Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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La lengua de la muerte

Una reseña de Tierra fresca de su tumba, la más reciente colección de cuentos de la escritora boliviana Giovanna Rivero, cuya segunda edición boliviana acaba de ser lanzada por El Cuervo, en la Feria del Libro de Santa Cruz. El volumen ha sido también editado en Argentina y España, se ha traducido al portugués en Brasil y está en curso su traducción al inglés.
Portada de la segunda edición de ‘Tierra fresca de su tumba’, libro de cuentos de Giovanna Rivero. EL CUERVO
Portada de la segunda edición de ‘Tierra fresca de su tumba’, libro de cuentos de Giovanna Rivero. EL CUERVO
La lengua de la muerte

Bajo tierra. En el océano. En las entrañas. Suspendidos en el aire. Perdidos en la maleza del monte. Poblando sueños. Deambulando en la memoria. Cubiertos por una fina capa de nieve. A todos esos lugares van a parar los muertos que pululan en los seis cuentos de Tierra fresca de su tumba, el más reciente libro de la escritora boliviana Giovanna Rivero (Montero, Santa Cruz, 1972).

Publicado en Bolivia por Editorial El Cuervo, este volumen de cuentos viene abriéndose cancha en distintas partes de Iberoamérica, como no había ocurrido hasta ahora con la obra de Rivero, por más de que ya lo mereciera desde hace tiempo. La autora montereña es una de las voces esenciales de la narrativa boliviana contemporánea y una figura en ascenso en la literatura sudamericana abanderada por mujeres. Desde la novela (98 segundos sin sombra/2014) y, sobre todo, el cuento (Para comerte mejor/2016; Tukson, historias colaterales/2008), viene construyendo una obra que explora la colisión de mundos fantásticos con criaturas no del todo domesticadas por la modernidad, ancladas en imaginarios locales e indígenas. La potencia de su cuentística no solo la ha colocado en un lugar de privilegio entre otros narradores bolivianos actuales, como Edmundo Paz Soldán, Liliana Colanzi, Rodrigo Hasbún o Maximiliano Barrientos, sino que la ha vuelto un nombre recurrente en el canon de la narrativa sudamericana contemporánea, a lado de Mariana Enriquez, Mónica Ojeda, Samanta Schweblin o Alejandra Costamagna, entre tantas otras (más que otros). La cotización en alza de su trabajo explica que Tierra fresca de su tumba haya ha sido también publicado por Editorial Marciana de Argentina y por Candaya en España, además de haberse traducido al portugués gracias a la editora brasileña Incompleta y de estar ya en marcha su traducción al inglés a cargo de Charco Press (Escocia-Estados Unidos).

Los sitios de destino de los muertos son un motivo esencial en el texto. El título del libro los invoca y los reúne en una sola palabra: tumba. La tumba como (¿último?) hogar de la carne. La tumba como antesala del infierno. La tumba como confidente muda de los pecados de los vivos. La tumba como fuente infinita de historias. Todas son posibilidades que germinan y florecen en la “tierra fresca” que completa el nombre del volumen.

En “La mansedumbre”, el cuento que abre el libro, la historia de una joven menonita que ha sido violada por un hombre de su comunidad en Santa Cruz, la tumba pertenece inexorablemente a la tierra de la que vive la familia de la protagonista. En “Pez, tortuga, buitre”, sobre el naufragio de dos pescadores, la única tumba posible es el mar al que Amador echa el cuerpo de Elías. En “Socorro”, que va de la visita de una mujer y su familia estadounidense a su madre y su tía en Santa Cruz, sobrevuela la memoria de Lucas, “el ahorcadito”, el primo que llegó a la muerte sin tocar el suelo, “levitando”. En “Hermano ciervo”, el último texto, en torno a una pareja de bolivianos que sobrevive en Estados Unidos gracias a los experimentos farmacéuticos a los que se somete el hombre, el único ser sin vida es un ciervo que se descompone afuera del departamento de los protagonistas, a la espera de que la nieve lo desaparezca de la tierra.

Estas y otras muertes que se narran en los cuentos no ocupan, en sentido estricto, el centro de los relatos de Rivero, sino que los atraviesan y, a su paso, jalan a los personajes que corren unas veces para perseguir la fatalidad, otras para escapar de ella. En “Cuando llueve parece humano”, la anciana señora Keiko, hija de migrantes japoneses en Santa Cruz, huye de la muerte, no tanto de la propia como de las que atormentan sus recuerdos familiares. En “Piel de asno”, un relato sobre dos chicos bolivianos huérfanos criados por su tía francesa en la parte francófona de Canadá, Nadine y Dani viven casi cautivos por el accidente vial en el que perecieron sus padres e intuyen que solo la búsqueda de otras muertes podrá liberarlos.

Si las muertes y sus tumbas funcionan como motores narrativos, la tierra cumple un papel fundamental en la caracterización de los personajes vivos y en la deriva de sus acciones. La tierra no en tanto materia, sino como espacio de origen y de destino. Los personajes de los cuentos comparten una condición de extranjería que determina su relación con los vivos y los muertos. En “La mansedumbre” y “Cuando llueve parece humano”, las protagonistas son descendientes directas de comunidades venidas de lejos -menonitas y japonesas- a Bolivia, donde sienten el peso de sus identidades dislocadas, de saber que no pertenecen plenamente al lugar que habitan. En “Socorro”, “Piel de asno” y “Hermano ciervo”, las protagonistas -mujeres como la escritora- enfrentan experiencias análogas, salvo que se trata de migrantes bolivianas –como la escritora- “atrapadas” en EEUU y Canadá, donde, aun viviendo de forma voluntaria, no dejan de percibirse extrañas.

El estado de extrañeza ante la tierra se acentúa por la presencia de personajes indígenas en varios de los cuentos. Como un albañil quechua (“La mansedumbre”), una niña chiquitana (“Cuando llueve parece humano”), artesanos guaranís (“Socorro”) o criadores de caballos métis (“Piel de asno”), los indígenas -bolivianos o no- empujan a los personajes de Tierra fresca de su tumba a situaciones límite que no siempre comprenden (enterrar a un hombre a manera de sacrificio a la Madre Tierra, dejar que una mujer se coma el barro donde yace una niña envenenada), pero que transforman sus formas de enfrentar la vida y la muerte. 

En los territorios extraños y umbríos que enhebra Rivero para sus personajes, la vida se antoja como un idioma impenetrable, que no puede ser decodificado y solo depara incertidumbre. De ahí que la única lengua franca en la que hallan un atisbo de comunicación, o el único espacio común en el que cabe la comprensión, sea la muerte, la tierra fresca que cobija a sus muertos, los muertos que les precedieron, los muertos que serán.

Periodista - @EspinozaSanti