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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Dos espíritus, dos islas

‘Los espíritus de la isla’, protagonizada por Colin Farrell y Brendan Gleeson y dirigida por Martin McDonagh, candidata a nueve premios Oscar (entre ellos, mejor película), está en cartelera de cines locales
Dos espíritus, dos islas.
Dos espíritus, dos islas.
Dos espíritus, dos islas

Hay dos cosas que en esta película no se ven, son como fantasmas, como espíritus o como la niebla flotando sobre la pequeña y rural isla irlandesa de Inisherin: la guerra civil irlandesa en 1923 y la santidad del burrito que acompaña a su dueño Pádraic (Colin Farrell), personaje principal. A la guerra no la vemos, sucede lejos, cruzando el mar, en el continente y nos enteramos de ella porque la mencionan en diálogos los personajes silvestres, entrometidos y poco ilustrados de una isla donde las cosas no cambian nunca. Y al joven burro marrón oscuro que está cerca, que viste un lazo rojo y una pequeña campana con que su dueño la ha vestido, porque es una chica, sí lo vemos, pero no. El linaje cinematográfico del burro como santo inocente resuena en esta película de Martin McDonagh, como resuenan las detonaciones al otro lado del mar. 

Esos son los espíritus, como almas en pena, que parecen sobrevolar en la película Los espíritus de la isla (The Banshees of Inisherin, 2022): uno, la guerra que anuncia lo obvio, que es la razón humana la que lleva a los hermanos, amigos y vecinos a matarse entre sí, a pelearse por un supuesto “bien superior” y el otro, la figura animal del burro, que hace estallar la armazón lógica que organiza el mundo, que permite de una manera casi imperceptible que, como espectadores, demos paso a otra forma de pensar el mundo y sentir el cine. Este es el gran acierto de la película; el esfuerzo por hacer del cine un mayor cine. 

La película trata sobre la manera en que dos amigos entrañables, Pádraic (Farrell) y Colm (Brendan Gleeson), se embarcan en una lucha cuando su amistad se rompe por lo de siempre, diferencias irreconciliables. Una antigua y sólida amistad que seguía un único y repetitivo ritual irlandés: todos los días, a las dos de la tarde, después de dedicarse a pastar los animales y terminar las tareas domésticas en la casa que él y su hermana tienen, Pádraic va a buscar a su amigo Colm para ir a tomar cerveza negra al típico y oscuro pub irlandés, oscuro, lleno de hombres y humo, para volver a sus casas borrachos y hablando tonterías al caer el día. Ese día, Colm ha tomado una decisión, ya no quiere ser amigo de Pádraic y se va solo al bar. Cuando el desconcertado Pádraic llega a la barra del bar y le reprocha a Colm por haberlo dejado y venirse a beber solo, Colm le confirma que ya no quiere que lo busque más, que no quiere hablarle más, no quiere beber más con él, que quiere alejarse de su estupidez, de su ignorancia que no le hace bien, que quiere dedicarse a cosas “superiores” como componer música para violín, que quiere trascender y no ser olvidado. En ese momento, frente a los ojos preocupados de los aldeanos y de las cejas arqueadas en gesto de inocencia y tristeza de Pádraic, todo en la “isla que nunca cambia”, cambia. 

Roto el ritual, otra guerra estalla. Una más íntima, más pequeña, más doméstica. La guerra entre la razón y el corazón, entre la inteligencia y la emoción, entre la ilustración y la ignorancia, entre la bondad y la crueldad, entre el lenguaje del amor y el de la violencia. Colm quiere cosas más grandes para su vida y el amigo tonto y pedestre que tiene no le deja tiempo, ni aporta nada. Pero Pádraic no se da por vencido, lo busca, lo persigue, le habla a pesar de que el viejo y cascarrabias de Colm le ha amenazado con quitarse un dedo de la mano con que toca el violín cada vez que Pádraic le hable. Así pierde casi todos los dedos y Pádraic lo sufre porque ama incondicionalmente, porque no entiende su vida sin la amistad de Colm, porque es un tonto, un inocente, un ser de pocas luces. 

Pádraic busca la luz en la amistad y Colm cree que la luz está dentro de él. Es cuestión de sacarla, de mostrarla al mundo. El no es una bestia de carga, no es un campesino más, es un artista, un ser iluminado, alguien que no pertenece a esa isla, ni a esa amistad. Él es un hombre solo frente al mar, escuchando la música privilegiada de las sirenas en el mar, es un hombre diferente, una isla. Él es un pecador, cree haberlo entendido todo y su pecado es la soberbia. 

Pádraic no, él es la inocencia. Es uno más de los idiotas del cine, como Charlot. Un hombre de corazón, un hombre sensible. Un hombre amigo de humanos y animales. Pádraic es el muchacho bueno, pobre, amigo de su burrita, de los loquitos, de los borrachos, de los espíritus de la isla. Forma parte de los muchos idiotas del cine, tontos sagrados, santos inocentes, habitados no por la luz propia sino por la gracia. Que por las circunstancias se encuentra respondiendo a la violencia con violencia, aunque no sabe hacerlo muy bien, cuando en una escena le quema la casa a Colm, no sin antes avisarle y salvar al perro de su amigo, el artista, el grande.

En medio de esta guerra cruenta y desaforada por volver a las viejas costumbres, a los viejos sitios donde se amó la vida, la guerra grande al otro lado de la isla está terminando, la hermana culta de Pádraic decide irse a la ciudad dejándolo solo con sus animales, con la burrita Jenny y su pérdida. Mientras esto sucede, la burrita de Pádraic camina con él, lo acompaña en sus batallas. Si Colm tiene a su perro, Pádraic tiene su burro, la viste, es más que su mascota, es su amiga también, su igual. Sin grandes planos protagónicos del animal, que no es lo que se pretende en el filme, el burro esconde la potencia de una revelación; la misma que escondía aquel burro que inspiró al cineasta Robert Bresson cuando filmó una de las películas más importantes del cine, Al azar Balthasar (1966): la inocencia es algo que hay que buscar como se busca la santidad o la gracia (los reyes magos, uno de ellos Balthasar, buscaban al rey de los judíos) y a ella se llega solo a través de los cantos más tristes y dolorosos, los padecimientos más intensos. 

Esa revelación habla también de la alegría, pues esta solo nos acomoda. La alegría solo nos emborracha, nos nubla la vista, nos a-isla, nos vuelve pecadores. La inocencia es lo que nos despierta al mundo, nos hace sensibles a él y a las cosas bellas. 

Bresson se inspiró libremente en una escena de El Idiota, de Dostoievski, en la que el Príncipe Myshkin, que sufría constantes ataques de epilepsia, sale de su convalecencia al escuchar a un burro rebuznar en el mercado. Un burro que seguramente estaría sufriendo, como Balthasar, la crueldad de los humanos cuando lo tratan como bestia de carga. Myshkin despierta a la vida cuando un ser inocente y simple como un burro irrumpe en la escena. En esos momentos de profundo dolor físico y tristeza, el Príncipe era capaz de sentir toda la armonía y belleza de la vida. "Su mente y su corazón se inundaron de una luz extraordinaria; todo tormento, toda duda, toda angustia se aliviaron a la vez, se resolvieron en una especie de calma elevada, llena de alegría y esperanza serenas y armoniosas, llenas de comprensión y conocimiento de la causa última de las cosas". Como si la comprensión del mundo y su belleza viniera de un estado profundo de dolor. 

La figura animal, tanto en Bresson como en Dostoievski y McDonagh, hace tambalear las categorías de lo viviente que comienza apenas como un extrañamiento doméstico en el que el animal de carga cotidiano se hace visible y cada vez más presente (cuando Pádraic se queda solo sin amigo y sin hermana, deja finalmente que el burro, un caballo y la vaca vivan con él dentro de la casa) y acaba quebrando, aunque sea por un instante, las ideas que organizan el mundo. Porque a veces esas ideas son violentas, hirientes, faltas de amor y de belleza; disfrazadas en trajes de lobo como la autosuperación, la libertad, el arte, la trascendencia, el progreso. 

Si Dostoievski nos llama a atravesar el sufrimiento para llegar a amar al mundo y Bresson a empatizar con los afligidos, los inocentes, los Balthasares que somos todos (el llamado cine de la empatía), McDonagh cuestiona los afectos que, creemos, nos hacen humanos y abraza la inocencia como única forma de sobrevivencia.