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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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‘Los fantasmas del sábado’

Reseña sobre la segunda obra del periodista y escritor cruceño Adhemar Manjón, disponible, a través de la Editorial 3600, en la Feria del Libro de La Paz y en todas las librerías del país
APORTE DEL AUTOR
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‘Los fantasmas del sábado’

En su segundo libro, a caballo entre el cuento y la novela, Adhemar Manjón nos mete de lleno en el ritmo de una ciudad que, para quienes no la conocemos mucho pero la imaginamos bastante, resulta cercana a fuerza de personajes que bien podrían aparecer, más o menos cambas, a lo largo y ancho de este mundo un sábado cualquiera. 

Digo imaginarla en un sentido amplio: desde afuera, Santa Cruz es tantas cosas (rara tierra prometida) que a veces queda en segundo plano la obviedad de que se trata, también, de una ciudad con sábados monótonos y personas viviendo solas en apartamentos, filas para comprar pollo y chicos universitarios buscando tríos. Sin embargo, el narrador de Los fantasmas del sábado va más allá de la operación que supone hacer surgir, en un contexto realista, un conflicto pequeño. 

Las formas de lo policial y otros desquiciamientos toman las páginas de estos seis relatos que convierten nuestra imaginación en unas auténticas retinas: el manejo de las imágenes es el de un cinéfilo evidente. Además, lo hace hablando en serio y también riéndose, con un sentido del humor que, quizá sin buscarlo del todo, genera guiños cómplices por aquí y por allá.

 Un hilo fino hace que los a primera vista cuentos de Los fantasmas del sábado se vayan convirtiendo en novela. El mismo día en la misma ciudad y espacios que se ceden de un relato a otro arman un territorio común. La ciudad es el espacio en el que no pasa nada y, al mismo tiempo, el escenario donde las cosas se tuercen.

Lo cotidiano, el sexo, el bar, las formas del habla y los pequeños tormentos de las vidas reales están ahí, atravesados por una violencia que funciona como el germen de los titulares de los diarios o de las noticias policiales de la televisión: es decir, como los hechos despojados de ese relato, previos a él.

 La mirada de Manjón va al detalle y amplifica, y su escritura traduce con gracia un ojo afilado y medio pillo, versado en ese cinismo del bueno, del honesto, propio de quienes miran la película de la época sin saltarse nada, ni siquiera la ternura que acompaña lo patético.

Podría creerse que una ciudad crece, se multiplica y se hace “pujante” porque hay un sentido de la identidad que la mueve, pensadores de moda que gestionan su carácter, comités que las ordenan y caras visibles que le imprimen los gestos y las maneras de un gusto que se pretende unánime. Pero las ciudades son, sobre todo, puntos de fuga de la identidad, esos fuertes de la anomia que resisten clasificaciones, se arman como pueden y se pueden narrar, por eso mismo, de mil maneras. 

En Los fantasmas del sábado aparece una Santa Cruz en todo su no estilizado esplendor. Mujeres y hombres comunes viven situaciones que son extraordinarias porque los distintos niveles de la violencia o del aburrimiento (que también tiene niveles) las amplifica. “Es ley del cruceño la hospitalidad”, se lee en una pintada urbana a la que le faltan un par de letras. La ven distintos personajes, los solos, los medio perdidos. La frase está incompleta y parece decirnos que la hospitalidad del camba es un cliché, o no es más que eso: hospitalidad, algo que se presume para el de afuera mientras los de adentro libran una guerra sin cuartel.

Hay en este libro tránsitos que se repiten, el paso reiterado de personas distintas por el mismo cruce de calles que parece un punto en el que la realidad puede estallar. Aroma y Bolívar, Beni y Bolívar, las inmediaciones de la plaza 24 de Septiembre. Si decía que los personajes de este libro podrían estar en cualquier parte, que estén en las calles de Santa Cruz les confiere todo lo particular que puede tener un espacio, una ciudad que algunos imaginamos y otros viven. Creo que son los lugares propios y archiconocidos, más que los exóticos, los que están habitados por fantasmas.

Manjón pone a sus personajes en la calle y pulsa un botón no tan visitado en la narrativa boliviana. Allí donde cierto realismo nos dejaría con una sensación inconclusa, tenue, abúlica, él hace volar un par de cabezas.  Y hay otras cosas en las que detenernos además de la espesura de la ciudad y las experiencias más o menos límite de las personas, aunque excederían esta presentación. Sí diré que aparece, de manera discreta o lateral, la posición de quien busca una vida cerca de la literatura, aunque nada esté dado para ese cultivo. “En esta ciudad de mierda te ven con un libro y ya te dicen que sos un intelectual, y te lo dicen como un insulto”, lanza uno de los personajes. 

Seguramente hay referencias que no vi, pulsos de la ciudad y de la lengua que me son ajenos, y aún así es un libro que, como se dice, devoré, y que por eso mismo regalaría a los amigos. Acaso no haya mejor manera de invitar a compartir esta lectura. 

Investigadora en literatura