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El mito de Amores perros

Si ya había una oferta de cine mexicano original y complejo, si aludió a formas del pasado, y si no enfrentó la desigualdad con argumentos, en su vigésimo aniversario, ¿qué inventó Amores perros? El gran mito fundacional de sí misma
Un fotograma de la película dirigida por Alejandro González Iñárritu.
Un fotograma de la película dirigida por Alejandro González Iñárritu.
El mito de Amores perros

Existe entre las más iluminadas conversaciones de sobremesa navideña una narrativa según la cual Amores perros (2000), de Alejandro González Iñárritu, reinventó —o inventó, en los casos más radicales— el cine mexicano hace 20 años. El argumento, expresado al calor de los aperitivos y las desapariciones de tíos que se duermen sin despedirse, equivale a la maniobra de hombres de cultura que le explican a alguna muchacha la indefinible maestría y el recalcitrante feminismo del marginal rey del cine: Quentin Tarantino. Ni Tarantino es feminista —su pertenencia al género masculino lo impide y los excitantes planos de sexualización femenina no ayudan— ni Amores perros se creó en el vacío para resplandecer por su cuenta en el panteón del cine nacional. Ya habrá tiempo para explicar lo uno, pero conviene acabar con las mistificaciones en el vigésimo aniversario de lo otro.

Estrenada en la Semana de la Crítica en Cannes en 2000, Amores perros fue inmediatamente acogida por ciertos sectores de la prensa y la crítica de México y el mundo, pero desde el comienzo hubo disidencias importantes. La del crítico estadounidense J. Hoberman fue una de las más agudas. En marzo de 2001, Hoberman escribió en The Village Voice: “En un arrebato, The New York Times llamó a Amores perros ‘una de las primeras películas de arte en salir de México desde que Buñuel trabajó ahí’. Apenas importa si esto fue escrito o no desde la ignorancia de la obra de 30 años de Arturo Ripstein; de las películas internacionalmente conocidas de Jaime Humberto Hermosillo y Paul Leduc; de las películas marginales producidas por Nicolás Echevarría; de los recientes esfuerzos de directores jóvenes como Dana Rotberg y Luis Estrada, o incluso del trabajo de cineastas de culto como Alejandro Jodorowsky y Juan López Moctezuma. Lo que resulta sugestivo es la redefinición total de la ‘película de arte’ en términos estadounidenses”.

La cita de Hoberman es importante porque no sólo subraya el desconocimiento del magnífico cine mexicano que precede a Amores perros sino la definición misma de las distinciones entre el cine industrial y las películas que se arriesgan a enajenar a los espectadores con su originalidad. Se puede inferir a partir de la clara influencia de directores exitosos como Tarantino y Krzysztof Kieślowski que Amores perros no fue concebida para desafiar al establishment, sino para integrarse a él. No se trata, claro, de una decisión mezquina. Las películas de Hermosillo y Ripstein también se construyeron para atraer al gran público. Pero entonces lo que significó Amores perros no fue una invención cinematográfica sino la apropiación de las técnicas más aclamadas del entonces cine contemporáneo y la aparición de un director comercial que podría unirse a esa élite de cineastas capaces de complacer a la crítica y al público por igual.

La persecución con la que abre Amores perros nos presenta un ejemplo perfecto donde se resume el cine que inspiró al director. De Goodfellas (1990), de Martin Scorsese, González Iñárritu parece tomar la idea de reproducir los sonidos de la carretera mientras se ven los créditos con un fondo negro. De la segunda escena de Reservoir Dogs (1992), donde se desangra Tim Roth en el asiento trasero de un coche, vendrían la situación en general y los gritos que escuchamos antes de ver las bocas que los expulsan.

El guion de Amores perros, escrito por Guillermo Arriaga, cuenta tres historias vinculadas en la Ciudad de México que se sitúan tanto en la marginada periferia como en las zonas más bendecidas por el privilegio. A lo largo del metraje el ritmo se mantiene interesante entre persecuciones, asaltos, infidelidades y la desaparición de un perrito bajo la duela en un departamento. En planteamiento, al menos, la trama se comporta como la de Kieślowski en Dekalog (1988), donde el director polaco mostró a los protagonistas de diez cuentos morales atravesándose entre sí para sugerir la presencia de un destino que lo vinculaba todo. Frente a esta multitud de influencias podríamos decir que Amores perros comprimió en una sola narrativa el cine más influyente de los años noventa, aunque también es importante subrayar que, si bien no fue una película original, sí fue una película astuta.

González Iñarritu se había formado en el mundo publicitario dirigiendo comerciales para el banco Bital y el Canal 5 de Televisa durante la década anterior. De hecho, en Amores perros aparecen comerciales de esas dos marcas y el propio González Iñárritu se pone frente a la cámara diseñando la portada de una revista junto con el personaje de Álvaro Guerrero. ¿Referencias deliberadas a su vida anterior? Es difícil saberlo pero no son lo único que la sugerirían. La cuidadosa recreación de estilos cinematográficos es una técnica usual en el mundo publicitario que demostraría la ambición de un director decidido a triunfar en la cartelera comercial. Pero, claro, la intención necesita el mérito técnico, que González Iñárritu indudablemente posee.

Según los créditos, él mismo participó en el complicado montaje de Amores perros junto con Luis Carballar y Fernando Pérez Unda. No sobra decir que los editores lograron una narración fluida que se mueve adelante y atrás en el tiempo sin resultar confusa, y además el ritmo, que va de la intensidad al pasmo melancólico, se conduce cuidadosamente y a consciencia. La fotografía de Rodrigo Prieto imprime crudeza a las imágenes con colores degradados y una cámara inestable, mientras que la musicalización de Lynn Fainchtein no sólo le dio a Amores perros un carácter decididamente popular sino que con los años se ha convertido en una cápsula del tiempo donde se escuchan los éxitos de finales de los años noventa. Cada una de estas decisiones demuestra el interés en el gran público y probablemente fue eso lo que provocó el éxito de la película. Sin embargo, el logro técnico, el gusto popular y la derivada importancia cultural no necesariamente apuntan a la grandeza estética.

Más allá de su producción impecable, ¿qué nos dice Amores perros sobre la Ciudad de México, sobre la desigualdad y sobre las pasiones humanas? No mucho, en realidad. En varias escenas la película nos muestra imposibles encuentros entre los protagonistas que contradicen el realismo construido por las imágenes y las actuaciones naturalistas. No sólo eso: la predestinación borra la agencia de los personajes en varios momentos y entonces nos enfrentamos a la idea melodramática de que la suerte está echada y el sufrimiento es diseñado más allá de nuestro control. Quizá si Arriaga y González Iñárritu hubieran empleado esta idea para hablar de la imposibilidad de salir de la pobreza en un país injusto, habrían ilustrado un problema social verdadero y grave pero la desigualdad en Amores perros es un fondo, no un tema.

Los personajes ricos y pobres se comportan de maneras similares: matan, roban, traicionan, decepcionan. En todos hay una especie de codicia que abarca el dinero y los cuerpos deseados pero no parece haber razones sistémicas que los guíen, como en las mejores películas de Felipe Cazals, sino una desesperanza insoslayable en la perspectiva creadora: los humanos somos máquinas de vileza incapaces de amar; predispuestas solamente a desear y a arrebatar lo que queremos. No es una verdad sino una fantasía universal que en su generalización pierde matices, complejidades y, sobre todo, la oportunidad de hacer una película plenamente mexicana, es decir, una película decidida a estudiar el universo local en su geografía y sus causas.

Al contrario, cuando vemos que El Chivo se desplaza con un carrito de basura desde Ecatepec hasta la colonia Condesa, no sólo se da un asombroso salto de 30 km sino que los creadores no están pensando, como lo haría más adelante Alonso Ruizpalacios con Güeros (2014) y Museo (2018), en los habitantes de la Ciudad de México, capaces de entender la experiencia de perderse en los márgenes de la ciudad o de crecer en el suburbio de Satélite. González Iñárritu y su equipo parecen preocupados por impresionar a un espectador sin cuerpo, sin espacio ni tiempo; un espectador que en cualquier lugar, desde cualquier formación, apreciaría la intensa emoción de los balazos y el infortunio por encima de las discusiones de identidad local.

¿Qué inventó, entonces, Amores perros, si ya había una amplia oferta de cine mexicano original y complejo antes de su estreno; si aludió a las formas del pasado inmediato y no las del futuro; si no enfrentó la desigualdad con argumentos? Quizá las carreras de sus creadores, varios de quienes se hicieron figuras de renombre internacional. También inventó una ola de imitaciones que deseaban su éxito crítico y comercial pero que enrarecieron el panorama cinematográfico con idealizaciones a menudo torpes sobre la pobreza y la violencia. Pero por encima de todo, Amores perros inventó, queriéndolo o no, el gran mito fundacional de sí misma, que escuchamos todavía en mesas de café y de restaurantes. Entre sus premios, sus fieles, su campaña publicitaria y su éxito, la película se impuso como referente de un cambio que cineastas más iconoclastas como Carlos Reygadas, Amat Escalante, Nicolás Pereda, Julián Hernández y Fernando Eimbcke se rehusarían a seguir. Pareciera, entonces, que antes y después de Amores perros lo hubo todo.