Opinión Bolivia

  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
  • Actualizado 00:00

Miedo

Una reflexión en primera persona sobre el estado de ánimo más extendido en estos días de cuarentena por la pandemia del coronavirus.

Con la pandemia surge el temor. El temor de salir de la casa y encontrarnos en la puerta o en la calle con un desconocido que amenaza con su saliva, respiración o su aliento, con su vida, nuestra frágil existencia. Tememos dar la mano al amigo, abrazarlo, dar un beso al otro, porque el otro es siempre un peligro. O así nos lo hacen creer. Ahora que se nos prohíbe amar, el contacto humano pasa por un mundo plano, el de las pantallas y nuestro temor se vuelve sobre- tri-dimensional.

Tenemos miedo a no educar, porque enviar tareas con consignas prefabricadas, sacadas fuera de nuestro contexto no es educar y, para ellos, no es aprender. Tememos a la tecnología, a pasar nuestro día al frente de las pantallas. Miedo a nuestros ojos que se irritan cada vez más, miedo a irritarnos con nuestros hijos/as, con nuestra pareja, con nuestra vida. 

Miedo a sentirnos descubiertos por nuestra ignorancia. Virtualizamos las clases. Virtualizamos nuestra vida. Miedo a no enseñar porque ahora nos toca aprender de ellos, de los más jóvenes. Miedo a que se pase el año y no culminar nuestro currículo, y que no se nos pague por ello. Porque en realidad, tenemos miedo a no poder llegar a fin de mes y alimentar a nuestra familia, a no poder comprar las píldoras de mamá porque ahora doblaron su precio. Miedo a que sea nuestra culpa que salgan muchos a la calle pensando que el virus es un mosquito que vendrá por nosotros y que el chuño nos hará inmunes. Miedo a pensar que la educación en nuestro país, no fue lo suficiente para que podamos entender que quedarnos en casa es lo único que podemos hacer; pero, al mismo tiempo, pensar que nuestra casa no es como la de otros. Miedo a asumir nuestros privilegios. Miedo a pensar que fallamos. Miedo a que sin esa educación tan precaria nos vaya peor.

Tenemos miedo a que el virus sea un complot mundial, creado a oscuras, en un pequeño o gran laboratorio para eliminar a los pobres, a nosotros; porque seremos los primeros en contagiarnos y los últimos en ser atendidos. Porque si el virus no nos mata, el hambre siempre será una amenaza, visible a pocos metros, oculto en el comedor de nuestra casa, haciendo sonar las ollas vacías. Miedo a que todo lo que leamos sea falso, que las curas que anuncian las páginas que vemos, sean también falsas; que no haya cura, que la cloroquina no sea una respuesta a la pandemia. Miedo a que la esperanza sea una falacia. Que solo sirva como placebo para empezar el día con buenos pensamientos, pero por la noche nos acostemos igual con miedo.

Miedo a que el mundo sea plano. Miedo a que nuestro pensamiento sea también plano. Que no podamos comprender que las personas que quieren volver a nuestro país, lo hacen por miedo. Que no entendamos que sus patrones o jefes de esas personas, los despidieron y los obligaron a caminar por la carretera hecha para ruedas, no para piernas, para volver a sus casas, a su país, lo hicieron también por miedo a ellos. Miedo al miedo de los otros. Miedo al otro que golpea la puerta y amenaza con entrar a su propia casa, porque es más fácil tenerles miedo e ignorarlos que ayudarlos y protegerlos. El Miedo es selectivo.

Te ponen frente a la inmediatez de la muerte y pierdes las formas -decía Martín Caparrós, porque ahora no podemos ser agua, como recomendaba Bruce Lee, porque con el virus somos solos cuerpos, frágiles, con una fecha de expiración.

Yo también tengo mis propios miedos.

Miedo a no terminar de leer un libro en esta cuarentena, a no salir con una nueva habilidad aprendida, miedo a no mejorar mi francés, a desgastar mi tiempo viendo Netflix. Miedo a no ser productivo.

Miedo a perder mi trabajo. Miedo por mi mejor amigo que duerme en el piso y come una vez al día. Miedo a que confiese que tiene hambre, que salga de su casa y tenga que hacer entregas a pedido en una bicicleta prestada, una vez a la semana, y se exponga y se contagie y no diga nada y nadie se entere, que sea un número más que aparece en la tele, que el ministro mencione el número 199 y yo sepa que es él y que a nadie más le importe.  Miedo a salir de casa e ir al mercado y que el barbijo no me proteja lo suficiente y me contagie, que visite a mi madre y se enferme y que me pese en el alma saber que fui yo quien lo provocó. Miedo a que la próxima vez, el coagulo de mi madre no reviente en su ojo derecho, sino en su cerebro. A que los sueños que tiene mi madre con mi abuela sean la premonición de la que tanto tengo miedo: que sea un aviso de una pronta partida. Miedo a que me deje huérfano completo y no pueda asistir a su entierro.

Miedo a que el Dios que veo en la televisión o en el Facebook, solo escuche a los que tiene poder o dinero, que envíe emisarios alados en forma de aviones, y solo rescate a quien hicieron su reserva anticipadamente mediante plegarias. Miedo a que confirmen mis creencias de que no existe. Miedo a que todo esto no nos sirva de algo, que no aprendamos nada porque hasta ahora no lo parece. Miedo a pensar que esta vez, como en otras, estamos solos, jodidamente solos.