Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
  • Actualizado 00:00

La muerte alegre

Descripción histórica y cultural sobre las maneras de recordar a los muertos en Bolivia y México. Al mismo tiempo, la autora hace una comparación entre las tradiciones de la dos regiones.
La muerte alegre


La muerte puede ser alegre. No es el negro el único color que la distingue. Un magenta puede recordar a la abuela, el turquesa habla de esos jóvenes accidentados y el simpático sombrero borsalino retrata a la caserita.

Era una mañana de luz, de ese tránsito tan original desde la tímida primavera al verano azulado que tanto distingue a la geografía andina, en el oeste de Bolivia. Especialmente La Paz ofrece tres meses con el Illimani de blanco purísimo, rodeado de violetas y azules.

Era el día escogido para visitar el Cementerio General de La Paz, poco antes de partir a México para participar en el Desfile de las Catrinas.

Noviembre es el mes de las primeras siembras porque empiezan también los aguaceros lavando la tierra y preparando los campos para abrir surcos. Adiós al frío invernal y bienvenidas chirimoyas, damascos y duraznos, ciruelas, guindas y frutillas, paltas y membrillos.

Es también el mes de los muertos, los difuntos que retornan desde el atardecer del primero de noviembre hasta el mediodía del dos, reclamando sus platillos preferidos, ají de arvejas, lechón al horno, sopa de maní, bizcochos dulces, panecillos en forma de criaturas recién nacidas, pastillas de almíbar teñido de rosado, cañas de azúcar con jugos tibios para aliviar su cansado paseo.

Dicen que, en la mayoría de las culturas, en el norte y en el sur, en el este y en el oeste, los vivos dedican unas horas a los muertos en esa misma fecha. Noviembre, el mes de los escorpiones. Extraña coincidencia.



México y Bolivia el Día de los Muertos

En América Latina, los descendientes de los aimaras y quechuas en la Bolivia actual y los descendientes de los aztecas y mayas en el México actual son los pueblos más preocupados por alegrar a sus muertos. Un espacio donde además se recuerda o reproduce una cosmovisión, a las antiguas deidades y los cultos al agua, al fuego, a las entrañas de la tierra, al cielo.

En Bolivia, las familias visitan los cementerios desde fines de octubre hasta formar romerías multitudinarias el 2 de noviembre. Preparan altares con diferentes objetos simbólicos que cumplen roles para acompañar a las almas de los fallecidos en los últimos tres años que visitarán a sus deudos: el arco de las cañahuecas; el caballo para ayudarles a transitar; las flores amarillas y blancas; las frutas jugosas, los panes de diferente forma; las tanta wawas con mascarillas de yeso; las guirnaldas de papel lila, coca, agua, escaleras de pan.

Aunque la celebración de Todos Santos y del Día de Difuntos es parte del calendario católico está emparentada con rituales del ciclo agrícola andino y con el culto a los muertos de las culturas precolombinas.

El alma, el “ajayu” es el aliento que une el cuerpo y el espíritu y es la presencia también de los poderes inmateriales y de la muerte. Los humos para tranquilizar al “ajayu” en los recién nacidos son tan importantes como las formas para recibir a los muertos.

En el área rural se preparan altares en las casas donde hubo un fallecido reciente pero también en los cementerios, donde la familia doliente invita panes, frutas, platillos populares y paga a lloronas o a cantores especiales. Últimamente también se contrata a grupos musicales más grandes, inclusive mariachis.

Desde fines del siglo pasado, salió de la clandestinidad para ocupar titulares un culto específico a cráneos que se encuentran en tumbas abandonadas o en cementerios clandestinos. El paseo de las “ñatitas” adquirió más visibilidad que los altares porque cada 8 de noviembre los devotos acuden con sus calaveras adornadas de flores y ropitas primorosas al Cementerio General de La Paz para hacerlas bendecir.

En México, las ciudades más influidas por culturas nativas se transforman en paseos con calacas y ofrendas dedicadas a muertos recientes, a figuras emblemáticas de la cultura como pintores o escritores.

La flor preferida es la “cempasúchil” (tagete, similar a la rosa pascua tarijeña) de aroma poco agradable, pero con los tonos amarillos y anaranjados del sol al amanecer, aunque también se usa la del amaranto y la nube.

Los altares representan varios pisos (de tres a siete) relacionados al inframundo, la tierra, el paraíso y contienen objetos – vestimenta- del muerto; calaveras de dulce colorido; se colocan platillos con comidas tradicionales con base en calabaza o maíz; cacao, frijoles, naranjas y otras frutas, pan de difuntos, velas de diferentes tamaños; a veces monedas, fotografías, bebidas alcohólicas como tequila o pulque, vasijas con agua, figuras de santos patrones y cruces simples o muy elaboradas, inciensos, y otros adornos. Todo enmarcado con papeles de colores con dibujos en origami.

El festejo se inicia una semana antes con el desfile y la instalación de los grandes altares públicos y continúa varios días como una gran feria popular. Hombres pintados como esqueletos, mujeres con alegres calaveras y niños gozando de la muerte disfrazada son características de esta imperdible fiesta de sincretismo náhuatl hispano. Izcuintle es el compañero para cruzar el río d ellos muertos, Chiconauhuapan.

Es mundialmente famosa la “catrina”, la mujer calavera diseñada por José Guadalupe Pozada, desde hace más de un siglo, aunque la original es parte de una leyenda popular, la Calavera Garbancera, relacionada con personas que querían desconocer su mestizaje para pasar por europeos. Se convirtió en una burla de la alta oligarquía mexicana anterior a la Revolución Mexicana y posteriormente en símbolo de la muerte, pero una muerte que baila y se burla de ella misma. Al mismo tiempo se relaciona con la idea de que los muertos son nuestras raíces, nuestra identidad.

Diego Rivera le dio color al grabado de Pozada y su esposa Frida Khalo se ocupó de preparar minuciosos altares para los difuntos. Por eso el 2 de noviembre los altares en los museos dedicados a estos artistas son los más famosos de la ciudad y visitados por millares de turistas. Hay que sacar cupo con meses de anticipación.



Calles, cementerios públicos y privados

En México los festejos más importantes son en las calles, sobre todo las más céntricas y en las plazas principales. En la capital, el Zócalo alberga el desfile más notable y los altares más grandes preparados con alguna temática. En 2018 estuvieron destinados a los migrantes, sobre todo mujeres y niños que arriesgan la vida buscando mejores días en el norte del continente. No faltó el recuerdo al gran éxodo de los españoles republicanos hacía México después de la Guerra Civil (1936-1939).

En La Paz, el Gobierno Autónomo Municipal confió en un joven servidor público, Ariel Conitzer para ordenar el viejo cementerio fundado en 1826 en 92 mil metros cuadrados y que alberga a 120 mil nichos; con archivos accesibles y personal atento para volver las visitas en paseos turísticos o de enseñanza para colegiales y estudiantes. Es hermoso caminar por el camposanto lleno de mausoleos dedicados a poetas, héroes y mártires, patriotas y amantes.

Desde hace una década se realiza un paseo nocturno a fines de octubre que motiva a miles de jóvenes a participar en las dramatizaciones que preparan artistas locales.

Hace dos años se dio la idea de prestar los enormes pabellones para murales realizados por los nuevos colectivos de pintores. El Encuentro de Arte Urbano “Ñatintas” elaboró una veintena de obras “dándole color a la muerte”. “Perrosueltos” logró reunir a artistas bolivianos, colombianos, chilenos, brasileños y argentinos como el famoso TeKas.

Este 2018 fue extraordinario el resultado. Algunas personas no creían que las fotografías fuesen del cementerio paceño. Hay grandes obras dedicadas a la chola paceña, a los deudos, a escritores emblemáticos, a la naturaleza; todo colorido y de buen gusto.

En cambio, el cementerio privado más cotizado, el Cementerio Jardín muestra un creciente deterioro, sobre todo en algunos sectores. Son varios años donde el lodo invade las tumbas, es difícil transitar por los pasillos. En algunos momentos muy críticos faltaron incluso los baldes para acarrear agua.

Todos los cementerios intentan mejorarse cada noviembre, pero el Cementerio Jardín no logra superar los destrozos de cada época de lluvia. El terreno presenta hundimiento y luce desprolijo.

A diferencia del cementerio público, los cementerios privados no ofrecen espacios para las tradiciones ni para propuestas culturales.

Periodista- [email protected]