Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
  • Actualizado 14:29

Escucho respirar una isla

Una crítica de ‘Sirena’, película filmada en el lago Titicaca, narrada en aymara y español, y ópera prima del realizador paceño Carlos Piñeiro, que estará disponible en formato virtual desde este 14 de enero y desde el 21 en salas comerciales del país.
Escucho respirar una isla.
Escucho respirar una isla.
Escucho respirar una isla

Una sirena. Invocada de entrada, no dejamos de buscarla. Debajo del agua, en los cantos y voces que se acercan susurrando por entre los árboles de una isla, en las piedras negras y algas pegoteadas a ellas, en los ojos sospechosos del otro, en sus lenguas e idiomas extraños, en sus pasos, en los grises de unas tomas en blanco y negro fulminante que extrañan los colores de lo que alguna vez estuvo vivo.

En un sobrio blanco sobre negro, el título de la ópera prima de Carlos Piñeiro, Sirena, aparece nombrando aquello que no veremos pero escucharemos: el off. Una película que habla sobre eso que no se ve, eso que se queda flotando en el aire como un hilo de luz fosforescente y serpenteante recién salido de un cuerpo muerto. Sirena nombra a ese personaje que no vemos. Como en Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas que trata sobre un cuarto aspirante a mosquetero, Sirena habla de ese aspirante a personaje, uno salido del cuerpo de un muerto; de un alma.

Sirena es la historia de ese cuerpo. El de un ingeniero que ha muerto ahogado al caer sospechosamente en el lago Titicaca y que ha sido escupido por la masa de agua en una comunidad de la Isla del Sol. Los comunarios toman el cuerpo –y espíritu– como un regalo del lago para tener buenas cosechas, le ponen velas, lo lloran, le rezan y le tocan música.  Sus dos colegas y socios citadinos, el Inge Peralta (Daniel Aguirre) y Diego (Enrique Gorena), no piensan igual. “Hay que darle una sepultura decente, enterrarlo como se debe”, han debido decir algún momento. Y se lanzan en un bote a buscar el cuerpo y enterrarlo “como se debe”. La película empieza con la búsqueda. En un bote llegan a la isla el Inge, Diego, el oficial de policía Silva (Bryan Leónidas) y el barquero aymará (Benjamin Pari).

La isla se comporta como un ser impenetrable. Es un viejo sabio y serio. Los recibe con grandes rocas negras que respiran pesadas como muros de una fortaleza. La isla los confunde, los hace caminar en círculos, los emborracha y hace crecer entre ellos una desconfianza e inseguridad propia de los conquistadores al pisar suelo virgen. El blanco y negro de todo el metraje y la fotografía, a cargo de Marcelo Villegas, nos sorprende como sorprendió esta tierra a sus invasores; como asombró América a Colón. Nuevas perspectivas, nuevos espacios, paisajes marinos acuosos. El “nuevo mundo” filmado en planos tan cercanos a su objeto que no distinguimos si es el plano de un liquen chupando una piedra o el de una montaña, y planos tan lejanos que, sin referencia humana, parecen planos detalle de un pequeño insecto. La mirada al nuevo mundo que nos propone Piñeiro no se contradice con la fama de gran fotógrafo que lo precede, desplegada en sus cuatro cortometrajes anteriores (Martes de Ch`alla (2008), Max Jutam (2010), Plato Paceño (2013) y Amanzonas (2015)). Son especialmente bellos y conmovedores los planos estáticos con dron, opuestos al abuso que se hace del dron en carreras locas hacia un paisaje lleno de nada. Estas tomas de un dron que no se mueve, o que se mueve apenas y lentamente, se resignifican en Sirena tomando el lugar cadencioso de inhalación y expiración del espíritu vivo de la isla que los espera con su propia ley.  

El encuentro con el otro -los comunarios aymaras-, con su idioma incomprensible y sus actitudes indomables, ponen en evidencia su propia incapacidad de conquista. Sin armas (o con un arma sin balas), sin conocimiento, ni tacto. Los recién llegados quieren arrancarles el cuerpo de su amigo, ahora convertido en regalo de un lago sagrado, de un dios. Desde que la pisan, desconfían de la tierra, de los sonidos, de los comunarios y del barquero incluido, pero también de las intenciones de ellos mismos. Desconfían de su propio carácter y autoridad para domar el paisaje del que quieren esa riqueza, su amigo muerto.

Los actos mínimos, íntimos y vulgares perfilan a cada personaje como hombres silvestres. El oficial Silva con su imposibilidad de autoridad, con sus botines militares muy chicos, muy duros, muy “mi zapatito me aprieta”, muy “no me calza el guante”, resulta hilarante en su simplicidad, en su jugar a ser policía y en las situaciones jocosas en las que él mismo se pone. El Inge, con sus binoculares de nerd y su carácter irascible, se acerca a un Aguirre (en Aguirre la ira de Dios), pero otra vez jugando a ser el conquistador, el jefe, el de la autoridad moral porque se toma en serio el rescate de su amigo. Diego, el socio y amigo del difunto, intentando solo encontrar un equilibrio entre todos pero incapaz de evadir el canto engañoso de una realidad que lo supera. Finalmente, el barquero, un actor natural que en su parsimonia cumple con su rol de barquero de Hades, el que transporta a estos personajes a un mundo opuesto al suyo, al mundo de la muerte y que además hace de traductor. La muerte para unos es fiesta, para otros es tristeza. “No deberían estar festejando su muerte”, le increpa el Inge al barquero, esperando que les traduzca una súplica intraducible.  

Los actores son en Sirena otra muestra del carácter puntilloso y detallista de su joven director que apuesta cada moneda de oro que tiene para otorgarle de un sentido a cada plano. Ese entendimiento de Piñeiro sobre la economía llega a su pico más alto de sofisticación cinematográfica cuando en dos líneas de diálogo se resuelve el conflicto interno de la trama. Dos.

Puede sonar obvio, pero el canto de las sirenas que querían confundir y arrastrar a la muerte a los hombres de Ulises en el relato de la Ilíada; el canto de esa isla que confunde y nubla las cabezas del Inge y compañía, ese canto tiene que ver con el sonido. Piñeiro no hace como Colón y se gasta todas las monedas de oro en armas, cruces y biblias. Se gasta una valiosa moneda de oro en el sonido. El manejo del sonido en la película, a  cargo de Mercedes Tenina y Kiro Russo, parece tomarse muy en serio eso de lo que la cineasta argentina Lucrecia Martel teoriza hace algunos años, la inmersión. El sonido nos sumerge en la película (los planos bajo el agua son reveladores de este gesto del cineasta) y nos abstrae del imperio de la imagen que muchas veces nos impide percibir la voz y el sonido de toda una clase, o un grupo humano que no es el más conocido, o un discurso que no es el más aceptado o el imperante. Inmersión como meterse bajo el agua y escuchar la vida desde ahí con ese eco, esa extrañeza, esa reverberación del vientre amniótico. “Vivimos en una cultura centrada en la visión: el sonido se nos presenta perturbadoramente ininteligible, indescifrable o inexplicable en relación con aquello que podemos tocar, ver y sostener”, aclara la cineasta y enriquece: “El sonido funciona como una herramienta de observación, como una respuesta frente al cine argumental hegemónico, como una posibilidad de expansión de los espacios y de la desactivación de las condicionamientos fijos. El sonido es movimiento”. Es, pues, el tratamiento del sonido una manera de comprender y pensar el mundo desde otro lugar. Quizá menos cómodo, o incomodados como el Inge y sus compañeros, pero con la promesa de acercarse a un mundo que es movimiento, y si se mueve está vivo, pues.  

Sirena nos habla de la imposibilidad de comprender al otro, la imposibilidad de vencer a la muerte, de despojarse de las propias armaduras y de escuchar. No solo de mirar, sino de desconfiar de lo que se ve, como no pudieron hacer sus personajes. Confiar en lo que se escucha, confiar en la voz, en el otro mito, en lo que tienen los otros, el cine, las islas, los muertos, las sirenas, para decirnos.

Productora y gestora cultural - [email protected]