Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
  • Actualizado 19:28

Gil Imaná y el pintor que hizo de la aridez del altiplano una mujer

Un análisis de las obras más difundidas y reconocidas del artista sucrense, recordándolo después de su muerte, el pasado jueves. 
El pintor muralista boliviano Gil Imaná Garrón.     PEDRO QUEREJAZU
El pintor muralista boliviano Gil Imaná Garrón. PEDRO QUEREJAZU
Gil Imaná y el pintor que hizo de la aridez del altiplano una mujer

La imagen más recurrente con la que se asocia al mentado artista plástico sucrense Gil Imaná (1933-2021) es tal vez su personaje de una anciana, producto de una serie de oleos al lienzo, producidas a finales de la década del 70. En esa mujer se evidencia un paso del tiempo que ha dejado huella: un pelo canoso, desteñido, no muy distinto a la paja; en la cara, unos profundos surcos en forma de arrugas que marcan líneas en todo el rostro; las manos, largas, delgadas y esqueléticas, testimoniando un intenso trabajo manual. Toda esta figura de la anciana de Imaná anda cubierta en aguayos, siempre en forma de cruz escalonada, para poder protegerse del frío. 

Otro tema insistente en la obra de Imaná es el paisaje altiplánico, tomado en cuenta ya por historiadores y críticos. “Una visión cósmica y de las montañas, la planicie, los animales y los caseríos, en su visión de detalle; pero siempre el altiplano”, escribe Pedro Querejazu en “Pintura en Bolivia en el siglo XX”. Lo cierto es que estas dos imágenes frecuentes son asociativas: es la mujer anciana una encarnación del altiplano, una muestra de la soledad y angustia que provocan las alturas de las montañas; pero al mismo tiempo de ancestralismo y culturas milenarias que perviven y son representadas en el ropaje de estas mujeres, aludiendo, con su esquema, a la cruz andina. 

Este postulado adquiere mayor fuerza cuando se revisan otros conceptos de la pintura de Imaná, principalmente el de su insistencia en la relación materno-filial. Casi siempre la figura de la anciana está acompañada de un niño pequeño, un bebe en sus brazos: es el altiplano, la Pacha arropando a su hijo, que no es otro aquel que ha nacido en aquellas tierras áridas, ocres y marcado de por vida por la fuerte e inevitable presencia mística y ancestral de los andes.

Se perdería mucho del talento del artista sucrense si uno se queda solo con estas pinturas que han sido, muy probablemente, las más difundidas. Gil Imaná pasó por muchas temáticas y estilos en sus más de 70 años de carrera artística, siempre cuidando la fractura plástica. En sus comienzos, en la década del 50 y 60, prevaleció un contenido crítico-social y reivindicativo, fiel a los pintores sociales de la Generación del 52 que trataban de materializar y perpetuar el espíritu de la época, de esos años son las obras “Ternura” (1957), donde ya se puede ver la fijación en la relación madre-hijo” y “Prisionero” (1960). Los cuadros más representativos del personaje de su anciana, descrito en los anteriores párrafos, son “Mujer” (1970), “Tiempo de soledades” (1977) o “Todo quería ser” (1987); los dos últimos en colecciones particulares y el primero parte del catálogo del Museo Tambo Quirquincho de La Paz.

Imaná alcanzó después un mayor nivel de figuras estilizadas, con más soltura en el trazo libre, pero aún con las figuras de la mujer indígena y el hijo en los brazos con “Espera” (1986) y “Dos de mayo” (1998). “Mágica Ciudad” (2002) es un ejemplo del oficio del fundador de Anteo en retratar paisajes, místicos, solitarios y recurriendo a la forma geométrica. En cuanto a sus murales, denotan una gran destreza en el momento de contar historias, alegorías, aprovechando sus largas longitudes de hasta 568 centímetros de largo para hacer retrospectivas o capturar momentos. “Historia de la telefonía” (1952), emplazado en la Cooperativa de Telecomunicaciones Sucre (COTES), Alegoría de la medicina indígena (1982), ubicado en el Colegio Médico de La Paz, “Pachamama” (1968), realizado originalmente para el Instituto Tecnológico de la Universidad Mayor de San Andrés (UMSA) y ahora ubicado en el Museo Nacional de Arte (MNA) e “Historia (1979) son sus murales más conocidos. Los últimos dos los realizó junto a su esposa Inés Córdova, bajo la técnica de la cerámica con esmalte. 

La figura de la anciana indígena altiplánica significa para la historiadora y crítica de arte Teresa Gisbert un paso de Gil Imaná de la “dialéctica demagógica” empleada por los pintores sociales del 52, junto a la disolución del grupo Anteo, a un trabajo “más radical”, pero al mismo tiempo, “más íntimo”. “Su pintura se restringe a la gama de los ocres, sienas y negros con algún toque de rojo, reflejando el altiplano donde la sangre ha sido muchas veces vertida sobre la oscura tierra. Sus figuras emergen sobre paisajes desolados; es la mujer: la madre con el niño, y la anciana, las que protagonizan sus composiciones”, escribe la historiadora. 

Este indigenismo altamente estilizado, tuvo sus detractores, entre ellos la crítica colombiana-argentina Marta Traba, quien llegó al país en 1977 para hacer de jurada en la segunda Bienal INBO, donde dijo que Gil Imaná era el “Guayasamín de Bolivia, fabricante de indios decorativos al gusto de la alta burguesía”. Más allá de opiniones, la figura histórica de Gil Imana es irrefutable, fue miembro de una generación sedienta para extender las visiones de una época que velaba por la justicia y equidad social y la participación de las minorías en la sociedad y política. Con la también reciente muerte del guerrillero Chato Peredo y la cuenta de que Lorgio Vaca (1930), a sus 90 años, es el único muralista sobreviviente de la Generación del 52, con las partidas de Miguel Alandia, Walter Solón Romero y Jorge Imaná, se va muriendo una camada de artistas y pensadores nacionales románticos con las ideas nacionalistas que prometían un mejor devenir.