Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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¡Manque nos duela!

En homenaje al centenario de su nacimiento, instituciones culturales de España organizan homenajes y ciclos de cine dedicados al cineasta valenciano Luis García Berlanga, una iniciativa en la que también ha sido incluida Bolivia, con charlas y visionados de filmes como La Vaquilla (1985), que es reseñado a continuación.
¡Manque nos duela!

El Centro Cultural de España de La Paz, el ICAA, en colaboración con el Instituto Cervantes, Acción Cultural Española AC/E y AECID, propuso la realización del ciclo de cine “Berlanga, la risa amarga” en homenaje a los 100 años que estaría cumpliendo este querido director español: Luis García Berlanga. Por supuesto, se le suman las fuerzas y esfuerzos bolivianos mediante la realización de charlas, visionados y reseñas de los films más aclamados e importantes hechos por su mano valenciana. Ahora, es turno de hablar de La vaquilla (1985).

Jajaja, Berlanga. Solo Ricky Bobby me había hecho reír de esa manera. El humor del valenciano es ciertamente distinto al del común denominador de las películas cómicas, un género tan amplio que ha hecho desde joyas “cohenienses” como The big Lebowski hasta esperpentos como Jack&Jill (Al Pacino, perdiste todos mis respetos). Y, aun así, a pesar de haber más películas de comedia que fans de Titanic, el Sr. Berlanga ha sabido diferenciar su propio estilo en la burla crítica, sutil e inteligente. Por eso, no encuentro mejor nombre para resumir la comedia de este director que el que ya le han dado desde el centro cultural español: “la risa amarga”. Y, pues, La vaquilla es eso: la paradoja entre lo gracioso y lo amargo. 

No hay nada más vergonzoso que una guerra, sobre todo una impulsada por el odio (como si hubiera alguna que no). Para España, ese momento pusilánime de su historia moderna se resume en la Guerra Civil de 1936-1939. El ejército Nacional, que se debía al nazi torero de Franco, se enfrentaba al ejército Republicano en lo que fue el momento más sangriento de Europa después de la Primera Guerra Mundial. Pero para el autor, la verdadera historia no está en la brutalidad de la guerra, en los cabos ensangrentados o en el fascismo retrógrada. La esencia real es el sinsentido de este momento, la irracionalidad, la “gilipollez”, como me gustaría pensar que diría él.

En medio de las trincheras españolas que dividían ambos frentes, el ejército Nacional, con el objetivo de subirle la moral a sus soldados, anuncia la realización de las fiestas del pueblo más cercano bajo su dominio donde se llevará a cabo la Procesión, un baile sensual con banquete de cordero y una gran corrida de toros con una vaquilla. Un grupo de cinco soldados republicanos, cansados ya de escribir cartas, dormir y comer porquerías, deciden infiltrarse a la fiesta para robar la vaquilla, arruinarles el festejo a los del frente franquista y, de paso, armarse un festín con tan jugoso animal, porque, claro, ¿cómo ganar una guerra sin sexo y comida? Así, lo más genial de la obra del director, como me permite asumir mi conocimiento de su filmografía, está en sus personajes. 

A la cabeza del Teniente Broseta (José Sacristán), un ex peluquero, se le unen un torero con miedo a las vacas cuyo nombre responde a Limeño (Santiago Ramos), un sacristán que nada tiene que ver con el actor sino con la iglesia (Carles Velat), un tal Mariano que curiosamente es nativo de dicho pueblo al que deberán infiltrarse (Guillermo Montesinos) y el brigada Castro (Alfredo Landa), el único con madera de soldado. Por la mera descripción de los personajes sabemos que el cumplimiento de su objetivo será un completo fiasco. Eso está claro. Tan claro que terminan metiéndose en los conflictos amorosos de Mariano, saliendo con las prostitutas llegadas de Zaragoza, comiendo cordero, bañándose con el ejército fascista, secuestrando al Marqués y rasurando al Comandante nacionalista. Todos estos actos, a cuál más fútil y paródico, hacen parte del manifiesto de Berlanga: la guerra no es más que una concatenación de momentos aleatorios, paradójicos y sinsentido producto de la estupidez más grande del hombre y su reprochable individualidad. 

Hay una frase del brigada Castro a la mitad de la película que resume esto a la perfección: “Hemos corrido un encierro, nos hemos tragado una misa, hemos llevado una Virgen, hemos cargado con un Marqués, usted ha afeitado a un fascista, a mí me han pegado una cornada, este se ha cagao, a este lo han vestido de sacristán y a este le han puesto los cuernos. Y todo por la jodida vaca”. Y esta jodida vaca, manque nos duela, es España, la disputada por ambos frentes, la demacrada, la cornuda, la violada, la toreada, la ostentada por unos y perseguida por otros, la corrompida, la sacralizada, la prostituida, la conquistada, la ultrajada, la descuartizada, la carneada, la tartufa manipulada, la machista. La fascista y la republicana. 

La película es el robo de España y la vaquilla su metáfora. Es la lucha individualista de los poderosos por poseer algo que no les pertenece. El intento igualmente individualista de los soldados de aprovecharse de ella. ¿Por qué robar la vaquilla? Porque está en mi interés comer y que los otros no coman. Porque España es mía, y si es mía, no es de nadie más. En medio de lo paródico de los sucesos, Berlanga nos muestra la ridiculez que solapó a España en esos tres años de bruta guerra. ¿Y quién se quedó con ella? Ninguno. Al final, nadie la conquista. Con un plano secuencial, la vaquilla muere de pena y de vergüenza entre ambas trincheras. Comida para buitres, fétida y putrefacta. Solitaria. Pues la guerra, como el argumento de la película, no era para conquistar a España, era para matarla. “La enterraron por la tarde / a la hija de Juan Simón / y era Simón en el pueblo / el único enterrador”.