Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Miradas al lenguaje después de la crisis en Bolivia

Juntamos a autores y autoras para que, a través de la escritura, podamos ver y analizar lo que la crisis nos deja como país.
Miradas al lenguaje después de la crisis en Bolivia

Las palabras y las cosas

Creo que lo que nos ha pasado, lo que todavía nos pasa y nos daña, tiene que ver con una falla en nuestra capacidad de imaginación. Porque lo sucedido el último mes y medio en el país, la realidad que nos golpea la cara, es una criatura que no concebimos en su total complejidad. Y, claro, cómo podríamos hacerlo si todavía no hemos diseñado un lenguaje capaz de explicarla. 

Se sabe que no hay nada que exista fuera del lenguaje pero, al mismo tiempo, la actual situación boliviana, este descalabro que nos hace temblar los huesos a nivel político y social, es un gesto ante el que súbitamente perdemos la capacidad de nombrar. Me parece que, como ciudadanos políticos, tenemos que aceptar esta falla, porque de alguna forma perder el lenguaje se parece a resignar la paz.

Así, lo que nos pasa nacionalmente no tiene que ver, como pensábamos, con una mera confrontación -a momentos descarnada- de puntos de vista políticos y grupos que los representan, de cornamentas que chocan unas defendiendo la tesis del golpe y otras la del fraude, las primeras viendo al gobierno de Áñez como una dictadura autoproclamada y las otras como un gobierno constitucional. Al contrario, más allá de los encontrones ideológicos, y más acá de las consignas y las fake news, habría que preguntarse cómo podemos nombrar unos impulsos que involucraron e involucran, al unísono, la violencia del golpe y la del fraude, la manifestación pacífica y la que incendia casas, la composición de algo y su simultánea descomposición, voces que gritan en contra de sí mismas, gestos de rebeldía que exigen silenciar al rebelde y también al gesto totalitarista del silencio. Nos falla la imaginación, nos falla el lenguaje o nosotros le fallamos a él porque no somos capaces de generar formas que interpelen y descifren la realidad múltiple y variada sin caer, por un lado, en el reduccionismo de celebrar lo múltiple y lo variado y, por el otro, en la tontería de decir “fue golpe y punto”, o de decir “fue fraude y punto”. 

Se trata, claramente, de una tarea ardua y dolorosa. No es fácil imaginar y definir algo que es blanco y, al mismo tiempo, no negro sino no-blanco. Es muy complejo vislumbrar de forma cabal no un tercer término sino una serie continua de impulsos cargados de antigua novedad que vienen a quebrar las certezas del tablero político. ¿Cómo llamar, por ejemplo, a esa forma de gobierno que el MAS inauguró y que mantuvo sobre todo los últimos tres años, que ciertamente no fue una dictadura pero que, desde que institucionalizó la desobediencia al mandato de “gobernar obedeciendo al pueblo” tampoco puede llamarse cabalmente democracia? ¿Cómo se llama la forma de gobierno que no es dictatorial ni democrática? ¿Evocracia? ¿Cómo definir lo qué pasó el 10 de noviembre, que no fue un golpe de estado pero obedeció a una sugerencia militar y terminó con el ejército en las calles? ¿Cómo calificar un gesto de proclamación presidencial que fue legal y, al mismo tiempo, no representativo pues eludió el quórum y fue oficializado a posteriori? Se trata, claramente, de una tarea ardua y dolorosa pero es una tarea necesaria. Tenemos que ser capaces de inaugurar un lenguaje público, palabras que nos acerquen y que se acerquen a nuestros dolorosos y desconcertantes fenómenos políticos, entre otras cosas porque cuando somos incapaces de nombrarlos los transformamos en fantasmas que aúllan porque son conjurados de forma distorsionada. Si hay una tarea a futuro, si hay una empresa que podríamos emprender los bolivianos, es, creo, esa, imaginar un lenguaje de paz, un modo de nombrar los fantasmas del presente para que dejen de dañarnos y, así, activarlos políticamente y convertirlos en formas productivas, horizontales y transversales, de nuestra experiencia en comunidad.

Sebastián Antezana/Escritor

No fue golpe, fue fraude / No fue fraude, fue golpe

El lenguaje polarizado suele desplegarse a partir de determinados términos que funcionan como núcleos de sentido en tensión. Después de las elecciones, se abrió un espacio de disputa en torno a palabras como democracia, libertad, o respeto al voto, que se emplearon con igual insistencia en discursos confrontados. Tanto los partidarios del MAS como sus detractores se atribuyeron el monopolio del sentido de estos términos. Con los días, fue imposible no emplear el concepto de “bandos”, que traza un horizonte de enfrentamiento. Esta disputa por el sentido, que tuvo su expresión casi inmediata en la violencia física en las calles, fue despojando al lenguaje de su potencialidad para el debate, el diálogo o el disenso. Prácticamente todo discurso fue confinado a la consigna, descartando incluso la negociación de las distintas demandas. Si por un lado el gobierno del MAS, fiel a sí mismo, se replegó en su pretendido monopolio de nombrar al pueblo y representarlo, por el otro, las distintas oposiciones fueron incapaces, una vez más, de plantear una agenda común que recogiera las distintas sensibilidades que configuraron las masivas movilizaciones. Fue entonces cuando, de entre todos los relatos, despuntó la épica de la reconquista. Curiosamente, en el significante Dios, muchos quisieron ver la tan deseada democracia y así, casi de forma automática y ante la parálisis del resto de actores, fueron cediendo la iniciativa a la más autoritaria y menos dialogante de las oposiciones. La lógica del adversario, como bien mostró el gobierno del MAS, precisa el cierre de filas en torno a un único discurso. De ahí que toda crítica haya sido percibida como potencial elemento de disgregación de lo que se pretendía un bloque único. Más adelante, y ya en un escenario atravesado por el miedo, la violencia y la muerte, la disputa por los términos y la batalla por el relato se han consolidado como un muro infranqueable. De ambos lados, se repiten consignas que sólo interpelan a aquellos previamente convencidos. Así, los términos “golpe” o “fraude” operan bien como contraseñas de pertenencia, o bien como marcas que generan anticuerpos: un cierre inmunitario del lenguaje. Con una mezcla de miedo y odio, se invalida  a la otredad, que durante más de un mes se ha experimentado como una amenaza a la que se ha respondido con todas las formas de la violencia: insultos, coacciones, golpes, quema de propiedades, represión y, finalmente, la muerte, que significa la negación de la pluralidad y el fracaso de la palabra. Necesitamos urgentemente reconstruir un lenguaje común que, alejado de las consignas inmunitarias, nos permita abrirnos a la diferencia y recuperar la potencialidad de emancipación que toda convivencia plural conlleva. Sólo entonces tendremos las herramientas para articular los distintos relatos de todo lo que estos días hemos perdido y de aquello que todavía podemos ser.

Valeria Canelas/Escritora

En Bolivia nos matamos jodido

Sin embargo, quería hablar sobre la furia. Sobre la decepción y las fogatas para espantar los gases lacrimógenos. Quiero contar sobre los bloqueos en las carreteras, sobre la gente muerta a balazos o a golpes. Sin embargo, cuando quiero escribir sobre eso termino dibujando ojos de todos los tamaños en una libreta. Chicos, grandes, medianos. Ojos que aparentan bondad y otros tristeza. Quiero escribir sobre las razones por las que los bolivianos siempre terminamos matándonos. Las razones ocultas por las cuales toda la gente mira a otra y la odia y es violenta y defiende cosas por las cuales no vale la pena morir. La patria, por ejemplo. La biblia y Dios, por ejemplo. La democracia o Sucre o La Paz o Santa Cruz, por decirles. Porque digo que no vale la pena morirse así como se muere en Bolivia por nada de lo anteriormente mencionado. Porque esos muertos a la larga no sirven para nada. Porque estos muertos son ahora un puñado de carne suspendida en el tiempo. Porque los muertos de Sacaba y Senkata serán al final huesos fosilizados que no importarán. Porque ser un héroe es tonto. Porque los héroes se olvidan o se crea alrededor de ellos conceptos que siempre son mentiras. Pero acá la pregunta es esta: ¿Por qué en Bolivia nos matamos tan jodido? ¿Por qué hay esa necesidad casi bestial de que corra sangre? ¿O por qué después todo es reemplazado por una historia que no encaja con lo que en realidad pasó? En Bolivia sabemos matarnos en serio. Esa es la única verdad que se me ocurre. Entonces también se me ocurre que será casi imposible escribir la historia de estos meses sin comprender a cabalidad el desconsuelo y las vidas hechas pedazos de la gente herida. Si no comprendemos esto último seremos un país fracasado de nuevo. Si no vemos a todas estas personas como la chispa que no encendió ninguna hoguera estamos arruinados. Esa que perdió una pierna o una mano o un ojo. Sin embargo, sería contar las historias de esta gente. La muerta ya está muerta. U otra está en la embajada de México. O bien está en Palacio Quemado o en el Ministerio de Gobierno (dale un cuchillo a un mono, dale una pistola a un ciego, dejá libre a un elefante en una cristalería y aparecerá el ministro Murillo). O también están las calles que vieron hasta el cansancio los rotundos cambios del país. Y que en realidad no son tales. Lo único que se repite hasta el cansancio es la gente pobre matándose con otra gente pobre. La realidad de Bolivia es los pobres machucándose a otros pobre. Porque la presidenta, Murillo, Camacho, Evo, García Linera y su tierno hermano, el ministro Quintana no tienen ni un rasguño. Porque es imposible que estos muestren sus pechos a las balas. O hagan una fogata. O es imposible que pierdan un ojo, una pierna o un brazo. La gente pobre siempre termina matando a otra gente pobre. Bolivia es así, un rompecabezas de once millones de piezas que nunca calzará. Porque Bolivia es un país que tiene miedo, horror, mejor. Miedo a vernos a un espejo y comprendernos. Miedo a dejar el poder para siempre. Terror a abandonar la silla presidencial. Porque Bolivia también es el horror a que los indios se den cuenta y empiecen a matar blanquiñosos y que se den cuenta y que después funden su propio país. 

Eso somos: grandes desconsuelos y vidas despedazadas.

Wilmer Urrelo/Escritor

Alex Rouch y las elecciones en Bolivia

El 23 de abril, Alex Rouch documenta un evento democrático importante en Bolivia. “Después de muchos años de lucha y conflicto político, los bolivianos pueden por fin ir a las urnas para ejercer su voto respecto a la temática más polémica del país: ¿cuál es el mejor color de su bandera? ¿El amarillo o el verde?” Acompañando a los votantes, Rouch narra los procesos de esta elección, así como uno de sus ritos milenarios [“Debo respetar sus tradiciones y no emitir un juicio de valor, aunque esto me parezca un acto de barbarie”], los personajes oscuros que atraviesan esta fiesta democrática, el caos del conteo final. “Este proceso pone nervioso hasta al más experimentado de los dirigentes. Observen la tensión presente en sus ojos, sus mejillas y, sobre todo, su bigote”.

En el cortometraje de ficción Alex Rouch et les élections – Alex Rouch y las elecciones (Bolivia, 2019), el equipo de realizadores conformado por Alexandro Fernández, Luis Garnica, Mauricio Mendoza, Ricardo Trujillo y Salvador Morales esboza una Bolivia posible en el imaginario del decadente aparato de la democracia representativa partidaria. “Democracia, hashtag viva Bolivia” se escucha decir a uno de los personajes mientras se consuma el rito de la quema del voto extraído al azar antes del inicio del conteo. La película, estrenada en el VI Festival de Cine Radical realizado en septiembre de este año, articula el registro documental de unas elecciones facultativas de la universidad pública de La Paz, con la narración ficticia de Alex Rouch, un personaje que se revela a través de su narración, que parodia los gestos de la antropología visual, el documental y el reportaje periodístico para una interpelación acerca de la conflictiva relación entre las imágenes y las palabras. Entre eso que vemos y eso que se nos dice que vemos se abrirían tanto dos caminos, como una brecha entre ellos: estos exportados de la polarización que rige las elecciones, aquella abyecta de dicha polarización para su mejor efectividad y provecho. Provecho de quiénes. El corto termina con las declaraciones de un dirigente del partido triunfante (el verde), a quien no escuchamos porque la narración de Rouch se sobrepone con una pregunta: “Mientras oigo hablar a Sebastián, solo tengo un pensamiento en mi cabeza: ¿es esto el comienzo o el fin de la democracia?”

El jueves 21 de noviembre por la tarde, Alexandro Fernández, uno de los realizadores de este cortometraje, fue arrestado por la policía boliviana mientras registraba la movilización de vecinos de El Alto, quienes marcharon en el centro de La Paz con los féretros de los muertos por la represión ocurrida en la planta de gas de Senkata el martes 19. En el video que circuló en las redes sociales, se puede ver a un grupo de periodistas que increpan a Fernández, preguntándole a qué medio pertenecía. Él respondió que era prensa independiente; luego, que era “una persona indignada porque la prensa no está haciendo su trabajo”; aclaraba que es un estudiante de la carrera de cine de la UMSA (dato confirmado por la institución); le preguntaron “¿qué carrera? Docentes, docentes”. Un periodista le dijo: “¿o sea yo no soy prensa, yo no estoy haciendo mi trabajo?”. Otro azuzó: “Está hablando huevadas contra nosotros este cojudo”. Todo esto sucedió a pasos de la estación policial de la avenida Mariscal Santa Cruz, a la que el grupo de periodistas condujo a Fernández. “Vamos a investigar”, dijo un oficial al momento de apresar al estudiante de 26 años. El video se compartió mucho en redes sociales, la noticia salió en la prensa, se pronunciaron autoridades de la universidad condenando el hecho. No era el primer día de la crisis política del 20/O en Bolivia que Fernández documentaba. Muchos lo vimos cubrir las intervenciones de mujeres autoconvocadas y feministas a finales de octubre, o las acciones pacíficas de ciudadanos en diferentes puntos de la ciudad en los últimos días. El jueves pasado, antes de su arresto, Fernández registraba el momento en el que varios de los movilizados que fueron detenidos eran trasladados a las instancias de tránsito en la avenida Mariscal Santa Cruz.

Como muchos hechos que sucedieron estas semanas, es posible localizar este, no son ironía, en la brecha abyecta sugerida por el corto de Fernández, encarnada en la actual crisis política del país, brecha que, a estas alturas, exige reflexionar acerca de las formas en las que el miedo, la polarización y la violencia han tomado el sentido crítico luego de las elecciones del 20 de octubre. Desde ese día y hasta hoy, el sentido crítico se ahoga en la saturación de discursos e imágenes que circulan en redes sociales y medios de comunicación, en los que la polarización encuentra la plataforma y las herramientas idóneas para poner en obra sus estrategias. Entre eso que vemos y eso que se nos dice que vemos pareciera situarse algo inaccesible, imposibilitado por el uso y la recepción de la palabra, y por supuesto, los algoritmos de nuestras redes. Tomar una postura (amarillo o verde) es el imperativo de gran parte del contenido que se ha compartido durante estos más de 30 días de crisis política en Bolivia, contenido que, en general, no se lee sino a priori, de acuerdo a aquellas afirmaciones o convicciones que alimentan no nuestra construcción como sujetos políticos, sino su carácter pasivo. Pienso que por esta encrucijada hubo quienes, sumándose a ese grupo de periodistas, comentaron en las redes sobre el video del arresto de Fernández, pidiéndole también sus credenciales. Podríamos imaginar que otro Rouch, Jean, francés y antropólogo visual, mete su cuchara: “Desde el momento en el que presionas el botón de tu cámara yo estoy dentro de tu película. ¿Qué pasa si digo cosas que no te gustan? ¿Qué haces? ¿Rompes la cámara?” Romper una cosa sí, contestaría: el cerco mediático, salir a las calles y registrar. Y que no nos apresen.

Mary Carmen Molina Ergueta/Crítica e investigadora en literatura.

Las “hordas” en noviembre

Sacaba, 15 de noviembre: nueve productores de coca de las Seis Federaciones del Trópico muertos en enfrentamientos con la policía y los militares. Hemos armado la historia a partir de retazos leídos en la prensa y vistos en la televisión, aderezados por los videos que circularon en las redes, pero, más allá del número de las víctimas, no hay consenso en torno a lo ocurrido. Una interpretación muy difundida es que todo fue un autoatentado y que el expresidente habría mandado órdenes expresas a sus seguidores de “matarse entre ellos si fuera necesario”. La Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos no parece creérselo, y en una nota de prensa del 5 de diciembre menciona a Sacaba como uno de los lugares donde habrían podido ocurrir violaciones a los derechos humanos, abogando por una investigación “pronta, transparente e imparcial por las autoridades estatales competentes”. 

Según reportes periodísticos, en el puente de Huayllani un cordón policial evitaba el paso de los manifestantes a la ciudad; la policía dijo que el delegado del defensor del pueblo llegaría para negociar el paso de los cocaleros; como el delegado tardaba en llegar, quienes estaban al frente de la marcha intentaron rebasar el cordón. A partir de aquí las versiones proliferan. En las que más han circulado los cocaleros toman la iniciativa y atacan con disparos, petardos, dinamita –hay fotos de ventanas rotas en los autos policiales, un chaleco antibalas destrozado, etc–; en otras son “infiltrados” cubanos y venezolanos junto a algunos dirigentes del MAS quienes provocan la confrontación; y en otras versiones solo ocurre el peligroso intento de rebasar el cordón por parte de las mujeres al frnte de la marcha, contestado primero por gases y luego por diez minutos de disparos. El Gobierno ha deslindado a los militares de responsabilidad en las muertes –aparte de la exención penal concedida, el ministro de Defensa y el IDIF dijeron que no hubo disparos de armas largas–, pero las pruebas están en los cuerpos de algunos de los más de cien heridos y en los impactos de las balas en las paredes y muros de las casas.   

Días antes de su renuncia Evo había advirtió a sus seguidores con cercar las ciudades para hacer respetar el voto, uno de sus ministros pedía convertir Bolivia en un “campo de batalla, un Vietnam” y un congresista del MAS presagiaba que las madres de los jóvenes que eran parte del movimiento cívico terminarían llorando a sus hijos si estos continuaban provocando. En las semanas posteriores al inicio del paro nacional convocado por el CONADE, Cochabamba se había convertido en lugar central del conflicto, con varios días de tensa lucha entre grupos de la ciudad que ondeaban banderas bolivianas y se alineaban al movimiento cívico –el eje era la Resistencia Juvenil Cochala, de la cual falta escribir su historia– y gente que llegaba del trópico y de otras regiones del departamento siguiendo los dictados del MAS. A partir de la renuncia de Evo, se instaló la lógica paranoica de la guerra –el “nosotros” contra “ellos”– y la tragedia de Sacaba parecía cuestión de tiempo: las clases urbanas defendían a rajatabla la ciudad y el nuevo Gobierno contra un “ellos” invasor que solo reconocía como presidente a su líder asilado en México (la violencia tuvo un correlato de adscripción a cuestiones raciales y de clase: los afines al MAS eran la “horda”, la “turba”, los “vándalos”, palabras asociadas a mundos primitivos, premodernos). 

No es fácil en una sociedad polarizada investigar abusos de derechos humanos, pero debemos intentarlo: solo así podremos reconstruir las legitimidades morales e institucionales que requiere el país. El Estado se arroga el uso letal de la fuerza como último recurso, pero las convenciones internacionales son claras al hablar de la justa proporcionalidad y del hecho de que son los encargados civiles los últimos responsables de las decisiones de las fuerzas de seguridad. Si no podemos llegar a conclusiones entre nosotros, quizás necesitemos una comisión internacional de la verdad. 

Edmundo Paz Soldán/Escritor

Fotografía | Dico Solís

Recuento

Recuerdo el 20 de octubre como si hubiera sido hace siglos. 

Día soleado y tranquilo. Parece fiesta nacional, con kermeses barriales. Parece día el peatón, con niños patinando en la calle. Parece novela de suspenso, el misterio se revela por tv a las ocho.

Hay segunda vuelta. Se apura Mesa a salir en tele a festejar. Conferencia de prensa en Palacio Quemado: los rostros de Evo y Linera desencajados, como si alguien les hubiera sacado las facciones y las hubiera devuelto pero no exactamente a su lugar. Evo se declara ganador en primera vuelta. Gritan, agitan banderas. Mayoría absoluta, dice. Esto es inédito, dice. Confiamos en el voto del campo. 

Evo, no estás solo.   

El TREP se congela. Nadie explica, los rumores empiezan. Al día siguiente: nos están robando el voto comentan, comparten. Cualquier cosa puede pasar. Eso me gusta. Eso me da esperanza.

Vuelve el TREP y no hay segunda vuelta. Mesa reclama fraude, comités cívicos llaman a paro y todo amanece otro. La gente bloquea con lo que tiene: cuerda, muebles, sillas, llantas, autos, juguetes. Se manifiestan los estudiantes, llegan a la Corte Electoral. Hermano policía, únete a la lucha, gritan. La respuesta es el gas. ¿Quién se cansa? ¡Nadie se cansa! ¿Quién se rinde? ¡Nadie se rinde! ¿Evo de nuevo?    

Las vendedoras de la Mariscal Santa Cruz se provisionan de banderas tricolor, banderas “Bolivia dijo No”, pasamontañas, petardos y bicarbonato de sodio. Las tricolor son multiuso. Es difícil distinguir…  ¿estos mineros son a favor o en contra? Todos gritan mi voto se respeta, carajo. 

Cabildo, cabildo. Somos millones, dicen. La gente quiere nuevas elecciones. “La gente”. ¿Quién es “la gente”? ¿El que no sale a marchar deja que hablen por él? ¿La que calla otorga?

Yo callo. Me pregunto qué otorgo. 

Evo se burla de la pitita. Yaaa…. Así queriendo bloquear. En la Av. Arce hay solo una mujer con los brazos abiertos deteniendo los autos. Ellos están seguros de su victoria. La Montaño, el Linera y el Quintana tienen ahora las facciones afiladas, colocadas exactamente en su lugar. 

Mueren dos personas en Santa Cruz. Se pone de moda la frase “grupos de choque masistas”. Camacho da su primer ultimátum. Qué de huevos, se dice. Qué de bolas. 

Muere un joven en Cochabamba apaleado por hordas de choque. Linera dice que murió por herida de bazuca auto infringida, que Mesa le pagaba por protestar. 

Policías llevan pollos Copacabana a los mineros masistas. Nacen los chistes de pollito. Unidades de 110 se quejan de que “gente inescrupulosa” colapsa sus líneas pidiendo pollitos a domicilio. 

Linera responde a Camacho en sus propios términos: la biblia. Teloniences tres punto cinco: nacen los chistes de la biblia. Pelotudiences libro tres capítulo cinco: carta del pueblo a los adefesios: no sereis llunkus. No sé cómo se sobrevive una crisis política sin memes.   

Gobierno paga a policías bono de 3,000 Bs. Lo llama Bono Lealtad y sale de las pensiones de los policías. La respuesta en la calle es el desprecio. ¿Cuánto cuestas, cuanto vales, policía? Solamente tres mil pesos. Que barata es tu dignidad. 

El viernes 8 comienza el final. La policía nacional, vilipendiada, sale a todos los puntos de bloqueo en el país a reprimir y gasificar. Sacan sus carros Neptuno y el agua se lleva las pititas. Los medios pasan episodios repetidos de Los Simpson mientras la policía se despliega disparando balines, destruyendo trincheras. Entran a las casas de los opositores, los detienen por sedición y conspiración para cometer golpe de estado. 

Evo decreta Estado de Sitio, pero lo llama Pausa por la Democracia: solo se disparan nueve tiros que no se sabe de dónde vienen (la policía no usa armas de fuego) y los vecinos en todas las esquinas del país se ven obligados a recoger sus barricadas. Mueren nueve personas al resistirse: una ama de casa que arremete contra uno de la UTOP, un niño que cruzaba la calle, tres jóvenes con balas en la nuca, dos ancianos muertos de infarto durante la gasificación y una mujer guaraní de 25 años cubierta por una bandera blanca. 

Evo Morales es posesionado para su cuarto mandato consecutivo el 22 de enero del 2020. 

Camila Urioste/Escritora

La noche no se acaba

Ayer [13/11/2019] vivimos otra noche de miedo. Recién pude dormir a las 4 AM. Los vecinos alertaron de delincuentes disfrazados de policías que querían saquear las casas. Estábamos en pie de guerra, dispuestos a pelear con las pobres armas de que disponemos (cinturones, palos, piedras) contra cualquiera que quisiera invadir nuestros hogares. Se escuchaban petardos que fácilmente podrían confundirse con disparos (después del robo e incendio que sufrió la estación policial puede que muchos maleantes anden armados). Recién cuando llegaron los policías, ayudados por los militares en sus patrullajes, pudimos respirar con cierto alivio. De todas maneras, dormimos con un ojo abierto y el otro cerrado.

En varios barrios aledaños se vivió la misma zozobra. Es curioso: los delincuentes comunes no se organizan tan bien. Esta mañana un vecino envió un audio al grupo, un audio que borró unos minutos después, pero que pude guardar. Ahí avisaba que los vecinos de los otros barrios estaban molestos con el mío por no haber participado de las marchas y del consiguiente saqueo, amenazaban con venir a saquearnos si no salíamos. Aquí las personas solo quieren tranquilidad para salir a trabajar, ya están hartos de las luchas egoístas de los políticos. Nadie quiere salir a marchar, sabemos que es peligroso, tememos por nuestras vidas, no queremos dejar huérfanos.

Mis vecinos creen que la recién posesionada presidenta Añez es una racista, en parte debido a un tweet falso que empezó a circular tras su proclamación y que muchos extranjeros (ciegos que creen conocer Bolivia y su Constitución Política mejor que los propios bolivianos, quizás ya es hora de dejarlos con su jueguito revolucionario ingenuo) difunden irresponsablemente. Mis vecinos creen que les van a quitar sus casas y los bonos que el anterior gobierno les daba. Es difícil hacerles entender que esos triunfos sociales no nos lo quitará nadie, que ningún gobierno nuevo se animará a hacerlo porque la gente lo sacaría en un tris. Les cuesta comprender que el de Añez es solo un gobierno de transición hacia unas nuevas elecciones y que sí, es constitucional.

Y tampoco volverá el racismo institucional porque lo sacaremos a patadas de nuevo, ayer Añez respetó todos nuestros símbolos nacionales.

También les han hecho creer que los jailones (gente acomodada) vendrán a vengarse o que gente enviada por el alcalde Revilla vendrá a quemar los minibuses en represalia por haber quemado los Puma Kataris. Necesitamos encontrarnos pronto, que cada vez nos estamos perdiendo más.

Hay un maldito demonio que se está aprovechando de la sencillez del entendimiento de las personas humildes y eso no tiene perdón.

Unos pocos todavía creen que nuestra patética derecha tradicional es la que organiza todo este terror. Pero lo cierto es que esa pobre derecha minoritaria jamás podría convencer a gente como nosotros (de nuestra misma procedencia, de nuestro mismo color de piel) a ir en contra de nuestros hermanos.

Quizás estemos asistiendo al nacimiento de una nueva derecha, una disfrazada de izquierda, una disfrazada de pueblo, una derecha encubierta que tiene mucho dinero para malgastar en sembrar miedo. Quizás ya habíamos estado cercados por dos derechas pero recién nos estamos dando cuenta, ya habrá tiempo de luchar contra ambas cuando vuelva la calma.

Bolivia no es un país del montón, escuché que alguien dijo por ahí, y esto es cierto: hay muchos términos e ideas occidentales que no encajan del todo con nuestro pensamiento y vivir cotidiano. Necesitamos nuevas palabras para definirnos, para ser comprendidos.

Pero, antes que palabras, necesitamos paz.

Rodrigo Urquiola/Escritor

Trozar cebollas

Hay una escena que siempre me ha gustado en El tambor de hojalata de Gunther Grass, es la del bodegón de las cebollas. Básicamente, la gente que ha sobrevivido a los horrores de la guerra, acude a este lugar a llorar. El procedimiento es simple, cada persona recibe una tabla para picar y algunas cebollas. A medida que los lacrimales son estimulados por la acidez vegetal, los cuerpos de los asistentes experimentan una transformación. Incapaces ya de llorar, de sentir, de gemir, después de haber atravesado el horror, necesitan de este artilugio para reencontrarse consigo mismos, para entender que debajo de todas esas cicatrices y traumas, todavía persiste una latente humanidad.

Entre octubre y noviembre de 2019, perdí al menos a tres personas importantes en mi vida. No murieron, no se exiliaron, simplemente me abandonaron (o las abandoné yo, que para el caso es lo mismo). Una de ellas fue mi pareja por alrededor de 17 años. Teníamos posturas políticas opuestas y esto derivó en peleas atroces, en mutuas descargas de violencia. Cada uno trataba al otro como a un niño que no comprende y el desentendimiento acabó en que yo me entercara en contra suya y él me castigara desapareciendo los días más cruciales. Con la plena conciencia de que vivo en una ciudad ajena, lejos de mi familia y con pocos amigos, me abandonó, sin que eso me importara en lo absoluto. No es fácil pensar en el otro cuando se tiene que lidiar con el desempleo, con los ahorros que se están consumiendo, con una tubería rota que inunda la casa continuamente y que no puede ser arreglada ya que no se consiguen el material ni la mano de obra necesarias. No es fácil extrañar cuando hay que encontrar una manera de aprovisionarse y de lidiar contra la paranoia de los vecinos que tanto pueden verte como un posible aliado o como un enemigo encubierto, cuando hay que fingir y mentirle a la familia, inventando una realidad pacífica, porque ya sabemos lo exagerados que son los noticieros y que mejor ni los vean.

No es sencillo preocuparse por la ausencia de alguien que te dice abiertamente que luego de la renuncia se destaparán cosas de narcos y te describe con lujo de detalles un ámbito parecidísimo a Sin tetas no hay paraíso. Mientras estás pensando en tus amigos, aterrados en sus fuentes de trabajo, temiendo que los vayan a linchar. Sabiendo que varios podrían ceder a la tentación, a la revancha, habiéndolos escuchado por años quejarse —en medio de la embriaguez porque sobrios no podían— de la rabia contenida cada vez que escuchaban que los llamaban “masimulas”, “masiburros”, “animales de corral”, “imbéciles” y sintiendo que a ti también te lo han dicho más de una vez. Cómo le explicas al otro que, aunque no apruebas que haya gente armando bombas molotov, puedes entender la desesperación y el miedo y que para ti son exactamente las mismas emociones que llevaron a tus otros amigos, a los que apoyaron a los “pititas”, a conseguir un arma para resguardar sus casas en contra de esas “hordas” descontroladas y que a ti solamente te resuenan a los ecos de lo que Zavaleta Mercado llamó “las impolutas hordas de los que no se lavan”. 

No pude llorar cuando encontré una camiseta ajena semiescondida en mi cama. Tampoco pude llorar cuando la entrada doble a una función de cine, en fecha en que yo no estaba en la ciudad, cayó de la chaqueta de quien era mi pareja. No lloré, no grité, ni siquiera me enojé. Tampoco compré cebollas (estaban carísimas, por cierto), solamente me ahogué en alcohol y en la boca de un amigo que tal vez buscaba lo mismo que yo. Pero ni el alcohol, ni ese simulacro de amor pueden cerrar la herida abierta, ni siquiera pueden evitar que la infección siga creciendo, que la violencia, las posturas cerradas y la intolerancia continúen creando abismos. Las palabras tampoco pueden… Pero quizás, en algún momento, nos animemos a trozar cebollas.

Lourdes Reynaga/Escritora

Apuntes de crisis

1) Los grupos de Whatsapp son del diablo. Peor si tías crédulas hacen circular toda clase de teorías conspiranóicas descabelladas. La deshumanización que hemos vivido en estos días, creo, le debe mucho a estas estrategias de desinformación.

2) La gente con más predisposición a odiar, que casualmente es la que consume sus noticias a través de “fuentes confirmadas” de whatsapp, tiende a justificar su irracionalidad con palabras compuestas y rimbombantes que pueden parecer interesantes, pero al final son vacías y solo afirman prejuicios.  “Castrochavismo” y “pseudoperiodista” como ejemplo.

3) Los fanatismos han hecho que la gente pierda el sentido crítico y autocrítico.

4) La trayectoria intelectual no es garantía de nada. Al parecer todos llevamos un monstruo adentro y mostramos su peor rostro en esta crisis. 

5) Al Azar es criticado por dibujar una esvástica sobre Palacio Quemado. Pero por ahí escuché que en ese edificio se maneja la palabra “Gestapo” con cierto orgullo.

6) El discurso oficial es pacificar, pero sin dejar de separar.

7) Todo esto se pudo haber evitado.

8) ¿Dónde estábamos cuando el TCP avalaba una repostulación inconstitucional? Si entonces hubiéramos sabido protestar, estoy seguro que las muertes, el odio y la herida que tenemos como sociedad se hubieran evitado.

9) Pero entonces, tras el fallo del 2017 nuestra indignación no era conveniente para ninguna persona o grupo, ahora llamados líderes. Imagino que aún veían lejos la oportunidad de tomar el poder para sí.

10) ¿Sabemos qué es la democracia?

Luis Carlos Sanabria/Escritor