Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
  • Actualizado 00:00

Omar Little no puede ser derrotado

Michael K. Williams, fallecido el pasado lunes 6 de septiembre a los 54 años, supo encarnar en ‘The Wire’ el corazón ambiguo de una serie que entronizó el desencanto negando la frontera del bien y del mal
Michael K. Williams como Omar Little en el quinto capítulo de la primera  temporada de ‘The Wire. HBO
Michael K. Williams como Omar Little en el quinto capítulo de la primera temporada de ‘The Wire. HBO
Omar Little no puede ser derrotado

Poca gente lo recuerda, pero Omar Little no nació en The Wire. Antes de llegar a Baltimore vivía en los Boonton Projects de Nueva Jersey, un barrio bajísimo parecido al que luego tiranizaría en la serie de David Simon. Lo descubrimos al comienzo del último capítulo de la tercera temporada de Los Soprano, cuando el personaje de Jackie Jr. huye de la mafia italiana, a la que ha traicionado, y se refugia en una especie de narcopensión. Le abre la puerta de la guarida Omar Little —es decir, Michael K. Williams, actor que falleció en su apartamento el lunes a los 54 años—, que en esta serie se llama Ray Ray y vive con su hija pequeña, una dicharachera jugadora de ajedrez. Es una aparición fugacísima, dos escenas, no creo que alcance ni dos minutos de metraje con cuatro frases (una de las cuales parece escrita para The Wire: “Tienes que terminar la partida; si no, ¿cómo vas a aprender a jugar?”), pero ya es Omar con su carisma, su ironía seria, su calma y su ambigüedad criminal y justiciera. Como el personaje de The Wire, el Ray Ray de Los Soprano parece un buen tío, aunque sabes que no lo es. ¿O sí?

Ese episodio se emitió en mayo de 2001. Un año después, en junio de 2002, nació de verdad Omar Little. Apareció de una forma tan inesperada y discreta como Ray Ray, en el tercer capítulo, imponiéndose entre sombras y frases cortas, apoderándose de la trama como se apoderaba de las redes de la droga al menudeo y de los corazones infantiles de los projects, sedientos de héroes. Que sean los niños quienes griten que viene Omar y preparen su puesta en escena como un coro griego define su tono heroico y trágico. Omar Little es el corazón ambiguo de una serie que entronizó la ambigüedad y el desencanto, negando la frontera del bien y del mal.

La cicatriz hipnótica que cruzaba la cara de Williams —souvenir de una pelea a la puerta de un bar donde le cortaron con una cuchilla de afeitar, antes de ser actor— podía representar esa frontera y delimitar el Omar bueno del malo, como las dos caras de Jano o como Jekyll y Hyde, pero el personaje no es dialéctico, no tiene un lado luminoso y otro oscuro, sino ambos a la vez y siempre. Además, están en armonía: Omar es un criminal peligrosísimo y un caballero con un sentido afilado de la justicia. No es a veces criminal y a veces justiciero, sino ambas cosas al mismo tiempo, sin que las dos naturalezas se peleen en su interior. Si hay un personaje de The Wire en paz consigo mismo —y en guerra, por tanto, con todos los demás— es Omar Little.

Mitología y revolución

Dicen que Simon se inspiró en varios delincuentes reales de Baltimore, pero hay algo irreal y sobrehumano en Omar que remite a la mitología. Incluso su homosexualidad abierta parece un atributo divino: la vive con la indiferencia de un Zeus, transgrediendo el tabú con desdén sublime. Nadie le tose. Nadie se atreve a llamarle maricón. Lo que en esos barrios es pecado y debilidad se transforma en él en signo de fortaleza. Dicen que animó a muchos pandilleros de la vida real a salir del armario, les dio un modelo. No sé si hay que celebrar la felicidad de los asesinos, pero, en fin, los logros sociales son inescrutables.

Era el personaje favorito de Barack Obama, que se apresuraba a aclarar, entre embaucador y cobarde, que era una fascinación por el personaje de ficción y solo por el personaje. Como persona, estaba en contra de los Omar Little. No pasa nada, señor presidente, relájese, lo entendimos a la primera. Cualquier espectador comparte su enamoramiento por el personaje. Todos somos esos niños de Baltimore que celebran la llegada de su héroe como si fuera el más perverso carrito de los helados.

La revolución de The Wire no consistió en cambiar los cánones narrativos de la tele, ni en convertir una tragedia de Shakespeare en cultura popular —Shakespeare ya era cultura popular, esa revolución estaba hecha—, ni en ennoblecer las series elevándolas a la categoría artística del cine. Bien mirada, The Wire no es para tanto, siendo mucho. David Simon no era un pionero, ya le habían desbrozado el camino muchos otros, Los Soprano entre ellos. De hecho, la serie no contiene una sola innovación que no estuviera ya en Canción triste de Hill Street, la serie que de verdad cambió la forma de narrar en la tele. Donde The Wire descolla es en la moral y en el mito. Por primera vez, y de una forma mucho más profunda que en Los Soprano, todo lo que se cuenta se resiste a ser juzgado. Nada es maniqueo, nada está bien o mal, no hay moraleja ni salvación. O, mejor: todo está mal y, por tanto, todo está bien. La única justicia es la que dispone el destino. Esto sí es un punto de inflexión, a eso se refería Simon cuando maldecía al espectador medio. Después de The Wire, el moralismo es solo un fósil de la tele rancia.

Omar no muere por sus pecados ni se redime. A Omar lo matan por traicionar su propio mito: un niño del barrio lo ve malherido y cojeando, es decir, vulnerable. Y Omar no puede ser derrotado. Omar no es mortal. El niño descubre que el dios está herido y sangra y se queja como él y no lo soporta. Tampoco lo soportamos nosotros.