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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Multiplicación del sol de Gabriel Chávez Casazola

Texto leído en la presentación del reciente poemario, publicado por la editorial Plural.
Multiplicación del sol de Gabriel Chávez Casazola


CA “Jaime Mendoza, sangre y desfiladero” está dedicada la Multiplicación del sol, de Gabriel Chávez Casazola.

Jaime Mendoza, el bisabuelo novelista, recorría lejanos caminos a caballo, “cubierto por una larga capa negra de dura lona/ que abrazaba al jinete y su cabalgadura/ cuando caían tempestades” (115) (1), y de parada en parada escribía, menos para satisfacer sus inclinaciones artísticas que para hacerle campo a la verdad, contra las amarguras y miserias humanas, con la filantrópica idea fija de ser comprendido por sus semejantes, no para ser “un bloque monolítico en medio de una pampa”, como Franz Tamayo, le escribía él a Franz Tamayo, en una carta de abril de 1912, fechada en Uncía (2), sino para “hablar a la pampa”, de donde regresaba “cualquier amanecer,/ cuando podría no haber vuelto” (116), a su blanca ciudad, a dejarse instruir por las humanas alegrías y el humano sufrimiento, pues el sufrimiento, “más aún si es supremo”, seguía él en esa carta testimonial sobre la vida y la literatura, es “noble, fecundo, profesor de enseñanzas bellas. Y el que no sufre está muerto, tanto como el que no ríe”.

Gabriel, el bisnieto poeta, aprende a diario “un idioma de aves” (15); ama los árboles, los animales, los caminos, el tiempo natural; sabe (creo) que ni recorriendo todo el mundo daremos con los límites del alma, cuya esencia es muy profunda y se incrementa y renueva, como la sed nuestra y las palabras de amor, pero es también apenas una “chispa de luz” (19) incierta “ que un soplido de codicia extingue” (19); sabe (cree) que “algunas primaveras florece” (21) un árbol vertical de amable sombra justo al centro del claro memorioso que es él, y que “los mismos tajibos que nos sorprendieron el pasado agosto/ con su plumaje de flamingo real/ de Marilyn despampanante/ con guantes largos y vestido rosa” (24), reaparecerán este agosto, “con sus flores [deslumbradoras] y misericordiosas,/ capaces de lavar el mal del mundo. (24).



El bisabuelo “era amigo del viento” (83), como “los indios de las alturas” (83), que reconocen sin estridencias cada matiz de la voz del viento recién llegado que pasa, incesante, “con sus ecos de mares y montañas” (83) lejanos.

El bisnieto celebra la vida. La vida trepada a un árbol llamado Hiperión, “tan alto/ que su copa/ pareciera rozar el firmamento” (25); la vida abrazada a otro árbol que es un bosque horizontal, multitudinario, “multiplicado/ y singular” (28) a la vez, llamado Pando, al que debemos “la multiplicación del sol” (28), ¡esa maravilla!; la vida de la hermosa que cuando danza todo el valle danza con ella, “mientras el árbol/ de los deseos/ resplandece” (29), inequívoco, en este mundo incierto, “flexible y fugaz” (30). Celebra la vida de la estrella que se ha hecho árbol que se ha hecho madera que se ha hecho pavesa que quiere subir al cielo, ser estrella; y las multiformes nubes que semejan caravanas humanas afónicas e impredecibles cargadas de anhelos, expuestas a la luz y a las constelaciones.

En unos poemas solares sobre la relatividad y la procedencia de la luz, advierte que si Dios es, “es la luz/ que brilla en las tinieblas” (44), y que la luz nunca falta, sea que venga siempre desde fuera, puente inmaterial, ubicuo, tendido de día entre los colores y los ojos sanos, o luzca primero adentro, íntima y evidente, hecha una con lo que somos: “légamo y luz” (50).

Y dejándose instruir, más crédulo que escéptico, como el bisabuelo novelista, por la vida misma, por las letras mismas de la vida, trabaja hasta en el centro hueco de “lo echado a perder” (58), donde quizás un rostro que se la ha negado hasta hoy sea “todavía posible” (59) y valioso; libera fantasmas ubicuos y otros “sobrevivientes, perplejos, extenuados” (63); imagina el perfil de una niñita risueña parada sola e invisible ante los ojos de la Medusa y de dos monstruos sagrados; recobra queridas ausencias plenas, colmadas, estelares, como la del loco “que llenaba hojas de papel cuadriculado/ con su letra menuda y correctísima/ con estilográfica azul/ poemas azules” (55), el loco que “de lo puro que era” (56) ascendió descalzo al cielo cuando murió, del que yo conservo un libro de oro titulado Panacea; o la de aquella mujer intensa que “pintaba el altiplano” (69) como quien pone frutas “el domingo en el mercado de un pueblo” (69), y lo libraba de morirse,

“[…] con sopas de papa lisa/ y marraquetas/ […] inexpresables […]”, pues ella sí sabía “cómo eran las cosas verdaderas cuando eran verdaderas” (70), y él podía entonces sanar poco a poco su cuerpo, tomar de nuevo su habitual bolsita de labores, allí, en el mismísimo altiplano del cuadro, “escuchando […] una música alegre, no un lamento” (69).

Admira también la estampa viva, inexplicable, de otra mujer angelical, magnética como ninguna, cuyo convento daba “un vergel de perfumes” (75) cuando ella se estaba muerta al centro de la iluminada celda ese otoño imperecedero de 1582. “Nada te turbe/ […]/ Nada te espante/ […]/ Solo Dios basta” (78), solía escribir esa bendita mujer en su corazón, sosegándolo, y el poeta, que bien lo sabe, reza con ella de la mano una oración de Unamuno, el platónico Unamuno que “[…] descubrió la Belleza en la belleza/ y se aferra a la distancia entre las dos/ tal el huérfano de un barco a la marea.” (80).

Del principio al fin, del Alfa al Omega y la Dicha, es hermoso el libro de Gabriel.

Al Principio el viento, ese tiempo intemporal que nunca se detiene, “la voz de Dios”, que decía el profeta, “una voz que viene de lo alto/ y en lo alto nos hace pensar en el misterio de la vida/ que cual el tiempo jamás se detiene” (84); luego, o simultáneamente, una mano que “borra suave pero firme” (87) lo que ha escrito en la arena, y basta que abramos los ojos para que “el cuadro [quede] completo” (87), y lo podamos recomenzar. Horas después, cuando la ciudad estira “los cuellos de cisne de las marquesinas/ de los reclamos de neón, de los faroles” (90) y las sombras urbanas crecederas se toman (¡ah, crueles!) el asfalto, resplandece el misterio del Angelus en el campo, en el campo “dos labradores levantan una/ catedral de cebada que no proyecta sombra/ […] se hace silencio / y Dios se hace en el silencio/ diluyendo soledades, soledumbres/ cerrando las fisuras” (91), por los muchos caminos que son uno solo y el mismo camino que conduce a través de todas las ciudades hasta donde tu deseo puede alcanzar, ¡oh Parménides¡ ¡oh Heráclito!

Hay también un pasajero fluvial que piensa en el río de Manrique, en los meandros del Mamoré y en las pequeñas, mundiales, dolorosas, erratas de Dios, autor de los ríos; y una voz amada que opina que Dios se multiplica en todas las cosas, el estanque, la alberca, las puertas, las almohadas, las ventanas, las calderas, en fin, hasta el infinito; y una niña Lucía que revela nuestro humano miedo a crecer, a la vejez, a la soledad, a la muerte, que nos viene desde muy chicos, “en esa edad donde todo nos sorprende y nos hace compañía” (103).

Y páginas más adelante, o páginas más atrás, elevadas muy alto sobre la periferia de un círculo azul, las cosas que ven los dioses cuando asoman la cabeza fuera del cielo, las de la pradera de la verdad que atraen al alma y la adentran en sí y la orientan fuera de sí como el sol a las pequeñas flores azuladas del heliotropo; y la “mariposa de tinta” (117) en la espalda de una muchacha encendida que vivirá para siempre, aun cuando haya exhalado su último aire.

Y sí, cómo no, desde luego, las “duras estelas/ de lo que fuimos/ y ya no es” (127) o quizás es aún, como el amor de la pareja cuyas osamentas se abrazan hace mil, dos mil, tres mil, cuatro mil, cinco mil, seis mil años! al sur de Grecia, en la isla del resucitado Pélope, el Peloponeso que incubó a Sófocles y a Tucídides y a Platón; y como la felicidad adolescente incombustible, a toda velo en un descapotable “que recorre un camino bordeado de sembríos verde y oro” (128); y como los patios recién despiertos de la memoria que cantan “un canto hondo”, en un idioma secreto que comprendemos, aunque lo hubiésemos olvidado, “[…] cuando cae la lluvia sobre los patios/ y volvemos a ser niños que oyen llover/ […]/ y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.” (129).

Por lo demás, por lo demás, los jóvenes viejos lo saben, “es maravilloso haber llegado al punto” (131) de contar siempre con todo lo mejor que aún se continúa extrañando en los propios lares.

Hacia el final de En las tierras del Potosí, el bisabuelo novelista, del que Carlos Medinaceli dijo que escribía como Platón, “con toda el alma”, y como Nietzsche, con “la sangre que es el espíritu” (3), escribió, con ropa de diario, como escribe Gabriel, que la última copla que Martín, el joven protagonista, el caballerito de Sucre, curtido en Llallagua, escuchó esa extenuada noche, de los bailarines cantores que se alejaban despidiendo el carnaval, decía: “Que se vaya el carnaval,/ que se vaya…/ Cuando vuelva a regresar/ a esta playa/ ya no nos ha de encontrar.” (4)

Gracias, Gabriel, por la generosa y bella Multiplicación del sol que has traído a esta playa.s.



(1) Los números entre paréntesis corresponden a páginas de Multiplicación del sol, Plural, La Paz, 2019.

(2) En Mariano Baptista Gumucio, Cartas para comprender la historia de Bolivia, Vicepresidencia del Estado Plurinacional de Bolivia, La Paz, 2016, pp. 327-328.

(3) “Jaime Mendoza”, en Chaupi p ‘unchaipi tutayarka, Los Amigos del Libro, la Paz-Cochabamba, 1978, p. 313.

(4) Jaime Mendoza, En las tierras del Potosí, Juventud, La Paz, 1985, p. 152.

Poeta y filósofo- [email protected]