Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
  • Actualizado 22:07

[LENGUA POPULAR]

El errar en la poética de El viaje (La carne de los sueños) de Matilde Casazola

Una aproximación a la obra de la poetisa y compositora sucrense.
El errar en la poética de El viaje (La carne de los sueños) de Matilde Casazola

“Mañana me voy a lo desconocido

¿El cielo cambiará de color o seguirá siendo el mismo?
¿El mar se alegrará de tenerme consigo?
¿Tendré calor de hogar, afecto de amigos?
Un pájaro esta mañana me ha despedido

Un pájaro de trino maravilloso y regocijado silbo

Parecía violín tocado por dedos de infinito

No lo conocía; nunca antes había venido.
¡Adiós mis montañas, adiós mi solar nativo!
Cielo del sur, estrellas, perlas de rocío

Allá me mirarán otros ojos: ¿más distantes? ¿más fríos?
¿La luna bajará su barca para hacerme cruzar el río?
Mañana se abre otro camino
un camino de piedras besadas por los siglos

En él entro cantando, con el corazón saltimbanqui de un niño

Mañana me interno en lo desconocido.”  

 (Matilde Casazola, poema 4)
En la primera parte (El viaje) de La carne de los sueños, reside la poeta errante, emprendiendo un viaje hacia las ciudades tristes, en una suerte de exilio. Cuando Matilde nos habla de la travesía hacia un lugar que aún (no) habita en su memoria, se va preparando para peregrinar; aquí la poeta (des)habita constantemente espacios físicos y su propia memoria.  
En el poema 4 aun es tierna la mirada de aquel ser que todavía no ha dejado su lugar, pues llena de incertidumbre busca enfrentar a lo desconocido mientras se aferra a lo conocido. El ave es símbolo de la mirada que la observa y la llama, toma la forma del extraño que la despide regocijante, la despide “bien”, con la música que bien conoce el alma del poeta. Matilde se despide del lugar conocido, de su mundo, su tierra; lo maternal. La poeta persevera en su curiosidad por aquello que aún no vive y por lo incierto de sus expectativas. Pero este espacio futuro jamás se funda en temor, nuevamente, es lo incierto lo que conquista a la poeta; el camino del errante casi siempre es recibido con ansias. Entra cantando como el ave que la despide; Matilde comienza a ser el niño que se adentra en lo desconocido.   
En su ensayo Del escribir y el caminante (2012), Ana Rebeca Prada menciona algunos pasajes de Transectos de Juan Cristóbal Maclean. Prada señala que, según Maclean, en el pasado se abre un territorio para el caminante: la infancia, donde lo fundamental no es la mirada pueril tanto como lo es el mundo del niño. Este ser que se sumerge en el mundo es frágil y se encuentra consumido por la distracción y la atención; contempla y recibe las cosas. Se ve afectado por el mundo que se abre ante él, y este mundo, el de los niños, es al cual “el caminante muchas veces enfilará gozoso”, explica Prada en su obra. Matilde Casazola no abandona el latente sentimiento pueril, la mirada de niño desde la que se manifiesta el deseo por embarcarse hacia otros mundos, mundos dentro de ella misma y en lo que acontece.
Ana Rebeca Prada argumenta también sobre el desplazamiento y la relación entre el pensar y crear. La tradición occidental de escritores es entendida a partir de esta temática, en tanto que residen en la tierra como un errar, “como un ir yendo”. Así, durante el movimiento, el escritor genera el conocimiento que necesita y requiere; en el desplazarse constantemente se examinan el estar, saber y ser.
En el poema 23, Matilde Casazola se embarca nuevamente en un viaje inmóvil, pero a partir del cual invoca la partida y se prepara para ella; el periplo es, por ahora, su propio imaginario: “Cada mañana me esperaba tu barco / echando sus vapores confundidos con la niebla / cada mañana me decía, como el Ángel / –apresúrate, que hoy es el día […]” (El viaje, 23). En este poema, Matilde aborda en tono epistolar un hablar a otro ser, o a ella misma que la espera. Anuncia la postergada partida, hacia otras tierras nuevamente, pero antes juega a divagar por el terreno onírico: “[…] Yo lo miraba pensativa a través de la ventana / entre vapores azules de mis sueños / y respondía: –aguarda un poco más, / no debo embarcarme todavía […]” (El viaje, 23.). La transmisión onírica en lo poético de El viaje, refleja una yuxtaposición de imágenes que se hacen cuerpo en la propia Matilde; ella como personaje dentro del escenario de su propio sueño se convierte en nuestro hilo conductor; el viaje siempre la llama, su partir siempre está atento, y el mar es el gigantesco libro que la espera.
El mundo como texto y como lenguaje le muestra a la poeta su propia errancia, esta es su labor intelectual, por así decirlo, sus palabras son las que organizan el día a día. Dice Prada, sobre el caminante y el crear un afuera: “El afuera no es sólo un sentido de lo externo, de lo ajeno: es también una forma de estar en el mundo –fuera del régimen, la norma, el guion–”. El destino inmóvil que acoge a la poeta es símbolo de su propia quietud, pero es gracias a esta quietud que su imaginación sale en busca del viaje; donde reside la esencia de su ir yendo. Ésa es la intimidad del jardín del subconsciente de Matilde; manifiesto en su lenguaje; un jardín en el que vive el peligro, lo desconocido, y el acecho de lo invisible. Como el sueño y el ir yendo del escritor, la contemplación del mar es también la contemplación de uno mismo y del otro. Por su mutabilidad e inestabilidad, el mar se asemeja al corazón del poeta; y es la metáfora del sentimiento de correspondencia que Matilde añora: “[…] Pero todo comenzó esta mañana: / esta mañana el mar estaba celeste / y estabas tú Amor / tú Amor con tus caricias / tú Amor, con tu cuerpo verdadero / amor al que he esperado / durante arenas de interminables años” (El viaje, 37).  
La carne de los sueños de Matilde se revela a sí misma en la travesía hacia todo lo que habita en la memoria de la poeta, y en las imágenes del mundo que ella mira con el alma y que a su vez ellas también la observan. Lo que busca constantemente la mirada de Matilde, ya sea en el mar, en su situación de huésped de alguna casa ajena, en los paseos por los bosques, o en el campo onírico, tiene que ver siempre con el amor. Dicha búsqueda la conduce a la mutabilidad, a la fuerza que la obliga a moverse, reordenar su conciencia; el amor en Matilde es aquello que sufre siempre un cambio constante tras “la cortina del tiempo”.
Estudiante - [email protected]