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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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Mank o la escritura como traición

La nueva película de David Fincher, que cuenta el proceso de realización de Ciudadano Kane (Orson Welles), puede verse en Netflix.
The New Yorker
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Mank o la escritura como traición

Por pura deformación profesional tiendo a buscar en el cine claves para comprender un poco mejor mi trabajo. (Me pasa también con la literatura, aunque me cuesta más hallar en ella resonancias genuinamente próximas a mi experiencia.) Si antes creía posible entender el mundo desde los mundos que consumía en las películas y los libros, hoy la experiencia se ha reducido a la búsqueda de respuestas para dilemas profesionales, lo cual es lamentable y, muy probablemente, una señal inequívoca de envejecimiento.

Con esto quiero justificar el absurdo de leer Mank (2020), el más reciente largometraje de David Fincher, desde un marco tan arbitrario como la escritura. No me interesa, pues, saltar al charco de la controversia crítica más amplia que ha abierto la película producida y estrenada por Netflix. Entiendo que las aguas están divididas, aunque con más abundancia en el lecho de los que reniegan del filme. Tampoco es para sacarse los pelos. Para un proyecto que cargaba con tantas expectativas desde que fue anunciado, el desencanto estaba cantado, por más que el resultado fuera impecable, que no es el caso. Se trata de una obra que, por su ambición, no podía ni puede complacer a todos. Volver a la edad de oro de Hollywood para meterse a contar la realización de Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941), uno de los títulos más canónicos de la historia del cine estatounidense y universal, es una faena no apta para cualquiera. Insisto: no había forma de salir airoso.

David Fincher no es un cineasta cualquiera, por cierto. Es una de las figuras más respetadas y respetables del Hollywood de los últimos 25 años. Suyas son cintas que, más allá de gustos y pareceres, han marcado época: Seven (1995), Fight club (1997), Zodiac (2007), The social network (2010), por mencionar las más alabadas. Aunque alejado del cine desde 2014, año en que estrenó su anterior largo (Gone girl), se mantuvo muy vigente gracias a su trabajo en series de la talla de House of cards y Mindhunter. Convertido en un activo de lujo de Netflix, su vuelta al cine era algo que iba hacer ruido, como que lo hace y lo seguirá haciendo, al menos hasta la temporada de premios de 2021.

Mank es el ambicioso proyecto de un no menos ambicioso realizador conteporáneo, llamado David Fincher, en torno al más ambicioso de los proyectos cinematográficos del Hollywood dorado que realizó el más ambicioso de los cineastas de la historia, de nombre Orson Welles. Una historia desmedida por donde se le vea. Y acaso en virtud de su prometida inaprehensibilidad, es que me he quedado con un puñado de ideas que se me antojan iluminadoras para pensar la escritura, en tanto ejercicio creativo, pero también maquinaria de entretenimiento.

Ahora cabe una precisión indispensable: aunque vendida como una reconstrucción del proceso de producción de Citizen Kane, a lo que en verdad se aboca Mank es a contar la historia de la escritura de su guion. Como retomando la polémica azuzada por la crítica Pauline Kael hace ya varias décadas, el argumento del filme de Fincher –firmado por su padre, Jack Fincher, ya muerto– suscribe la hipótesis de que el libreto fue una pieza ideada y llevada al papel por Herman J. Mankiewicz (Mank, para los amigos), quien figura en los créditos como coguionista de Ciudadano Kane, junto con Welles. Digo suscribe porque esta versión dista de la que reivindicaba el también director de Touch of Evil, quien se asumía como el autor único de ese filme considerado por muchos como el mejor de la historia. No voy a entrar al debate de si la película fue o no escrita por Welles, cosa que cuestiona Mank. Porque Ciudadano Kane es mucho más que un guion. Su grandilocuencia abreva no solo en el escrito de Mankiewicz, sino en la fotografía de Gregg Toland, en la partitura de Bernard Herrmann o en el montaje de Robert Wise… Y sobre todo, en la genialidad de su director, productor y protagonista, Orson Welles.

Del proceso de escritura de Citizen Kane me inquieta, más que su autoría, las tensiones morales que puso en juego. Eso es lo que le confiere a Mank una estatura superior a la discusión sobre sus virtudes y defectos técnicos. Esa es la dimensión que me resulta válida para pensar el acto creativo, en general, y la escritura, en particular. El guion de Fincher padre alterna la narración de la accidentada escritura del libreto encargado por Welles a Mankiewicz con flashbacks de la vida de Mank en el Hollywood de los 30 y 40, ese Hollywood gobernado por los estudios, por Louis B. Mayer e Irvin Thalberg, para los que el guionista trabajó y con quienes compartió mesas y sobremesas, aunque sin llegar a pertenecer plenamente a su casta. De sus escarceos con la crema y nata de Hollywood nacen las historias y personajes que pueblan Ciudadano Kane, cuyo protagonista, Charles Foster Kane (Welles en el filme), es una versión poco disimulada de William Randolph Hearst, el célebre magnate de los medios que puso las manos en la industria del cine, y sobre cuyo auge y caída versa, grosso modo, el filme de 1941 producido por la RKO Pictures. 

Mankiewicz (Gary Oldman en Mank) fue un invitado frecuente en las comilonas y borracheras de Hearst (Charles Dance) y de su pareja, la actriz Marion Davies (Amanda Seyfried), y es de esa proximidad que se alimentó el guion de Ciudadano Kane. Mank muestra que entre ellos, en especial entre el guionista y la actriz, hubo una relación de amistad, de ser eso posible en Hollywood. El escritor hizo parte de la fauna hollywoodense, por más que la despreciara. Trabajó en y para ella, al igual que su círculo de amistades. No es casual que introdujera a su hermano Joe (un guionista, productor y director más reconocido) a ese mundo del que finalmente fue exiliado. Hollywood fue la familia extendida de Mankiewicz. 

La traición de esos lazos familiares –esto es, afectivos– es lo que recapitula Mank. La escritura de Ciudadano Kane es el acto definitivo de traición de Mankiewicz hacia su familia extendida. Tratándose de una historia basada en hechos y personajes reales y próximos, la ficción de 1941 fue una producción temida y aborrecida por Hollywood, que sufrió el complot de la industria cinematográfica, al diseccionar sin clemencia hechos y figuras que se creían intocables. A eso se debe que Mank distribuya su metraje en contar la escritura como tal del libreto como en recrear las discusiones de su autor para defender su realización ante su entorno más cercano. Su pupilo Charles, su hermano Joe, su amiga Marion y hasta su esposa Sara desfilan en la cabaña que ocupó un maltrecho Mank mientras escribía el libreto, para pedirle que desistiera de ese proyecto suicida encomendado por el “golden boy” Welles, un forastero en Hollywood, a diferencia del guionista.

Esas tensiones morales sobre la corrección o no de llevar adelante la realización de Citizen Kane son las que resultan pertinentes para pensar la escritura y el ejercicio creativo. En una era en la que se publica casi sin mediación reflexiva alguna, dentro o fuera de los medios masivos, los dilemas que expone Mank son de una actualidad imperiosa. Consciente de que su escrito pone al descubierto algunas de las más sórdidas miserias de la industria del entretenimiento, Mankiewicz se revela con más dudas que certezas a la hora de decidir si vale la pena o no continuar con el proyecto de Ciudadano Kane. Hay en Mank un diálogo, en el que su asistente Rita (Lily Collins) le pregunta si espera que su guion sea leído por Marion Davies, y el escritor responde, con honestidad brutal, que no sabe. No menos desconcertante es la escena en que Mank y Davies almuerzan en las afueras de la cabaña, y él llega a pedirle a la mujer de Hearst que, si Ciudadano Kane llega a estrenarse, lo perdone, para obtener una respuesta proporcionalmente inversa: que si la cinta de Welles no se realiza, él la perdone a ella.

Quienes trabajamos escribiendo y publicando cosas que suelen afectar, no siempre para bien, las vidas ajenas, no solemos cuestionarnos con el rigor aconsejable sobre la pertinencia o no de ventilar cosas con poder de alterar el curso del mundo. La mayor parte de las veces no pensamos lo suficiente sobre lo que escribimos, publicamos y sus eventuales efectos. En el mejor de los casos, primero publicamos y, solo si con ello causamos más estragos de los calculados, nos tomamos la molestia de pensar sobre la sensatez de lo publicado. Medir con antelación el impacto de aquello que pretendemos publicar es algo reservado para contadas ocasiones. Se dirá que periodistas y otros escribientes menores no tenemos, a diferencia del Mank, el tiempo y las instancias suficientes para poner a prueba la validez de lo que escribimos con pretensión de publicar; lo que es cierto. Pero no menos cierto es que la meditación previa a la escritura/publicación de contenidos sobre mundos ajenos es un hábito en desuso, cuando no en vías de extinción.

No creo que sea casual que tanto Herman Mankiewicz como Jack Fincher, además de guionistas, fueran en algún momento de sus vidas periodistas, esto es, escribientes habituados a hurgar en y exhibir los costados menos halagüeños de los mundos que habitaban. Sabían del efecto pernicioso que unas palabras bien o mal puestas en un tabloide podían hacerle a otras personas, más allá del juicio sobre su merecimiento. 

Tampoco creo gratuito que el guion de Mank le dedique un empeño particular a la subtrama política de Los Ángeles en los años 30, en la que, aun fuera de campo, ocupa un lugar prominente el escritor y político Upton Sinclair, quien llegó a ser candidato a gobernador de California por el partido Demócrata. A los Fincher, padre e hijo, les interpela el papel que jugó la industria de Hollywood en la campaña electoral previa a la derrota de Sinclair. Su candidatura fue abiertamente combatida mediante una estrategia publicitaria desinformativa, montada por los estudios, que asociaba su perfil político con el socialismo soviético. No puede ser, pues, casual que Mank ventile eso que ahora llamamos, con una naturalidad pasmosa, fake news, en cuya fabricación la industria del entretenimiento ha estado involucrada desde siempre. Decía que no puede ser casual que, en la era de la posverdad y de los EEUU de –el mentiroso compulsivo– Trump, una película se haya atrevido a ajustar cuentas con la industria que la ha engendrado y que, con más o menos convicción, suele ser cómplice de las mentiras ideadas para moldear una realidad a la medida de sus prejuicios e intereses.

No quiero extenderme más de lo que ya lo he hecho. Tampoco quiero liberar a Mank del juicio crítico que exige. Lo que, en definitiva, quiero es insistir en que el nuevo filme de David Fincher es una obra imprescindible para pensar la escritura como una forma de traición. Una traición legítima e indispensable con la vida de los otros que, sin embargo, debería estar siempre precedida de un debate moral que repare en las motivaciones y los eventuales efectos de su publicación. En tiempos en que se reivindica la libertad formal y la exploración estética como los horizontes últimos de todo acto creativo, no deja de ser contestario, aun en su aparente conservadurismo, que un filme como Mank nos recuerde que eso que creamos y publicamos, a veces con la mayor de las irresponsabilidades, puede llegar a ser irreversiblemente destructivo para los otros, pero también para nosotros mismos. 

Periodista - @EspinozaSanti