Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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El gran movimiento hacia la tierra

El gran movimiento hacia la tierra

No todo es ruido de la ciudad, no todo es ritmo trepidante o bocinas de autos o bullicio en los edificios o gente que trabaja o marañas de cables trepadas a los postes de luz. En la película El gran movimiento (2022) del director boliviano Kiro Russo hay también un primer plano delicado e íntimo, cercano: las manos sucias de un hombre solo en un bosque que arma un pequeño atado de hierbas pequeñas, ramas chicas con hojas y florecillas, unas retamas; pequeñas perlas amarillas. Las recoge, las reúne recitando, con una voz grave, una letanía de brujo. Profetizando la destrucción de la ciudad, su ruido, su ritmo, su bullicio, su gente trabajando. 

La ciudad como una máquina bestial avanza, imparable, al encuentro del bosque, de las plantas y de la tierra. Unos planos se estrellan contra otros dando como resultado emociones inesperadas en el espectador y un universo extraño. Es cine puro; montaje puro. Montaje ruso, tal como lo inventó y lo aplicó el cineasta Sergei Einsenstein casi cien años atrás. Un plano junto a otro plano, en su sucesión y confrontación, generan las principales emociones en el espectador. En el cine uno más uno siempre es tres. Russo apuesta sin miedo a la nostalgia por este principio del montaje y reconfigura la idea de la tierra como nación y de la ciudad como espacio de la enfermedad 

A la ciudad ha llegado Elder (Julio César Ticona) con sus dos amigos luego de una extenuante caminata de varios días junto a una marcha de mineros. Los tres jóvenes mineros se han quedado sin trabajo, como muchos, y han migrado a la gran urbe de La Paz. A medida que pasan los días Elder trabaja, toma alcohol y se enferma. Se sofoca, tose, todo parece indicar que tiene la enfermedad de las minas que cava los pulmones. Pero no, es algo más. La ciudad lo ha enfermado. Y va ser el brujo Max (Max Bautista Uchazara), el hombre que ordena las matas, corta retamas, vive en el bosque y duerme en un hueco en la tierra, quién se ocupará del joven. 

Elder es parte del “pueblo enfermo” que no puede, o no quiere, cumplir con su destino de minero. No puede responder a lo que ha heredado de su familia, del país, del proyecto de nación. Esta especie de renuncia acusada por todo su cuerpo, esta especie de infidelidad a su herencia, es lo que se ha metido en él. La tierra como destino de explotación del mineral, de la riqueza y del desarrollo del país (ni siquiera la de él) se pone en juicio y se contrapone, en un manejo magistral e imaginativo del montaje, a la idea de la tierra como el lugar de la sanación, de la magia y de los sin cuerpo para el trabajo, de fantasmas. 

En la teoría del montaje ruso (no es casual el estremecedor homenaje de la película a El hombre de la Cámara (1929) de Dziga Vértov) la sucesión de los planos funciona como generador de nuevos brotes, nuevas ramas y sentidos. Se asemeja a un proceso germinativo que se genera por el encuentro entre los planos, a veces violento, a veces rítmico, a veces tonal, a veces armónico, a veces intelectual pero siempre en movimiento, como la naturaleza. Cuando Max, en una escena, pasa retamas y otras hierbas por el pecho agitado de Elder o las pone en el brazo de su adolorida madrina está invocando una sabiduría superior. Las plantas absorben la luz o la sabia, esa es su naturaleza. Así se alimentan y viven. Max entiende esta lógica, se acerca al umbral vegetal y acude a él para absorber la ciudad de esos cuerpos cansados, sobreexplotados y enfermos y llevarlos a un estado de vida. Max consuma, como el montaje, un proceso germinativo.

El gran movimiento es el cine siendo cine.