Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 18:25

La importancia de la filosofía

“¿Por qué nos importa una filosofía?, es la pregunta, un interrogante que no se responde con la declaración de que es importante por el peso de sus ideas y la verdad que trasmite”
La importancia de la filosofía. IRENE DE PABLO
La importancia de la filosofía. IRENE DE PABLO
La importancia de la filosofía

Contar ideas. Hablo de un género poco transitado. Desconocido quizás. El arte de contar ideas. Pertenece al género del cuento de un modo similar a lo definido por George Steiner como ¨experiencia de lectura¨. No se trata de comentar textos, verbo que designa una generalidad vacía de contenido. Ni de resumir el pensamiento de filósofos, eso que hacen los manuales de filosofía que jibarizan un pensamiento hasta disecarlo y sepultarlo. 

Contar ideas es un arte difícil. Un buen profesor de filosofía es un buen contador de ideas. Un mal profesor de filosofía lee los textos de referencia en clase. El contador de ideas estudia a los filósofos, los digiere, los metaboliza, los asocia con imágenes propias, y se las cuenta a otro. Este otro puede no tener conocimientos de filosofía, sin por eso dejar de ser una persona curiosa e inquieta, deseosa de aprender. Son los mejores interlocutores para el contador de ideas. Mejor decir ¨cuentista¨ para así despegarlo de la contaduría administrativa.

Quien cuenta ideas no simplifica. No se trata de bajar de nivel. Ni de vulgarizar. Sino de saber narrar conceptos, ideas, teorías filosóficas. Para llevarlo a cabo el narrador de ideas debe tener una sensibilidad versátil. Su talento de ninguna manera se restringe a una virtud analítica que funciona como una matriz para entender el discurso filosófico. Los filósofos tienen su propio lenguaje, y adscriben a múltiples modelos. Lo que no impide que quien aspira a leer un texto de filosofía espere una escritura diagramada de acuerdo a un estilo dominante.  Desde la tradición griega se estipuló que los filósofos deben ser sistemáticos, que el argumento o la proposición es la unidad semántica con la que se debe escribir y trasmitir el conocimiento, que la filosofía tiene el propósito no sólo de producir conocimientos sino de alcanzar el objetivo máximo que es la verdad, que se llega a la cima del saber con un escritura saturada de mediaciones, sin restos, habiendo superado teorías de filósofos anteriores en las que se develan contradicciones e insuficiencias. La batalla cultural se dirime así en los Tratados, las Sumas, los Sistemas, con el objetivo de que un filósofo convenza con la fuerza argumental autosustentable.

Sin embargo, en la historia de la filosofía las excepciones a esta regla son numerosas y contemporáneas al método de exposición del modelo clásico. Platón escribe diálogos en los que la forma literaria es dominante respecto de la estructura silogística. Sócrates se la ingenia para no parecer un sofista, pero no deja de ser gracias al extraordinario narrador que es Platón, un sofista superior, un encantador de serpientes, un artista del verbo.

Lo seguimos en sus frases en las que enumera los prejuicios que hay que descartar para saber qué es el coraje, lo que es la justicia, el bien o el amor, y disfrutamos de sus ideas sin por eso ser platónicos. Hace trampas. Si los cristianos paulinos crearon el platonismo para el pueblo y los escolásticos usaron a Aristóteles para establecer ex nihilo a un Dios creador como un motor inmóvil, o un Intelecto distante y supremo, si los filósofos del siglo XVII reelaboraron la idea de sustancia, ninguno de estos desplazamientos o transferencias podemos adjudicarle a la responsabilidad de los griegos, sino a un funcionamiento de la filosofía como una dinámica de autofagia reproductiva.

A la necesidad de orden que impera en la pulsión filosófica, se le opone la voluntad de demolición que libere al pensamiento de sujeciones formales. Séneca, Agustín, Maquiavelo, Montaigne, Rousseau, Voltaire, Emerson, Kierkegaard, Nietzsche, sólo son algunos entre los filósofos que han inventado su propia expresión filosófica en el diálogo, el poema, el ensayo, las confesiones, los aforismos, la conversación, la fábula, el panfleto.

Deleuze decía que hay dos tipos de filosofía, la edificante y la sísmica. El cuentista de ideas no adscribe a ninguna de estas tendencias. Pretende contar las ideas edificantes como las sísmicas como aquellas que fluyen sin los contornos ni las aristas de una arquitectura inapelable ni de un caos ininteligible.

Es cierto que puede haber filosofías más fáciles de contar que otras, Descartes menos proclive a ser narrado que Kierkeggard, Leibniz que Rousseau, Kant que Nietzsche, pero es una apariencia. En ambos casos contar es difícil, y lo es mucho más si se quiere abarcar una obra completa.

Un filósofo puede haber escrito una obra de quince tomos o más, sus inéditos y póstumos pueden superar la obra publicada, si el cuentista quiere abarcarlo todo no sólo de un filósofo sino de varios, si pretende agotar decenas de tomos de un lenguaje meticuloso, obsesivo en los detalles, y detenerse en cada ladrillo de un rascacielos lebniziano, hegeliano o husserliano, no sólo no le alcanzará la vida sino que se la arruinará. La historia de la filosofía en el caso de exigir la misión de la completud y de la erudición saturada, sería un campo sembrado de cadáveres de lectores con pupilas secas. Los filósofos satisfechos no harían más que recorrer con su sonrisa de señorío los efectos letales de su disciplina. “Mirad a cuántos lectores les he disecado los ojos!” dirá el musculoso escribidor de ideas a sus colegas en el paraíso borgiano de la biblioteca infinita.

Para el aficionado a la filosofía, me refiero al individuo que encuentra en la filosofía una razón de hacer interesante su vida sin pagar el precio del cadalso, los filósofos son interesantes por algo, no por todo, tampoco por partes, sino por algo. Hay algo en ellos que nos llama como la sirena a Ulises, un canto o una melodía que atrae y abre las compuertas de lo ya sabido o de lo creído, algo nuevo, impensado por nosotros y pensado por otro.

Este “algo” no es evidente. Daré ejemplos. De Platón me interesa la tensión en la disputa, la velocidad de su prosa y la irreverencia; de Aristóteles su decisión de que el sabio no se mide por la sabiduría majestuosa sino por el trabajo de campo, por entender el teatro como catarsis y por hablar del asombro; de Agustín el libro XIV de la Ciudad de Dios en la que explica las consecuencias escatológicas de la erección del miembro viril y del pedo; de Hegel su maravilloso relato del Amo y del Esclavo, y así hasta con cada uno de los filósofos que habita mi biblioteca hasta Foucault. Estoy atento a que en el filósofo haya un algo que nos despierta un interés que nos compromete y encanta. De Kierkegaard me basta la historia del sacrificio de Isaac, y de Nietzsche un par de libros en los que se declara la guerra a sí mismo.

Por supuesto que el encanto de una filosofía n se limita a un par de escenas fascinantes, pero hay que sacarse de encima el fardo de la obra completa y pretender dar cuenta del contenido de la totalidad de una filosofía. ¿Por qué el género cuento? Porque es el arte de la intriga, y el pensamiento filosófico es una maraña de intrigas.

Quien cuenta las ideas, no el que da cuenta de ellas, sino el que hace con ellas un cuento, trasmite su interés por una filosofía, marca su posición y decisión del porqué hay que destacar ciertas ideas de una filosofía, no lo hace de acuerdo a su importancia histórica o universal, sino por el hecho de que al narrador le importan. ¿Por qué nos importa una filosofía?, es la pregunta, un interrogante que no se responde con la declaración de que es importante por el peso de sus ideas y la verdad que trasmite. La filosofía no es importante, nosotros lo somos.