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  • Diario Digital | viernes, 29 de marzo de 2024
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Fiebre de sábado por la noche

Sobre ‘Los fantasmas del sábado’, de Adhemar Manjón, compilado de cuentos editado por la editorial 3600 y que se encuentra disponible en las librerías del país.
Portada de la más reciente obra de Adhemar Manjón (derecha). EDITORIAL 3600
Portada de la más reciente obra de Adhemar Manjón (derecha). EDITORIAL 3600
Fiebre de sábado por la noche

Los fantasmas del sábado (3600), segundo libro de Adhemar Manjón, es un texto que, en varios sentidos, se podría calificar como chúcaro. Con esto me refiero a que es un libro que no se deja amansar por las clasificaciones y ciertos cánones, tanto literarios como ideológicos. 

En apariencia, Los fantasmas del sábado es un conjunto de seis relatos independientes, pero al leerlos se descubre que hay una compleja trama de vínculos y una serie de rasgos narrativos que nos advierten de un proyecto novelístico asomándose en el trasfondo. 

En el plano de la historia, por ejemplo, se observan una serie de continuidades. Algunas de ellas, se podría decir, estructurales, giran en torno a un crimen y, específicamente, a un arma: en un relato ocurre un sangriento asalto en una pollería; en otro, el arma usada en el asalto va a parar a manos de una pareja de criminales que, en otro relato, asesina a un personaje al que secuestran mientras camina borracho por las calles de Santa Cruz. Hay un vínculo más (que conecta esta historia con otro relato), pero lo omito para no spoilear tanto y para no enredar (más) la explicación.

Además, se presentan otras coincidencias que parecen aleatorias o circunstanciales y que vamos descubriendo como si se tratara de los capítulos de una serie: un trío de amigos que se encamina a convertirse en un trío sexual se cruza con el borracho (el que va a ser asesinado) cuando acaba de ser expulsado de un bar por ponerse faltoso con una pareja. Un personaje que está siendo fagocitado por la soledad del sábado a la noche vive en la misma calle donde se encuentra el bar del que expulsan al borracho. De forma aún más aleatoria, dos personajes de distintos relatos observan el mismo graffiti borroneado: “Es ley del c uceño la ho pitalida “. Aunque, considerado el conjunto, la coincidencia en torno a esa fallida consigna identitaria no resulta arbitraria, sino que parece mostrar la superficie de otras conexiones profundas que abigarran al relato. 

Estas conexiones son posibles (o, mejor dicho, es posible creer en ellas) porque todos los relatos transcurren en el lapso de una noche de sábado y se escenifican en el opresivo espacio de unas cuantas calles de Santa Cruz. El asalto a la pollería, la historia del arma, el crimen del borracho, la locura del solitario y el enfieste del trío sexual son historias cuyos nudos se desatan en el transcurso de unas horas y que, si bien se expanden hacia zonas periféricas, tienen su epicentro en el viscoso primer anillo y, más específicamente, entre las calles Bolívar y Aroma. Como le ocurre a Ronny, el solitario, quien en su delirio está seguro de que su departamento se expande y se contrae por voluntad propia, los personajes de estos relatos parecen estar condenados a la opresión circular de la ciudad de los anillos que, al mismo tiempo, quiere expulsarlos de su centro hacia un margen del que no podrán volver.

Por otro lado, hay en el lenguaje narrativo algunas señales sobre el carácter de Los fantasmas del sábado. Es evidente, en principio, el interés por desmarcarse de ciertas huellas o convenciones tradicionalmente asociadas a “lo literario”. Esto se puede rastrear en las pocas referencias literarias o culturales que se encuentran en el texto. Los libros de García Márquez y Benedetti conviven en la misma biblioteca inútil de un hogar de clase media alta con un ejemplar de la Biblia, una novela de Kempff Mercado y un texto de Alcides Parejas. Un personaje recuerda, sin llegar a comprender el sentido de esa experiencia, su paso por la facultad de filología hispánica. Un cuento de Borges es citado indirectamente tan solo para que el final de una historia desmienta su milagro secreto. El narrador evita las sentencias juiciosas o las emanaciones líricas. Al contrario, obliga al lector a enfrentarse a situaciones o imágenes sucias, explícitas, chocantes: chupadas de pija, metidas de dedos en el culo o la pesca (y posterior olida) de un vello púbico que flota en el mugroso wáter de un bar, entre otras (muchas) imágenes de las que es difícil desprenderse.

En otro ámbito, hay, contra lo que mandan los decálogos de los cuentistas, una tendencia a la digresión que hace que tanto el narrador y, sobre todo, los personajes se distancien de las situaciones trágicas o patéticas por las que atraviesan. De ahí que, como señala Rodrigo Hasbún, sea posible percibir humor en esta tragedia de sábado por la noche. 

Así como Gregor Samsa se detiene a observar el cuadro de la mujer con pieles cuyo marco le ha salido tan bonito y se preocupa porque va a llegar tarde a trabajar en lugar de ceder al horror de su monstruoso cuerpo. Así como ese personaje que va a ser ejecutado en un día lunes y se dice a sí mismo: “linda manera de empezar la semana”. Así, los personajes de Los fantasmas del sábado piensan o dicen cosas que los muestran distanciados, entre enajenados y críticos, de aquello que les está ocurriendo. Un personaje que acaba de matar piensa que al menos funcionó la pistola que había comprado. Un personaje que está viviendo una escena sangrienta se distrae en buscar refranes que se contradicen entre sí. Luego de que un tipo arremete a machetazos contra su mujer y luego se pega un tiro, alguien se pregunta por qué no le disparó también a la mujer (que, de hecho, sobrevive al ataque). El repertorio de este tipo de digresiones es muy amplio.

Quizás la expresión más desfachatada de la insolencia narrativa de este libro se puede ver en el relato “Fuerza, Ronny”, aquel en el que un solitario joven se entrega al delirio de la soledad entre compulsivas masturbaciones y planes malsanos. Una voz, que en principio podemos atribuir a su conciencia, quiere darle a Ronny el ánimo y el entusiasmo que este ha perdido irreparablemente. Así, en el inicio del relato, entre párrafo y párrafo, se asoma esa voz que dice “Fuerza, Ronny. Aguante”. Conforme la mente y el drama se abisman, la frase parece desprenderse de la conciencia del personaje y se asemeja a la de un coro teatral, como aquellos que en las tragedias hacían notar al héroe que no podía huir de su destino fatal. Sin embargo, el coro parece no saber qué decir al personaje y solo repite la frase, “Fuerza Ronny” hasta 14 veces como un mantra inútil que, en su maniática repetición, parece desmentir su mensaje. Lo mismo ocurre con la expresión “Hijos de puta”, que se repite 16 veces entre un párrafo y otro. La palabra parece abandonar su rol narrativo y se hace performática. 

En ese mismo relato, la voz narrativa vuelve a abandonar su “deber” de contar y da cuenta de los posts que el personaje ha visto durante un rato en su página de Facebook: una enumeración de página y media que, como las historias del libro, a primera vista es inconexa, pero permiten presuponer un vínculo profundo. Ello ocurre también con las alusiones a las obsoletas ideas de un historiador cruceño que se leen varios relatos: parecen casuales, casi de utilería, pero el lector puede suponer que hacen referencia a ese marco en el cual transcurre el irremediable desmoronamiento de los personajes: el fracaso de una narrativa histórica e ideológica que pretende dar sentido (y ya no puede) a los mitos de la identidad cruceña.