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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Notas al borde del abismo (2da parte)

Segunda parte de este ensayo en el que Guillermo Augusto Ruiz Plaza, premio Nacional de Novela y colaborador de la Ramona, comparte impresiones y reflexiones, tamizadas por lecturas de libros y películas, sobre los días de la peste, desde su confinamiento, en Albi, Francia.
 
Notas al borde del abismo (2da parte)

Imaginemos, pues, que las ciudades abandonadas que hoy vemos por televisión o Internet no están así a causa de una pandemia sino debido a los rigores de un tiempo enloquecido y hostil: inundaciones, sequías, desastres naturales, incendios. Lo que parecía reducido al ámbito de la ciencia ficción hoy está al alcance de la mano. Esta pandemia es otra muestra de que nuestro sistema, tal como lo hemos vivido hasta ahora, resulta insostenible. No, es más que eso: es el dedo en la llaga del sistema.

Y sin embargo, a pesar de las trágicas muertes, de la crisis sanitaria y de las nefastas consecuencias económicas que ya despuntan, esta pandemia podría ayudarnos –por su fuerza plástica, por legarnos imágenes que perduren en nuestra memoria– a corregir los errores y los excesos que nos han traído hasta aquí y cuyos efectos, según el consenso de los científicos, nos encaminan poco a poco hacia el abismo.

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“Estar solo y sin dioses es la muerte”, dijo Empédocles. ¿Cuántas personas, ahora mismo, en todo el mundo, lo viven en carne propia? Sin duda, en la imaginación de muchos, la calle ha dejado de ser un escenario de pesadilla y se ha convertido en el añorado lugar del reencuentro y el abrazo y la fe.

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Shakespeare pone estas palabras en boca de Julio César: “Los cobardes mueren muchas veces antes de perder la vida. Los valientes no experimentan la muerte sino una sola vez. De todas las maravillas que he oído, la que mayor asombro me causa es que los hombres tengan miedo, pues la muerte es un fin necesario y vendrá cuando tenga que venir.” Como siempre, Shakespeare tiene razón. Y sin embargo, basta con quitar los ojos de estas líneas y llevarlos hacia donde está mi hija de ocho meses, mirándome con una sonrisa y un destello en los ojos, para rebelarme contra esta idea.

La vida, la frágil y preciosa vida, es un temblor que se defiende.

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Criado en cautividad, un grajo –un ave muy parecida al cuervo, aunque más pequeña–, vuela un día desde su jaula a un árbol cercano. Casi de inmediato varios grajos enloquecidos lo acosan hasta echarlo de ahí. El grajo inadaptado huye hacia su cuidadora. Cuando ella se lo cuenta a Faunia Farley, uno de los personajes principales de La mancha humana, de Philip Roth, esta dice:

“–Es lo que ocurre por haber estado toda su vida con gente como nosotros. La mancha humana.

Lo dijo sin repulsión ni desprecio ni condena, ni siquiera con tristeza. Esa es la realidad… a su manera lacónica eso era todo lo que Faunia le estaba diciendo a la chica que daba de comer a la serpiente: dejamos una mancha, dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen…, no hay otra manera de estar aquí.”

En este tiempo de amenazas hay días en que parece inevitable: la mancha humana acabará diluyéndose en el paisaje y todo volverá a la pureza inicial.

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Esta noche me asomé a la calle desierta y oscura y, por primera vez en mucho tiempo, vi las estrellas. Estaban allí, cálidas y nítidas, redescubiertas por una mirada acostumbrada al esmog y la contaminación lumínica, y por lo tanto a una especie de negrura lechosa y ciega y ya no a las constelaciones asombrosas cuyos nombres conocía de niño y que ya he olvidado. Tan solo dos semanas de confinamiento y de parálisis han bastado para devolverles su antiguo brillo.

La luz de una estrella es el destello de lo que ya no existe. Así, lo que perciben nuestros ojos no es sino el resplandor de un fantasma. Un estallido sideral que tuvo lugar hace muchísimos años pero cuyo fulgor, debido a la inconcebible distancia, solo llega hasta nosotros ahora. “El oro de las estrellas extinguidas” –ese hermoso verso de Georg Trackl– es el fulgor del pasado, la irrealidad del pasado en el instante en que irrumpe, deslumbrándonos.

Percepción y memoria son nuestras dos caras. Percibir el presente y recordar el pasado nos permite construir la ilusión de nuestra identidad. Pero allí arriba, en aquella negrura sin límites –el universo se expande a una velocidad cada vez mayor–, nadie percibe y nadie recuerda. Desde el cielo nocturno todo nos ignora. Y esa ignorancia es una enseñanza preciosa. El universo entero nos prodiga no solo una “tierna indiferencia”, como decía Camus, sino ceguera y olvido.

Si la edad del universo correspondiera a un año terrestre, toda la historia humana no ocuparía sino los últimos veintiún segundos del calendario cósmico. Un parpadeo, eso es lo que somos en el inconcebible tiempo universal. Un tiempo sin tiempo que se despliega como, esta noche, el cielo sin límites. Nuestra existencia, como especie, es necesariamente efímera. Pensar lo contrario sería de una ingenuidad estremecedora. No es catastrofismo, por supuesto. Es puro y simple realismo. Inevitablemente, llegará el día en que Buda y Ovidio y Lao-Tse y Cristo y Miguel Ángel y Beethoven y Balzac y toda la comedia humana se habrán disuelto en el paisaje, como una mancha.

Lo digo sin repulsión ni desprecio ni condena, ni siquiera con tristeza. ¿Qué puede importarnos? De la misma manera que un hombre acepta su mortalidad, nuestra civilización, nuestra especie misma, debe aceptar su destino. ¿Qué puede importarnos el inconcebible tiempo que precede nuestra existencia y el que seguirá a nuestra extinción? Nuestro tiempo, que es el verdadero tiempo, es ahora.

Sin embargo, al menos por un minuto, tomemos conciencia de que, en cierta forma, es como si ya no estuviéramos aquí. Tengamos por una vez esa lúcida humildad: en cierta forma, ya somos el oro de una civilización extinguida: fantasmas cuyo fulgor ilumina todavía, incomprensiblemente, las inmensas noches de la tierra. Y nuestras ciudades iluminadas son las magníficas constelaciones sin nombre que nadie contempla.

Nada justifica a la humanidad –convencidos de nuestra bondad, asolamos el planeta como un virus–. Nada nos justifica, salvo tal vez el hecho de que, a pesar de todo, podemos reconocer la belleza de lo que nos rodea y descifrar –o al menos sentir la sed insaciable de descifrar– el orden oculto de la naturaleza y el universo. Que esas capacidades nos salven de todas las pestes y también de nosotros mismos.

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Esta noche el cielo me parece tan cautivante como amenazador. Es la inmensa oscuridad que nos precede y que nos sobrevivirá, en la que brillan dispersas las huellas de estallidos remotos: nuestro espejo profético y también nuestro origen. Somos polvo de estrellas tras una larga y tortuosa evolución y, al final de la Historia, seremos polvo: “del polvo vienes y en polvo te convertirás”. Una línea bíblica perfectamente válida y coherente con la visión científica de las cosas. No resisto aquí la tentación de transcribir “Monólogo del polvo”, de Juan Manuel Roca:

Soy uno que fue,
El que anda a lomo de aire.
Alguien puede sopesarme como a un leve
Pájaro en el cuenco de su mano.
No podrá adivinar mi oscura genealogía,
Porque el paso del rey
Bajo la capa pluvial de sus ropajes
O el peso liviano del mendigo, se deshacen
Para darme nacimiento.
Toda la andadura, la armazón de sus huesos,
Solo eran un puñado de barro que vigila.
Y no porque la mucama agite su plumero,
Su manojo de pájaros muertos
Sobre la multitud de mis lechos,
Dejo de existir en mi largo silencio.
Soy uno que fue,
Soy el polvo, el sin cuerpo,
Que anda en puntillas por el aire,
El actor taciturno que vive tras la escena.
Tras el demiurgo, polvo. Tras los jinetes y sus yelmos,
Polvo. Y tras las cortinas del palacio, polvo no
siempre enamorado.
No quiero vestirme de agorero
Pero soy el futuro de la niña que crece
O del árbol elegido por el leñador.
En mí reposan minaretes, estatuas, fuentes de agua.
Como Dios, estoy en todas partes.
Me pregunto cómo es que no me escuchan.

Yo te escucho esta noche, polvo. Origen y fin. Y siento “la deliciosa angustia de ser”, que decía Camus, “la cercanía exquisita de un peligro cuyo nombre ignoramos”. Porque vivir es correr hacia el abismo.

Nuestro resplandor de escándalo es tan ilusorio como el de aquellos espejismos de oro que llamamos estrellas y que existen, existen de verdad –efímeras y temblorosas en el instante del encuentro–, porque las miramos. Valéry lo dijo mejor: “El cerebro humano es un lugar en el que el mundo se pincha y se pellizca para asegurarse de que existe. El hombre piensa, luego soy, dice el Universo.”

Esta noche, este gesto primitivo, el de mirar el cielo estrellado, es un regreso y también una promesa.