a través de Radio Nacional (una de las más potentes del país), se solicitaron a Heriba mil copias. Cada huanuneño quería para sí el vinilo que contenía su experiencia hecha canción. Don Moisés no sabe a ciencia cierta cuántas copias del EP se vendieron en todo el país. Lo que sabe, o recuerda, es que llegó a ser el más vendido del país y que, por concepto de regalías, cada uno de los cuatro integrantes de Los Ovnis recibió unos 10 mil bolivianos: “Una plata con la que podía haberme comprado una casa en ese entonces”.

Con el “Minero” aún haciendo caja, Heriba propuso casi de inmediato la grabación de otro disco. El nuevo EP, que saldría en 1976 y duraría 12 minutos, incluyó las canciones “Ya no escucho tu voz”, “Cosas rústicas” (cover de Color Humano), “Y volar y volar” (cover de Los Frutos del País) y “Te perdí”. En las dos primeras reverbera, incluso con más deliberación que en el anterior álbum, la estridencia metálica y el silbido sombrío del teclado Farfisa de Noemí Zabala. Su filiación con el rock duro de Uriah Heep y Deep Purple es tan evidente como su voluntad de apropiarse de la cadencia del huayño, al estilo de los Wara o Climax. Esa veta “hard” alcanzó su punto culminante en la pieza que abre su siguiente EP, “Gente pobre”: una exploración de más de 5 minutos (un sacrilegio para un extended play de la época) a través del latin rock, que se debate entre el misticismo de unos coros agudos y el libertinaje de unos largos solos de guitarra y percusión. Su letra, empero, tuerce el viaje hacia un cristianismo juvenil tanto o más ingenuo que el hipismo vernáculo destilado por “Todos juntos”, el hit de Los Jaivas al que se parece mucho. 

Ese cuarto EP, de solo tres temas y 12 minutos, se completa con “Sé que no vendrás” (cover de Los Cristales), un infaltable en la programación dominguera de las radios locales, y “Sé que no soy para ti”, una balada cantada por la radialista Rosario Rivera, quien aparece en la portada del álbum junto a los cuatro históricos miembros de Los Ovnis de Huanuni. Para ese momento, el grupo era ya plenamente distinguible en el país no solo por su –¡atención, banda Poopó!– intergaláctico nombre, sino también por ser la primera formación mixta del rock boliviano. “Por ver tocar a las chicas, nos han llevado a todas partes”, confiesa orgulloso don Moisés. “La misma promoción de las presentaciones decía que las mujeres también podían ser artistas”. De hecho, cuando registró su cuarto disco, la banda era ya mayoritariamente femenina, por las dos hermanas Zabala y Rivera. 

Los Ovnis siguieron tocando y agigantando su popularidad unos años más, pero las diferencias internas, sobre todo de orden económico, desencadenaron su desintegración en los años 80. La democracia estaba volviendo al país, al tiempo que los mineros eran expulsados de él. Don Moisés fue el primero en marcharse del grupo. “Hasta acá conmigo, papito”, recuerda que le dijo a Absalón. “Somos como hermanos y no quiero que dejemos de ser amigos”. La vida sin su baterista y fundador no duró. El agujero negro de la década perdida se tragó a los extraterrestres del rock boliviano. Se extraviaron en los socavones de la desmemoria boliviana. Pudieron haber desaparecido en la más absoluta oscuridad. Pudieron haberlos sacado sin vida en cajón o yute. Pero, más de 30 años después, uno salió vivo, con el guardatojo bien puesto y las baquetas aún afiladas. La resurrección del minero estaba cerca. 

(Fin de la segunda parte de este artículo, que continuará la siguiente semana.)