Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 29 de marzo de 2023
  • Actualizado 18:24

‘Los Fabelman’: jugar al cine, perder la inocencia

El más reciente trabajo de Spielberg, candidato a siete premios Oscar (entre ellos, mejor película), acaba de estrenarse en cines de Bolivia
‘Los Fabelman’: jugar al cine, perder la inocencia

Muchas cosas –a favor y/o en contra– pueden decirse de Los Fabelman, el más reciente filme de Steven Spielberg. Nominado en días pasados al Oscar a mejor película y a otros seis eunucos dorados, el nuevo largo del “Rey Midas” de Hollywood ya está en salas comerciales del país, listo para ser amado o lapidado por el público y con suficiente materia para no pasar desapercibido. Por mi parte, me quedo con una valoración de la crítica mexicana Fernanda Solórzano, para quien, debajo del envoltorio de coming-of-age semiautobiográfico, se oculta un manifiesto personal sobre lo que el cineasta judío-americano entiende por cine. “Qué es el cine para Spielberg”, podría ser un (mal) título alternativo para The Fabelmans. En sus 151 minutos coexisten lo mejor y lo peor de su (concepción del) cine. Lo mejor: el amor por las imágenes en movimiento, la maestría para la puesta en escena, la honestidad a la hora de recrear la infancia. Lo peor: la tendencia a reducir el cine a mero espectáculo, una indisimulada megalomanía, la actitud simplona con que se acerca a la cuestión judía (y a otros asuntos de calado histórico).

Más allá de ensayar una revisión del filme en su totalidad, en estas líneas me interesa detenerme en una escena en particular que, a mi entender, sintetiza el espíritu de Los Fabelman. Se trata de la escena que, siguiendo la estructura narrativa convencional, opera como punto de giro en la trama. Ocurre cuando un adolescente Sammy Fabelman (Gabriel LaBelle), alter ego de Spielberg, descubre un oscuro secreto familiar en las cintas con que monta una típica “home movie”. Antes de seguir, se impone una contextualización argumental. El filme relata la historia de los Fabelman, una familia judía de clase media en los EEUU de la posguerra: el padre ingeniero, Burt (Paul Dano); la madre pianista frustrada, Mitzi (Michele Williams), y sus cuatro hijos, el mayor de ellos (y único hombre), Sammy. La historia se extiende desde los primeros 50, cuando el pequeño Sammy descubre el espectáculo cinematográfico en un cine de New Jersey, hasta finales de los 70, cuando el ya joven hijo mayor conoce los estudios de Hollywood, en Los Ángeles. En medio, la familia se traslada a Arizona, jalonada por los trabajos de Burt; Sammy pasa de ver a hacer películas artesanales con/para familiares y amigos; y Mitzi se lleva consigo a Bennie (Seth Rogen), el mejor amigo de su esposo. 

Justo antes de marcharse de Arizona a California es cuando se produce la escena de inflexión a la que aludía al inicio del anterior párrafo. Decía que en ella se sintetiza el espíritu de Los Fabelman, pero no sería descabellado pensar que funciona también como epítome de las mejores cualidades del cine de Spielberg. Todo empieza con las notas del Adagio del “Concierto No 3 en Re Menor BWV 974”, de Bach (transcripción de una obra original para oboe de Marcello), que ejecuta Mitzi en un piano Steinway de su sala, mientras su esposo anota sus cálculos en un cuaderno y su hijo manipula su mini moviola para componer un filme familiar dedicado a su madre. De a poco, Burt se olvida de los números y cede a la emoción que desatan los dedos de su mujer, acompañando la cadencia de la partitura con su lápiz en alto. A Sammy, en cambio, se le rompe la monotonía con que observa y corta pedazos de celuloide al descubrir en unas tomas aparentemente inocentes algo que nunca antes había visto ni imaginado. Pese a que él mismo había filmado esas imágenes, solo al revisarlas una y otra vez en la moviola le revelan una bomba que podría hacer estallar en pedazos la dicha familiar. Y lo “mejor” de todo es que el hallazgo se consuma mediante la toma de conciencia sobre el efecto de un recurso casi tan antiguo como el propio cine y sobre el que se ha derrochado saliva y tinta por montones: la profundidad de campo. 

La profundidad de campo, entendida como la distancia que en un plano separa a los objetos/sujetos que se encuentran más o menos cerca de la cámara, se materializa en la grabación que Sammy observa repetidamente, como un ateo asaltado por una epifanía sagrada: lo que su cámara registra, en “primer plano”, es a dos de sus hermanas jugando con un palo durante un día de campo, pero lo que le descubre, en “segundo plano” y solo durante el visionado en la moviola, es a su madre y Bennie caminando juntos metros más atrás. El desconcierto lo lleva a buscar, en otros pedazos de filmes, evidencias que desmientan o confirmen el secreto que acaba de descubrir, y lo que encuentra, a medida que rebobina y aletarga las tomas, es una verdad que ha de cambiar su vida, y la de su familia, para siempre. El hallazgo promovido por la profundidad de campo habrá resignificar todo, las imágenes que estaban y las que vendrán.

No pocos teóricos han reflexionado sobre el valor de la profundidad de campo en el cine, pero ninguno lo hizo con una devolución cuasi religiosa como André Bazin. Al desaparecido crítico francés, padrino de la Nueva Ola, le pertenece el artículo “La evolución del lenguaje cinematográfico”, en el que, entre otras cuestiones, establece cómo el uso de la profundidad de campo en el cine americano de los años 40 es capaz de aportarle mayor realismo al relato cinematográfico. Tomando como ejemplo filmes de Welles y de Wyler, Bazin afirma que la profundidad de campo “reintroduce la ambigüedad en la estructura de la imagen”, al aproximar al espectador a la realidad y promover una atención más autónoma sobre lo que ocurre en el cuadro. Y es eso lo que ocurre cuando Sammy pasa del lugar del autor al del espectador: cobra una nueva conciencia de la realidad, una realidad que no había visto o no quería ver, y producto de la cual se sume en un clima de ambigüedad material y moral. Material por lo que la imagen revelada sugiere aun sin ser concluyente. Moral por los sentimientos que provoca la imagen sugerida. 

La escena de marras dura apenas seis minutos, el tiempo que Mitzi se toma en completar el Adagio de Bach, con su padre extasiado viendo a su esposa derramar unas lágrimas y su hijo tumbado a un costado oscuro de la sala, descorazonado por el descubrimiento que acaba de hacer. Es, pues, el momento de la pérdida de la inocencia, de la suya y de la del cine. El cinematógrafo, que hasta ese momento había sido nada más que un juego para Sammy, deviene en contenedor de una realidad que no podrá ignorar nunca más. El juego se hace adulto y, con él, Sam Fabelman. Así las cosas, puede que no sea errado pensar la nueva película de Spielberg como un coming-of-age, pero siempre y cuando se asuma que el relato de maduración que relata es tanto de su protagonista como del propio cinematógrafo. Si la realidad revelada en el cine desencadena el crecimiento psicológico y moral del joven protagonista, hay que reconocer en la profundidad de campo el poder para precipitar la madurez psicológica y moral del artefacto cinematográfico.