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La mujer que me enseñó a leer

Una lectura de 'No soy en absoluto un excéntrico', libro que recoge entrevistas a y escritos del pianista canadiense Glenn Gould.

RAMONA
La mujer que me enseñó a leer

Para Gabriela

El artista canadiense Glenn Gould, uno de los pianistas más brillantes del siglo XX para muchos, ha sido, a lo largo del tiempo, objeto de múltiples revelaciones y especulaciones. En el libro No soy en absoluto un excéntrico, que recoge entrevistas y escritos del personaje, se pone a la vista el curioso dato de que sus primeras capacidades intelectuales fueron empleadas en el desarrollo de la lectura de partituras y no de palabras. El lenguaje escrito permanecerá aún escondido para Gould, al menos durante sus años más tiernos. Esta priorización de la escritura musical sobre la alfabética debe su existencia a la pretenciosa madre del artista, a quien su afición por la música la había convertido en una sagaz profesora de piano. Gracias a las dedicadas enseñanzas de Florence, el pequeño Gould aprendió a batirse entre los pentagramas, y poco a poco fue capaz de leer aquellas notas que los inundaban. Su memoria, ágil y dúctil, pronto retuvo composiciones enteras, al punto en que podía incluso prescindir de las partituras.

Las destrezas del niño eran, en efecto, más que impresionantes para su corta edad, y su prodigio no tardó en hacerse conocer. Tan sólo un par de años más tarde Gould daba conciertos inmensos, en los que hacía gala de su vasta memoria y su peculiar modo de tocar el piano. Sus interpretaciones eran, a juicio de los espectadores, lentas y suaves; por lo que contrastaban a menudo con las tradicionales, que eran más ágiles y simples. Encorvado sobre su piano, Glenn Gould tocaba majestuosamente y sin prisa. Su música era, sin duda, de una pulcritud inmensa, con interpretaciones poco ortodoxas y audaces.

La diafanidad musical de Gould era patente, incluso envidiable. Sin embargo, no era posible decir lo mismo de su lenguaje. El artista a menudo construía discursos que sus interlocutores eran incapaces de descifrar; sus palabras parecían crípticas, constreñidas en exceso sobre sí mismas. El brillante infante que supo leer notas antes que letras probablemente conectase con el mundo de otra manera a partir de este incidente. De ahí que, a pesar de que le encantara teorizar, sus palabras tenían un acceso limitado. Su léxico, de una intensidad metafórica inusual, probablemente se nominalizara en exceso, adjudicándose así un carácter intransitivo y áspero en el cual la cabida de los otros era prácticamente imposible.

En su texto El lenguaje y la muerte, Giorgio Agamben pone a la vista este problema del lenguaje y la inteligibilidad. De acuerdo a su reflexión, la significación de las palabras se construye en el no decir lo que se quiere en realidad decir. Lo cual no implica el silencio como alternativa, sino la construcción de un lenguaje que sea capaz de custodiar su propia “indecibilidad”. Porque es en efecto en el discurso donde se descubre lo “límpido” del lenguaje, en la puesta en escena de su negatividad en cuanto indecible. Esto es cercano en más de un sentido a cierta “debilidad léxica”, por llamarla así, gracias a la cual la significación es transferida. Es en ese momento tenso y oscuro en que se muestra, irónicamente, lo diáfano de las palabras.

Cuando Glenn Gould se retiró de los escenarios, a una edad todavía temprana, vio en lenguaje una posibilidad de sostenerse. Sus palabras debían explicar el porqué de su abandono; por qué, recluido en su hogar, compondría en la soledad hasta el final de sus días. En el eco de una musicalidad que se niega a lo público, el lenguaje de Gould se arremolinaba entre los caprichos de su arte, en el anhelo de custodiar su propia oscuridad. Lo indecible de su léxico no revelaba significación alguna, pues se hallaba salvaguardada no por sus palabras, sino por el secreto de su lógica melódica, anterior a toda semántica, que, escondida entre las paredes de su habitación, se recluía para siempre en su propia musicalidad lectora y lingüística.