Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
  • Actualizado 06:46

Una lisérgica sinfonía urbana sobre La Paz

Crítica sobre el filme boliviano ‘El gran movimiento’, de Kiro Russo, que recientemente se presentó en el Festival de Venecia.
Un fotograma de ‘El gran movimiento’, filme boliviano de Kiro Russo. SOCAVÓN
Un fotograma de ‘El gran movimiento’, filme boliviano de Kiro Russo. SOCAVÓN
Una lisérgica sinfonía urbana sobre La Paz

Un viaje alucinógeno, un tour espiritual, un recorrido metafísico, El gran movimiento es una experiencia cinematográfica en el sentido más cabal de la frase. Una película dentro de otra, una historia dentro de otra, el nuevo film del realizador boliviano de Viejo calavera hace coincidir y cruzar un par de historias como una manera de narrar una ciudad como La Paz y sus alrededores. Las vistas aéreas y las imágenes captadas desde el teleférico que la conecta con El Alto la muestran como un caldero infernal de gente, sonidos y colores, con altos edificios recién construidos conviviendo con baldíos oscuros y zonas abandonadas. Planos más cercanos describen a una ciudad agitada y un mercado lleno de gente que se mueve constantemente: ventas callejeras y reclamos sindicales, buses repletos que avanzan a bocinazos, esquivando autos, puestos, personas. Durante varios minutos la cámara de Russo y su director de fotografía Pablo Paniagua arman una sinfonía urbana vital y decadente, llena de contrastes económicos y en la que conviven, de manera incómoda pero naturalizada, una suerte de burguesía aspiracional que habita las altas torres con el ciudadano de pie que camina, sube y baja, por las calles de una de las ciudades ubicadas a mayor altura de todo el mundo.

En el caso de Elder y sus dos amigos/compañeros, el deambular por las calles de La Paz está ligado a la búsqueda de trabajo, luego de haber perdido el que tenían en la mina. Es una búsqueda un tanto sui generis, que se parece más a un tour por callejuelas, mercados, bares y antros que a otra cosa. Russo los captura muchas veces desde lejos, como pequeñas piezas que se mueven en medio del conglomerado urbano. Cuando se acerca a ellos podemos notar que Elder no está bien de salud: transpira, tose, se marea, se lo nota enfermo. Los amigos se burlan de él y lo alientan a seguir caminando, pero el tipo a duras penas puede avanzar. Elder visita una guardia médica pero allí tampoco parecen tener muy claro qué le pasa. A falta de mejores opciones, el tipo opta por beber, bailar y dejar que la ciudad se lo lleve puesto hasta la mañana siguiente en la que conocerá a Mama Pancha, una señora que dice ser su madrina (él no la recuerda, pero tampoco está en estado de recordar nada) que intentará ayudarlo a conseguir «una changa». Pero el malestar no cede.

En un momento Russo mueve la narración hacia otro lado, otra historia, otro personaje. Max es –o dice ser, nadie lo tiene claro– una especie de brujo o chamán, pero muchas de las señoras del mercado creen que, simplemente, fuma demasiadas cosas raras. El hombre, que parece vivir en un paraje alejado y boscoso, baja a la ciudad y se mezcla con la gente en el mercado, previniendo sobre algún tipo de acontecimiento por venir, alguna extraña brujería que amenaza a todos (Nota: tomando en cuenta que esto se filmó antes de la pandemia habría que empezar a tomarlo en serio al buen hombre). ¿Será eso lo que ha tomado cuerpo en Elder, la extraña dolencia que lo afecta y lo ha dejado más cerca del zombie que de los seres humanos? ¿O simplemente se trata de la altura, el cansancio, el stress y, claro, consumos de alcohol y otros brebajes?