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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Jaime

El vocalista y compositor orureño, fundador de Savia Nueva, Jaime Junaro.  ARCHIVO
El vocalista y compositor orureño, fundador de Savia Nueva, Jaime Junaro. ARCHIVO

Cuando comencé a recordar algunos momentos para escribir esta despedida, el primero que me vino a la mente fue la vez que, en Cochabamba, luego de una larga noche de guitarras, singanis y trancapechos, el Darío Antezana (hijo de Gíldaro, amante de las peleas de gallos) nos llevó a una riña emplumada, convenciéndonos con que íbamos a comer un chicharrón, un inocente y telúrico chicharrón. 

Luego de la primera pelea el Jaime y yo, con los ojos como huevos, escandalizados de ver tanta sangre, ya no queríamos comer nada y mejor comenzamos a beber de nuevo, hasta olvidarnos de ese y de otros asuntos. Ya no recuerdo ni cómo nos despedimos, pero sí recuerdo que esos días descubrí con horror que los cochabambinos comían esa especie de sandwich/Godzilla con arroz, lo cual hasta ahora me parece inconcebible, pero Cochabamba es una ciudad inconcebible.

Luego de algunos años, nos volvimos a encontrar en una cantina de Sucre, y recordamos esa mañana gallera, pero también y sobre todo recordamos Quito, los amigos comunes, la vez que se agarró con mi hermano en una lucha de sumo, porque no le quería dar la llave del carro en la madrugada, la memoria de mi padre, los paisajes de la vida, en fin, lo ganado y lo perdido.

Muchas veces la familiaridad te hace perder la perspectiva. Lo inmenso del legado de una persona puede llegar a desvanecerse por su cercanía, algo así me pasaba con Jaime. 

Ahora que se ha ido, recupero la dimensión de su trabajo, lo que su voz y su canto puso en cada uno de nosotros. Nosotros somos nosotros, un poco o mucho, porque crecimos escuchando Savia Nueva, porque nos emocionamos con la posibilidad de la  belleza, la nobleza, la solidaridad, y el amor en sus canciones y su milagrosa poesía. 

Y nada de eso hubiera sido posible, sin la mediación de una voz como la del Bote (como también lo llamaban sus amigos más cercanos), una voz que llevó a otra dimensión las canciones de Manuel Capela (Canción por un continente, Los caballitos del río), la poesía de Violeta Luna y Nicolás Guillen (Con esta mano fría, La guitarra), las coplas para la pascua, las canciones combativas del César (Los mineros volveremos) y sus colaboraciones épicas con Luis Rico (Cantata a Juana Azurduy y Simón Bolívar), y, como no, sus propias canciones, precisas, sencillas, conmovedoras (Quiero ser libre contigo). 

Yo conocí a Jaime en varias etapas de mi vida, y así aprendí a re/conocerlo. 

Antes de que acabe el día, quiero decirte lo siguiente: no hubo ni habrá una voz como la tuya, que era como un corcel que atravesaba la noche y el día, que era relámpago y cielo abierto, que era acequia, río, océano, Chimborazo. Fuiste la voz que abrazó las grandes utopías de mi generación, a saber, la de una Latinoamérica unida, la de mejores días para los más oprimidos, y el amor, el amor simple y sencillo que en tu canto abría sus alas y nos iluminaba conmovedoramente, estremeciéndonos la sangre. 

Querido Gordo, te despido con la sonrisa de aquel niño que conociste en Quito, cuando en alguna mañana del exilio llegaste a la casa de mi padre, junto al César y al Carlos López, y yo no sabía todo lo que ibas a regalarme, todo lo que ibas a hacerme sentir, todo lo que tu música iba a construir en mi alma. Gordo, desde la mitad del mundo, desde la Latitud 0 del silencio, te despido, como despedimos las cosas que fueron ciertas. 

Descansa, maestro, deja tu alma volar.