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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
  • Actualizado 17:55

La épica como una cuestión personal

Sobre ‘The Last Dance’, la serie documental que recapitula la vida pública y privada de los Chicago Bulls conducidos por Michael Jordan, considerado el mejor basquetbolista de todos los tiempos.

The Last Dance. Netflix
The Last Dance. Netflix
La épica como una cuestión personal

Todos los mortales soñamos con volar. Michael Jordan lo hacía. Unánimemente reconocido como el mejor jugador de básquet de la historia, sus poderes trascienden la excelencia en la práctica deportiva. Cuando comandó a los Bulls a ganar sus dos tripletes y transformó a una franquicia mediocre en una de las marcas más reconocibles del siglo pasado, una de las paredes de mi habitación estaba cubierta por un enorme poster suyo. Era una imagen de un  partido jugado antes de 1992, en él se lo veía clavando la bola en el aro, suspendido, ante los torpes intentos de detenerlo de, entre otros, Vlade Divac y James Worthy y la mirada atónita de Magic Johnson, figuras históricas de los Lakers. La leyenda que se podía leer en esa imagen era contundente: “SKY MAN”. En el colegio, también lo tenía presente, no solamente en las pichangas de los recreos, en las que nos lastimábamos la lengua por sacarla en medio de una bandeja, emulando el gesto más conocido del “23”, sino en las imágenes que adornaban mi Trapper Keeper. Los años noventa, con sus diversas y discutibles referencias culturales, son el territorio estético al que mi generación vuelve irremediablemente. Uno de los monarcas que dominó gran parte de ese universo fue Jordan. Lo curioso, pero también lo que confirma su relevancia, es que yo no era hincha de los Bulls. La admiración que despertaba podía relativizar el fanatismo. Como si Asterix fuese fanático de Julio César, muchos llevábamos la camiseta de un equipo que odiábamos. Era un tiempo en el amar al básquet era amar a Michael Jordan. Sino que se lo pregunten a Spike Lee, el más célebre seguidor de los Knicks, que también se rindió ante la estrella de Chicago.

El documental de Jason Hehir que se puede ver en Netflix, reavivó el interés por Jordan y nos recordó esa época en la que la NBA se convirtió en un espectáculo global (incluso se transmitía por televisión local). The Last Dance (2020) es una más de esas piezas audiovisuales que gana relevancia no tanto por lo que es, sino por lo que despierta en el espectador. A nivel de información, poco nuevo puede ofrecer esta serie documental a los que memorizábamos jugadas, estadísticas y alineaciones, pero funciona como dispositivo auxiliar de la memoria. Y en nuestros recuerdos, ése último baile es el que no dejamos de bailar, el que se inicia una y otra vez.

Pero la memoria no siempre tiene el olor dulce proustiano, como Freud dice, la memoria a su vez hiede. Si Michael Jordan fue un deportista envidiable, también fue ese enemigo al que amábamos odiar. Conquistaba a lo imposible, pero fuimos mucho los que más de una vez, rezamos por que lo imposible lo conquiste. Reconociendo su genio y la belleza de su juego, muchos hinchamos, por Shaq, Penny y sus Magics, por el Guante Payton, Kemp y sus Sonics, por Malone, Stockton y sus Jazz, rogábamos por que derroten contundentemente a los Bulls. Como todo prodigio, Mike podía ser insufrible, por sus éxitos deportivos y, ante todo, por ser un empresario implacable. Eso es algo de lo incómodo de The Last Dance (2020), nos muestra a Jordan tal como es, no por un ejercicio de periodismo riguroso, sino porque se revela como una emotiva pieza de relaciones públicas. A veces, esos diez capítulos parecen ser parte de una gran campaña de marketing de contenidos. Aunque todos queríamos tener unos Air Jordan y nos bancamos verlo jugar con un conejo, su pelota parece estar dirigida por la mano invisible del mercado. The Last Dance nos muestra a un tipo que lo que quiere es acumular, ya sea títulos, millones o respeto.  Pare más la imagen de un empresario, que la de un héroe.

Moldeado por el mundo “desidealogizado” y descafeinado de la post-Guerra fría, Jordan fue la encarnación del deportista profesional que además de destacar en su disciplina, se concentró en ser lo que hoy llamaríamos un embajador de marca, en este caso, de su propia marca. A diferencia de personajes como sus compañeros generacionales, Charles Barkley y Dennis Rodman o de la leyenda de los Sixers y los Lakers, Wilt Chamberlain, la imagen del 23 de los Bulls estuvo iluminada por la luz del día, marcada por la disciplina y la capacidad de trabajo, no por los neones de la fiesta, ni por las sombras de la noche (su gusto por las apuestas se suele mencionar como una mera anécdota). No fue abiertamente polémico por su posición política, como lo fue el mejor centro-pivot de la historia: Kareem Abdul-Jabbar (a pesar de que en uno de los capítulos del documental se le da importancia a la decepción que generó su preferencia por vender zapatos, que por “jugársela” por los afroamericanos). Tampoco fue un embajador institucional de la NBA como lo son Magic Johnson o Jerry West (literalmente, el hombre logo de la liga). El documental responde a ese personaje y al tiempo en el que vivimos, en él la hazaña personal está por encima del éxito de un equipo.

Cuando se muestra a un Jordan maltratando a un novato Scott Burrell, acusando de traidor a Horace Grant y de egoísta a Scottie Pippen, o boicoteando la convocatoria al Dream Team del gran Isiah Thomas, como contracara de ese burlador de la gravedad y de la lógica de la física, también se nos recuerda que su condición de héroe es trágica o, mejor, patética. Es un general que puede conducir a la victoria, pero también a la aniquilación injustificada de sus tropas. Jordan fue el ídolo de nuestra juventud, un campeón de mil batallas, que incluso venció al tiempo. Precedió y esculpió, a su imagen y semejanza, a muchas estrellas más recientes, que creen que los equipos son figurantes de la puesta en escena de sus hazañas.