Opinión Bolivia

  • Diario Digital | domingo, 01 de octubre de 2023
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En la orilla de Sanjinés

Texto leído en la presentación del libro Memorias de un cine sublevado, del cineasta boliviano Jorge Sanjinés, el miércoles 24 de mayo, en Cochabamba
En la orilla de Sanjinés.
En la orilla de Sanjinés.
En la orilla de Sanjinés

Hay una canción que habla de una especie en viaje. Dice: “apenas nos pusimos en dos pies comenzamos a migrar por las sábanas”, cruzando las montañas, los mares, los ríos, los desiertos. 

No sé bien por qué, cuando leía Memorias de un cine sublevado, empecé a sentir exactamente eso: que somos una especie, una muchedumbre, nunca una sola persona, y que estamos, siempre, en viaje. 

Sentí también el bamboleo de las olas del mar Adriático en octubre de 1974; el olor de unos nubarrones oscuros y la insistencia del viento marino en su afán por hacer tambalear el pequeño botecito de goma en el que viajaban Jorge Sanjinés y su joven esposa Beatriz Palacios para atravesar, en un acto desesperado pero también ingenioso, la frontera de Yugoslavia a Italia y así llegar, “sin pasaporte” y sin plata, a Paris donde los esperaba el pago por derechos de la recién galardonada película El enemigo principal (1973) en el festival de cine más antiguo del mundo, el Karlovy Vary. 

“Creímos que nuestro destino era perecer en ese turbulento mar, pero el viento nos sacó y botó en la costa de Trieste. Cuando nos recuperamos del susto y secamos las ropas pudimos encaminarnos a Francia, donde el cónsul boliviano en París me concedió el ansiado pasaporte”, cuenta Sanjinés en estas páginas el final feliz de este viaje, dentro de otro viaje. 

Esta “memoria”, este recuerdo, que se encuentra relatado en el noveno acápite del libro, titulado como su película, El enemigo principal, da cuenta del espíritu que ha guiado el viaje de Sanjinés y su cine. El cineasta prefirió lanzarse al mar, a la intemperie, al peligro y al cansancio con tal de no ceder a las imposiciones de un sistema político tan “creativo”, con un embajador tan “inteligente”, canoso y bigotudo que le retuvo su pasaporte solo porque la noche anterior, durante el acto de entrega del galardón a su película Sanjinés “tuvo(e) que hablar y no perdí(o) la ocasión para denunciar los crímenes de la dictadura del general Banzer”. 

Y ahí está, la palabra que nos encoge de frío y miedo, la intemperie. El mérito de la especie en viaje es ese precisamente, haberse expuesto a la intemperie sin medir las consecuencias o, como dice la escritora María Negroni en su ensayo “La posesión de la orfandad”, “el atrevimiento, en suma, de arriesgarlo todo, de entregarlo todo, de perderlo todo. El viaje es eso, agón”. Un enfrentamiento con las circunstancias. 

En los 19 capítulos de Memorias de un cine sublevado hay viajes. Hay nuevos lugares, comunidades a las que Sanjinés y su equipo se trasladaban para filmar, ciudades donde se fue a estudiar, pueblos a los que llegaba o de los que se iba, hay países hermanos y no tan hermanos, hay un constante y tozudo desplazamiento. 

Uno de esos desplazamientos, el más impactante en la vida del autor del libro, por ejemplo, es el que cuenta en el capítulo “Remembranzas familiares”. Sanjinés, de no menos de diez años, con su madre de la mano y de retorno a su casa son arrastrados por una multitud, la muchedumbre, la especie, que los empujaba hacia la Plaza Murillo, “esa multitud, enfervorizada en su afán de alcanzar la plaza principal de La Paz, era indetenible, quería ver de cerca al presidente Gualberto Villaroel colgado de un poste de luz frente al Palacio Quemado”, era el 21 de julio de 1946. 

De algún modo, yendo de un lugar a otro, la memoria, en este libro, tiene la forma de un pequeño atlas ilustrado, un mapa de escenas y fotografías. Y no es extraño que todo comience, en este libro, con un paneo sobre el itinerario de viaje y agenda política de los “grandes viajantes”, esos que llegaron con armadura cruzando el mar, o aquellos con túnicas blancas, limpias, impolutas para que fuese más fácil identificar el color blanco con el bien y el negro con el mal. Los viajantes blancos, “buenos”, aquellos que decidieron ir contra nuestra parte de la noche. En el mismo capítulo, se sigue la herencia de aquellos viajantes que impregnó el pensamiento de hombres bolivianos que se convirtieron en extensiones de la forma de pensar racista y de proceder violento según recuerda el cineasta, hombres como: José Aguirre Achá, Alcides Arguedas, Gabriel René Moreno o Bautista Saavedra.   

La lectura de estos acápites, no son solo la épica del viaje, no es sólo el exilio, preferir el silencio. Como todo tópico de viaje incluye la distancia, el espacio que se abre entre un lugar y el destino final, entre las dos orillas de un río, entre el lenguaje propio y el del otro. El viaje para Sanjinés, tanto en su quehacer cinematográfico como en la escritura de estas memorias, es abrir esa distancia estratégica entre el texto y su lectura, entre la memoria del director de cine y la memoria del lector, entre un cine revolucionario y el cine comercial, entre el pueblo y el imperio. 

Con el viaje se renueva la mirada y aparece la distancia. Pero no una distancia cargada de nostalgia o la que precede al olvido, si no una distancia estratégica de lucha. O lo que se conoce como “distancia samurái”, una distancia necesaria para mirar con claridad al “enemigo principal”, una distancia que permite observar desde otro lugar la historia, una distancia que también señala cuál es tú lugar, tu cultura, tu lengua, tus ideales. Esa distancia que es imprescindible en el arte. 

Esta distancia estratégica es la que ha alejado a Sanjinés del cine comercial, de la industria y los grandes financiamientos haciendo sus procesos de producción cinematográfica largos y muchas veces cargados de grandes peripecias para conseguir material, insumos, y otros. Es esa misma distancia que lo ha llevado lejos de la cultura dominante, de la creencia reinante de que la raza blanca es la que tiene y dicta la verdad. 

Sabemos que la materia, el equipaje con el que Sanjinés viaja son la historia y la cultura de los pueblos indígenas y empobrecidos. Lo hemos visto en todas sus películas desde Revolución (1963), hasta Juana Azurduy, Guerrillera de la Patria grande (2016) y en estas sus memorias el equipaje no es diferente. Es por eso que Memoria de un cine sublevado no permite una lectura en clave autobiográfica. Estas memorias siguen un itinerario de viaje diferente, se componen como la reafirmación de las ideas que empujaron la creación de sus películas, toda anécdota, toda persona, todo tiempo mencionado busca ser colectivo. Negroni, escribe también en “Jaula bajo el trapo”, “La biografía no es más que una oportunidad para ciertas conclusiones, una desesperación, sólo eso”. Sanjinés no desespera en estas páginas, no se ahoga, es un samurái. No baja la guardia, está siempre en pie de guerra, de lucha, en constante viaje. Antes de ceder prefiere lanzarse al mar y a la intemperie. 

Con el viaje también aparece el movimiento, el desplazamiento. 

Memoria de un cine sublevado sugiere algo más: que, para hacer revolución, para cambiar la realidad, para hacer un cine junto al pueblo, un cine sublevado, hay que moverse, desplazarse, abrazar la intemperie y viajar. Recordar eso de que somos parte de una multitud, de una especie en viaje, Ulises abriendo distancia con Ítaca. Desplazarse no solo para estar cerca de los protagonistas de las historias que se cuentan y sus luchas si no para no perder la mirada, la distancia samurái. Desplazarse para vivir por delante del arte, pero también de la historia. 

Ya lo dice la misma canción del principio: “lo mismo con las canciones, los pájaros, los alfabetos si quieres que algo se muera, déjalo quieto.”