Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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La palabra vacía

La autora hace un análisis sobre el uso de la palabra durante la actual crisis política que vive el país.

Frankie Sinclair.
Frankie Sinclair.
La palabra vacía

A lo largo de su vida la mayoría de los poetas no han utilizado tantas palabras majestuosas como las que has apiñado en tres cortos poemas. “Patria”, “verdad”, “libertad”, “justicia”. Ese tipo de palabras no deben tomarse a la ligera. Sangre de verdad las recorre y la tinta no puede reemplazarla.

Wislawa Szymborska

Hay un ejercicio de análisis que se usa en estudios de arte performance para observar el posible valor de un acto; se trata de un par de preguntas: ¿Por qué aquí? ¿Por qué ahora?

La enunciación es un acto. En Bolivia, en las últimas semanas, muchas cosas han sido dichas. Se han repetido eslóganes como mantras. Consignas como estribillos. Oraciones como conjuros. Opiniones como hechos. Amenazas como promesas.

Todo ello ha decantado, de alguna forma, en los espacios de comunicación horizontal y no solo hablo de los medios digitales, sino de, por ejemplo, conversaciones entre amigos, reuniones con vecinos y cabildos. Así, se han creado hashtags, memes, cadenas de Whatsapp, canciones, posts, videos, fotos, cómics, discursos, tweets, historias de Instagram, carteles y cartas. Todas esas producciones ad hoc se hicieron en la urgencia de no perder el momentum político que emergió de las viciadas elecciones presidenciales.

Lo que tienen tales producciones urgentes en común es un corto lapso entre el impulso creativo y la forma final. No me malinterpreten; yo soy fan de la horizontalidad y del acceso a herramientas de comunicación no mediadas por grupos editoriales, equipos de trabajo o, qué se yo, profundidad histórica. La creatividad funciona esencialmente por no suscribirse a modelos de “hacer las cosas”.

Precisamente por ese rasgo transgresor, creo que no corresponde inspeccionar la cualidad de verdad en todos esos productos ya que, por un lado, la verdad no existe y, por otro, me importa más el efecto que tuvo ese frenesí: con toda esa urgencia de decir cosas para mostrarlas, denunciarlas, defenderlas y atacarlas, no se ha conseguido una definición de nada, sino, más bien, una hiperinflación de la palabra y de los signos. Ya no sé, por ejemplo, a qué se refiere la gente cuando dice “democracia”.

La inflación a la que me refiero afecta a mis propias palabras; creo que mi opinión está de más y por eso, en realidad, estoy haciendo un rodeo a la situación boliviana y no tratando de argumentar causas o consecuencias. Supongo que, en este momento y este lugar, considero más saludable para mí cerrar la boca y reconocer que seguimos y probablemente seguiremos tosiendo entre esta polvareda que, apenas empieza a asentarse, se levanta de nuevo. Sacudón tras sacudón. Y alguien grita apuntando el sacudón. Y otro grita que el sacudón no está ahí, sino allá. Y un tercero dice: “¡Eh! Aquí hay un sacudón más importante”. Y varios corren a verlo, levantando así más polvo.

El valor comunicativo -relevancia, interés, actualidad, resistencia, subversividad- del acto de enunciación tiene que ver con aquellas preguntas del inicio, y cada una apunta a dimensiones complejas: “¿Por qué aquí?” puede remitirnos a pensar en el medio en el que nos expresamos (esta o esa revista, mi muro de Facebook o la pared de la alcaldía), o en el lugar geográfico (hablo  mientras estoy en la ciudad o fuera de la ciudad o no aclaro desde qué ciudad me pronuncio) o en la situación (escribo en una cómoda biblioteca o grito en una plaza). Cada posible circunstancia tiene un peso específico. Lo mismo si hablamos de “¿Por qué ahora?”: ¿Por qué hablar de un periodo pasado (la década de los ochenta, la colonia, el día de las elecciones, la semana anterior) en este momento? ¿Por qué imaginar el futuro? ¿De qué herramientas disponemos actualmente para darle forma a uno (pasado) y otro (futuro)? ¿Podemos hablar del presente tan pronto? ¿No necesitamos cierta distancia? ¿Esperar esa distancia es cobardía? ¿Prudencia?

Lo que creo que ha producido el vacío de sentido de las palabras no ha sido su uso excesivo o un desgaste, sino su conversión a objeto cuantificable. La repetición de ideas solo por su “cuerpo”; solo por generar visibilidad y masividad. La repetición de ideas para conquistar territorio en redes sociales, respondiendo con fórmulas sordas a cada intervención que no se parezca a las propias opiniones.

La palabra repetida, usada en todo lado y a cada rato, como si diera igual en qué lugares y en qué momentos, fue despojada de su poder real. Fue objetualizada por quien no se interesa por la humanidad que contiene el signo. Por quien se conforma con oír su propio eco. Por quien no ve necesario dejar el laberinto de espejos en el que se siente a salvo de la intemperie. Si supiera -aunque sabe- que afuera están los otros, ¿podría darse cuenta de eso y acercarse a conversar?

Escritora