Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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La esfera cotidiana contaminada: el despliegue militar urbano y la ruptura de la convivencia

Una mirada a la coyuntura de Bolivia y cómo las políticas del miedo condicionan cada vez más el proceder de los gobiernos.
La esfera cotidiana contaminada: el despliegue militar urbano y la ruptura de la convivencia

Cuando aún no cumplía un mes, el gobierno transitorio, de la mano de su facción más dura, realizó la presentación por todo lo alto de la fuerza especial antiterrorista de la policía. El GAT (Grupo Antiterrorista) tiene como misión, se afirmó ante los medios, “la desarticulación de acciones subversivas y terroristas” que grupos extranjeros supuestamente realizan en territorio nacional. Todos los departamentos del país contarán con uno de estos grupos, señaló el Ministro de Gobierno, Arturo Murillo. La puesta en escena de esta presentación constituye un buen ejemplo de la creciente militarización de la policía, que es, por otra parte, un fenómeno global. Los policías vestidos de negro, con cascos y con los rostros cubiertos, empuñaban sus armas mientras posaban para las cámaras. Más recientemente, ante el llamado por parte de algunos sectores del MAS para iniciar un ciclo de protestas pacíficas el 22 de enero, los militares volvieron a patrullar las calles de algunas ciudades en operaciones conjuntas con la policía. Esto instaló en la población una alarma social que, inevitablemente, trajo a la mente las noches de terror vividas a casusa de los graves disturbios que siguieron a la caída del gobierno de Evo Morales. 

Si bien todo este despliegue militar responde a unas circunstancias específicas de la coyuntura boliviana, lo cierto es que este proceso de militarización de la esfera cotidiana forma parte de una tendencia internacional que se alimenta, precisamente, de los discursos del miedo, que generan una constante sensación de peligro. Las llamadas políticas del miedo condicionan cada vez más el proceder de los gobiernos, que tienden a categorizar como amenazas las posibles resistencias sociales que surjan a las medidas que implementen en su gestión. La criminalización de las protestas justifica una militarización que, a su vez, desplaza la política e impone un sentido común según el cual el desacuerdo expresado en el espacio público es considerado una muestra peligrosa de hostilidad. De esta forma, estas movilizaciones, sea cual sea su demanda u origen, son frecuentemente categorizadas como asuntos de seguridad nacional, para así justificar la aplicación de medidas excepcionales de control, vigilancia y represión, que llevadas al extremo convierten el espacio público en un campo de guerra. Se trata de un aspecto importante de lo que Stephen Graham llama “urbanismo militar” en su libro Cities Under Siege: The New Military Urbanism.

Graham, académico y profesor de la Universidad de Newcastle, analiza a lo largo de las más de 400 páginas de su libro distintos ejemplos –ciudades en EE UU, la franja de Gaza, las periferias de París, Bagdad, etc– para mostrar cómo la separación establecida entre guerras dentro de las naciones y guerras entre naciones ha ido desapareciendo. Al hacerlo, ha difuminado también la diferencia entre militares y ciudadanos, ya que, en una ciudad convertida en campo de batalla, ambos se conciben como combatientes. La militarización, entendida como “el proceso tenso y contradictorio en el cual la sociedad civil se organiza a sí misma para la producción de violencia”, no es nueva, afirma el autor, pero tiene giros contemporáneos que la distinguen, por ejemplo, de aquella emprendida durante la Guerra Fría. Las dimensiones del militarismo urbano, por ejemplo, están alcanzado un nivel de desarrollo, resultado de las nuevas tecnologías, nunca antes visto. Por otra parte, la violencia urbana entendida como espectáculo ha conducido inevitablemente a la difusión casi cinematográfica de ejércitos empuñando armas y avanzando con tanques de guerra por los espacios de vida cotidianos. En Bolivia, pudimos ver un claro ejemplo de este despliegue militar espectacularizado los días previos al 22 de enero de este año, cuando 70.000 efectivos tomaron las calles entonando cánticos bélicos y desfilando orgullosamente su armamento. Mientras, el Ministro de Defensa, Fernando López, difundía a través de las redes sociales oficiales de su cartera banners con mensajes patrióticos en los que él mismo era investido con el mandato bélico.

El libro de Graham propone que, en gran medida, “la guerra y el terror contemporáneos se expresan en contiendas por el espacio, los símbolos, los significados, los sistemas de soporte y las estructuras de poder de las ciudades. Como ha sucedido a lo largo de la historia de la guerra, estas luchas se alimentan de construcciones dicotómicas y maniqueas del “nosotros” y los categorizados como “ellos”: el blanco, el enemigo, lo odiado.” Así, es posible afirmar que la intensa polarización que se instaló en la sociedad boliviana a partir del 20 de octubre, de forma cada vez más violenta y descarnada, constituye el alimento perfecto de la contienda en curso. En contextos políticamente convulsos como el que atraviesa el país, es necesario profundizar en la crítica de la militarización de las ciudades, no tanto porque veamos en ella una reminiscencia de las dictaduras pasadas, sino porque una vez la lógica bélica ha contaminado la convivencia, la insensibilidad ante la muerte de ese “enemigo” cancela definitivamente un horizonte de reconciliación y convivencia. Mientras se lleva a cabo la militarización urbana, se intensifica, de acuerdo a Graham, una “renovación autoritaria” a partir de la cual se suelen producir detenciones a priori, prohibiciones varias, pérdidas de derechos como el de la protesta, además de una creciente militarización de la policía “respaldada por reportajes que distorsionan a los manifestantes como si se tratara de simples hordas de anarquistas violentos o terroristas”. Este proceso “amenaza seriamente con disolver la histórica relación entre democracia y ciudades.” En este sentido, la proliferación en el discurso cotidiano de términos como sedición y terrorismo constituyen un síntoma preocupante de la degradación de la democracia y, por lo tanto, de la convivencia. Estos términos están construyendo un sentido común que justifica que en las ciudades bolivianas se desarrolle eso que Graham llama nuevo urbanismo militar y que consiste en el “cambio paradigmático que convierte a los espacios comunes y privados de las ciudades, así como a sus infraestructuras –junto a su población civil– en una fuente de objetivos y amenazas”. En el caso boliviano, además del despliegue militar, han proliferado iniciativas ciudadanas de vigilancia que mantienen similitudes tanto en la estética como en el lenguaje con estrategias bélicas. Es decir, corremos el riesgo de que la cada vez más intensa polarización de la sociedad se encauce únicamente a partir de la violencia propia de una guerra permanente, ya que los imaginarios de lucha armada inevitablemente “promueven una profunda militarización de todos los aspectos de las sociedades urbanas contemporáneas”. 

Mientras nos encaminados a unas elecciones con las calles tomadas por el ejército, con territorios del país categorizados como zonas periféricas de combate, con una subjetividad ciudadana preparada para la guerra e insensibilizada ante el dolor y la muerte de los semejantes, cabe preguntarse si realmente estamos construyendo un proceso democrático, o si por el contrario estamos reforzando un horizonte autoritario. En este escenario la pacificación, como señala el académico Mark Neocleous, sólo puede entenderse como un proceso mediante el cual el poder bélico es usado para fabricar un determinado orden social que se impone violentamente en lugar de negociarse por vías democráticas. Bajo la excusa de la seguridad, estamos cediendo derechos democráticos y nos estamos confinando en ciudades que responden cada vez más a un urbanismo militarizado, donde nuestra participación activa en la política será imposible, ya que en lugar de ciudadanos nos habremos convertido en potenciales combatientes y, en última instancia, en objetivos de una guerra que, sin saberlo, hemos ayudado a declarar: la guerra definitiva contra toda forma de convivencia democrática. 

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