En los ojos de Enrique Arnal

Algunas aclaraciones referidas a las exposiciones de arte que parecen obvias pero que no lo son: uno, no todos hemos ido a una galería de arte. Dos, las salas donde están colgadas las obras son silenciosas. Tres, el recorrido por la galería responde a un orden. Cuatro, no todos sabemos qué es un artista o un pintor.
Estamos en el Centro de Exposiciones del Palacio Portales en Cochabamba, donde se expone una selección de los cuadros que pintó el artista boliviano Enrique Arnal nacido en un centro minero de Catavi en 1932 y fallecido en Estados Unidos el 2016.
Los que estamos somos: dos jóvenes turistas, un numeroso grupo de niños de una escuelita de provincia cuadernos y lápiz en mano, sus dos profesoras (un número desproporcionado para el manejo del grupo), yo y mi libreta. La sala es blanca, pulcra, lisa como un papel nuevo para pintar.
En mi libreta anoto impresiones sesudas para, luego, ignorarlas en este texto. Hay mucho ruido y rumores. Esta tarde no habrá un recorrido silencioso y ensimismado. Puedo abstraerme de la distracción, me digo, pero me digo mentiras. Las risitas de los niños, sus abruptas preguntas, sus exclamaciones de sorpresa mirando la sala, las luces, el techo, los cuadros, los textos, la cerámica fría del piso como si todo eso tuviera la misma categoría de arte y la cercanía peligrosa de sus pequeños dedos; tentáculos queriendo tocar los óleos para pasar a una dimensión desconocida me desestabilizan, pero no peleo. Renuncio al orden y al silencio supuesto de la galería y me uno a ellos.
Dónde ellos veían un cuete volando a la luna o un ave, yo veía pintado un majestuoso nevado blanco y morado. La tierra de la montaña tenía la forma de dos alas extendidas como un cóndor; violentas, aéreas, inalcanzables. Un cóndor-nevado, he anotado en mi libreta. Lo telúrico del paisaje andino, he comentado en vano.
Ellos veían algo volando, yo algo fijo. Dos extremidades animales extendidas antes de cerrarse en un abrazo que nunca será. El artista ha titulado este óleo sobre lienzo como “Alegoría de una crucifixión” (2010).
Esta ave, montaña morada, abrazo, cruz, cuete a la luna, está colgada en una salita que da a otras tres salas. Es una encrucijada contigua a la sala circular de la galería.
En la sala circular hay 6 cuadros abstractos pintados entre los años 1971 y el 2008 por el artista Arnal. “¿Qué es un artista?”, grita un niño vivaz desde atrás del grupo. La profesora mayor responde: “es alguien que pinta”. La traviesa del curso, entre dientes, les susurra a sus compañeros más cercanos: “mi papá también pinta, pero pinta casas”. Hay carcajadas, la profesora finge no haberla escuchado y aclara: “los pintores son artistas que exponen sus cuadros para que otros los miren”.
Mirar: dirigir la vista hacia algo y fijar la atención en ello, dice el diccionario. Mirar supone un par de ojos. Un punto de vista. Permanecer frente al cuadro y explorarlo con la mirada.
El grupo de niños no permanece quieto, son la primera fila de una furiosa manifestación, lanzan preguntas a la profesora sin parar. Piedras que ella ataja como puede. Tampoco a estado en muchas exposiciones. La otra profesora toma la posta y grita: “¡atiendan chicos, estamos en una galería de exposiciones ¿Acaso nunca han ido a una?”. “¡No!”, exclaman todos. “¡Compórtense!”
La profesora ha ido a enseñar: “A ver, ¿qué ven en estos cuadros?” “Toros”, “un señor”, “un cóndor”, “un cuervo”, “unos cuernos blancos”, “unos hombres en la calle”. Las respuestas apuntan a todas partes como en un puesto de tiro al blanco de una feria popular. A ver si el azar los premia con un peluche o un trompo de madera.
La profesora encuentra algo curioso, ha mirado bien. Quiere que ellos usen sus ojos, practiquen la mirada y que atiendan, sobre todo eso, que atiendan. “Fíjense bien”, les dice, “en estos seis cuadros hay algo que se repite. ¿Qué creen que es?” Mientras saltan y levantan la mano y hablan a la vez, dicen: “los cuernos”, “el rojo”, “son cuadrados”, “son ciegos”, dice uno temeroso a la vez que se hace el silencio, él se oculta avergonzado detrás de las trenzas de una de su compañera. Se da cuenta de que ha dicho algo importante o serio, pero no sabe qué. La profesora es ahora un pescador lanzando la línea de su caña de pescar. “Exacto, casi” dice triunfante y pregunta: “¿pero por qué dices que son ciegos?” Se abre un silencio un poco largo, un poco raro, casi incómodo, el tipo de silencio que indica que algo en esa treintena de cabezas se mueve como un cardumen de peces. Nadie dice nada. La profesora los mira con su caña de pescar. “No tienen ojos”, interrumpe alguien con mi voz. Todos me miran, los chicos, la profesora suplente, las turistas que pasan caminando por atrás, el toro del cuadro rojo detrás de mí que se llama “Cabeza de toro” (2008), el guardia de la galería dos salas más allá. La profesora me mira y dice “muy bien” como suavizando el primer día de una alumna nueva y extraña en la clase.
En todos los cuadros: “Cabeza de toro”, “Aparapita”, “Cóndor”, “Toros” y “Cóndor”, los animales y personajes aparecen sin rostro, sin ojos, sin boca. Omitidos o velados con capas de pintura. Preside la sala una réplica pequeña del mural de 1989 que da el título a la exposición, “El mundo de mi Memoria”, en ese cuadro hay un gran espacio blanco, vacíos, una persona parada sin rostro y sin detalle parece caminar hacia el fondo, hay una pared o una puerta del sol roja, un zapallo amarillo partido sobre una silla y un perro deambulando, también, sin rostro. Todo parece una puesta en escena de sus temas recurrentes, la naturaleza que muta y se extingue, la puna, las montañas, los animales que allí viven, el espacio abierto y vacío del altiplano, la memoria como algo borroso, como algo que crece y existe en el pasado.
El pasado no se mira con los ojos. No se necesitan ojos para mirar el pasado. El mundo andino como algo totalmente imborrable. Arnal parece estar ahí en esos espacios, en esos cuerpos robustos, estoicos de los animales y hombres.
Dónde ellos, mis nuevos compañeros de curso, veían que no faltaba nada en la pintura de un cóndor, en la cara de un aparapita, debajo de los cuernos de los toros o en el cuadro de la memoria yo veía ausencias. Y me acordé de lo que dijo ese poeta provenzal Guillaume d’ Aquitaine, que María Negroni cita en su discurso inaugural en el Festival FILBA: “Haré un verso de absolutamente nada”. Eso hace el arte de Arnal, aspirar a pintar lo innombrable, la nada, los vacíos, lo que ignoramos, lo que no está.
Los chicos ahora tienen más preguntas, ven más cosas en los cuadros, buscan esa ausencia, o ese “algo más” que nos sugiere la obra de arte. La cosa muda. Saltan de una sala a otra, de un cuadro a otro.
Casi al finalizar nuestro recorrido, metida en una especie de hendidura o nicho que forma la pared, está, sola como en un sagrario, la pintura de una cabeza negra, en tonos morados, azules, rojos y blancos. Yo me quedo sobrecogida por la energía y el carácter de la pintura, por la belleza de ese “Retrato de Franz Tamayo” (1975), el hombre que reflexionó sobre el papel de la educación en el destino del país. Este cuadro, “tiene un ojo, el otro no se nota, pero está” según comentan, ya más en confianza, los alumnos. Donde ellos ven la cara de un hombre con un ojo sí y el otro borroso yo veo, en imágenes, en trazos, brochadas y formas las dos caras del libro Creación de la pedagogía nacional (1910) que Tamayo escribió y en cuya “Advertencia” dice: “Este, lector, es un doble libro. Libro de batalla y libro de reflexión, no sé en qué medida esta doble intención dejará de dañar la obra.”
Un ojo sí y un ojo no, un ojo que mira la educación y el otro que mira el paisaje, la montaña, la tierra y las ideas que salen de la fuerza indígena de sus habitantes. Unos ojos que mira la educación como batalla, reforma de la educación y conquista a través del pensamiento. Parada frente a él imagino que los ojos del cuadro, del hombre que buscaba un “espíritu nacional” para educar a niños, jóvenes, hombres y mujeres de Bolivia, nos observan desde el pasado.
Pienso en las dos profesoras que se despiden cariñosamente al salir de la galería con las chicas y chicos corriendo en tropel. Pienso en la educación, en mis nuevos compañeros de aula, en el color, en lo lindo que sería que las aulas fueran galerías. Tan monumental como el proyecto de Tamayo, o el de las profesoras que ya se pierden en el umbral del Centro de Exposiciones, es la energía y el carácter de la obra que Arnal nos dejó.
Cierro mi libreta, pero antes anoto: se tendría que poder pintar con óleos y brochas en una de estas paredes.