Fernando Botero: Cosmopolita y Latinoamericano

“Me di cuenta con satisfacción que, al seguirme a mí mismo, también me comportaba sinceramente frente a mi país”. F.B.
Más 3 mil óleos, 200 esculturas e innumerables dibujos y acuarelas realizados en 70 años de trabajo son el legado de Fernando Botero (Medellín, Colombia, 1932-Mónaco, 2023), indudablemente el artista sudamericano más importante de nuestro tiempo fallecido la mañana del pasado viernes a los 91 años de edad.
Cualquier análisis de la obra del colombiano pasa necesariamente por la reflexión de la categoría de “arte latinoamericano” y su inscripción en el contexto internacional. Hasta bien entrado el siglo XX el mundo occidental sostenía la narrativa de una tradición artística que iba desde la Antigüedad Clásica hasta las vanguardias europeas del siglo XX (y sus réplicas en EEUU) manteniendo las manifestaciones artísticas de otras latitudes en una posición subalterna. La irrupción del muralismo mexicano en la década de 1910 cambió ese panorama, pero también lo hicieron a mediados del siglo XX decenas de artistas de todo el continente que se apropiaron de los lenguajes modernos internacionales para plantear propuestas con referencias formales o temáticas propias.
En este contexto se ubica, precisamente, la obra de un joven autodidacta presentada por primera vez en 1951, bebiendo simultáneamente del mundo tradicional de su Medellín natal como del arte europeo. En efecto, ya en su obra temprana, el entorno local de campesinos y pescadores es representado con formas estilizadas y geométricas derivadas del cubismo de un Picasso que admiraba profundamente.
La trayectoria de Botero desde este punto fue entonces la misma que seguirían decenas de artistas latinoamericanos: Continuar sus logros locales con un viaje formativo a Europa en el que entró en contacto tanto con los modos de la academia como con las vanguardias en boga. El artista siguió en un inicio estos caminos eclécticos, pero en su recorrido fue sorprendido por la pintura del Quattrocento italiano, una rama del arte occidental caracterizada por su arcaísmo, hieratismo y sus colores vívidos, pero, sobre todo, por sus volúmenes macizos que marcaron una ruptura con el planismo del arte medieval. Esta influencia, junto a la que recibiría a fines de esa misma década en sus viajes por México y EEUU, determinaría que para inicios de los 60 cuente ya con un estilo inconfundible y definido.
Es necesario notar que en esta época los países de la región afrontaban en el campo artístico una misma cuestión: el enfrentamiento entre las corrientes sociales y abstractas, defendiendo una la función política y comunicacional del arte y la otra un posicionamiento estrictamente formalista. Como muchos artistas, a su regreso a su país Botero no se adscribió a ninguna de éstas y decidió desarrollar un arte figurativo de estilo propio con figuras sobredimensionadas, voluptuosas, de cierta ingenuidad, resueltas con una sublime pulcritud formal de superficies heterogéneas y colores luminosos.
En esta época el colombiano definió asimismo su predilección por el retrato, en especial el de cuerpo entero de personajes del cristianismo, de monarcas, dignatarios de Estado, clérigos y familias burguesas dejando siempre abierta la cuestión sobre el significado de representarlos con formas tan particulares como las suyas. ¿Son sus obras imágenes burlonas y de ácida crítica social como plantea la crítica Marta Traba o, como sostienen historiadoras del arte como Ivonne Pini y Marina Hanstein, miradas benévolas e indulgentes apenas tocadas por la ironía y el humor?
Dilucidar esta cuestión demanda necesariamente recordar que, a inicios de la década de 1960 Botero abandonó Colombia para radicar en EEUU, país que, como señala Jacqueline Barnitz, en el contexto de la Guerra Fría promovió el arte latinoamericano como una forma de fortalecer estratégicamente los vínculos de la región. Este impulso sin precedentes de instituciones públicas y privadas venía, sin embargo, condicionado implícitamente a que los artistas desarrollasen sus obras en relación a “una identidad cultural específica”, la de sus países de origen, determinando de algún modo su producción y, por supuesto, la imagen de lo “latinoamericano”.
De todos los artistas de la región activos en EEUU en esta época (entre ellos la boliviana María Luisa Pacheco), Botero fue el más destacado y el único que, en un sorprendente corto lapso de tiempo, lograría posicionar su nombre entre los principales del arte mundial, presentando exposiciones en museos de América y Europa, y cotizando su obra a precios exorbitantes. En este contexto, los públicos de Botero ya no eran los latinoamericanos inmersos en debates anacrónicos, sino los aficionados y los consumidores de un Primer Mundo ávido de una imagen de Latinoamérica coincidente con la eclosión de la literatura del “Boom”. Y en esta tarea de dar una cara artística a nuestro continente, Botero cumplió las expectativas con obras coloridas y humorísticas de personajes y paisajes estereotipados en un estilo evocativo de lo popular y lo naif.
Ante la universalidad y el éxito comercial que alcanzó ya en la década de 1970 resulta paradójico el hecho de que Botero siempre vindicase la naturaliza personal de su arte, más concentrada en la exploración de los volúmenes que en discursos de cualquier tipo. Recuérdese que ya en 1958 había emitido su famoso principio de que “la verdadera vanguardia es el realismo”, negando por un lado la función social del arte y por otro, la pérdida del referente del abstraccionismo, y declarando así su vocación a elevar las cualidades sensuales de las formas dentro de un figurativismo de corte preciosista. En este orden, fue solamente natural que a mediados de los 70s empezase también a explorar los volúmenes tridimensionales de la escultura a través de grandes bronces, macizos y curvos como las figuras de su pintura.
Más allá de su obra más conocida de figuras gordas, son numerosos los géneros, los temas y las series propuestos por un artista incansable como Botero, pero en última instancia su legado fue mayor: establecer una imagen definida del arte latinoamericano a los ojos del mundo, un arte en el que confluyen paradójicamente lo universal y lo individual, el discurso social (crítico o benevolente) con una vocación formalista llevada al extremo con la paciencia y la dedicación de un artesano.
Artista e investigador en artes