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  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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Elena Poniatowska: “Tengo todo lo que quise”

La escritora mexicana, que fue homenajeada por sus 90 años en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México el pasado jueves 18 de mayo, repasa los momentos estelares de una vida dedicada a la literatura y al periodismo
La escritora mexicana Elena Poniatowska.     EDUARDO VERDUGO
La escritora mexicana Elena Poniatowska. EDUARDO VERDUGO
Elena Poniatowska: “Tengo todo lo que quise”

“Todavía tengo muchos libros adentro”, dice Elena Poniatowska. A unos días de cumplir 90 años, con alrededor de 50 libros publicados y más de 40 premios y reconocimientos nacionales e internacionales, entre ellos el Premio Cervantes, comenta: “Hay cosas que quiero hacer, pero claro, se necesita salud, tiempo. Bueno, todavía hay tiempo, no como el que tenía antes, pero creo que he sabido sacarle raja, no me he dormido, no me he puesto a esperar a ver qué sucede, aunque sí creo en el ángel de la guarda”. 

En la sala de su casa huele a rosas. Hay un ventanal que mira al jardín y tres sillones amarillos. Su gato le hace la ronda mientras me platica de Estanislao Poniatowski, último Rey de Polonia. Y es que hace apenas unas semanas salió a la venta la segunda parte de El amante polaco, una historia novelada de sus antepasados. Le digo que ella fue una mujer adelantada a su época, que se liberó de ciertas ataduras, pero me responde que “no, yo mi vida siempre la amé mucho. Fui a un convento de monjas en Estados Unidos, de puro rezar, de pedir perdón por pecados que ni siquiera sabías que podían cometerse y pensaba: ‘Dios, me quiero entregar a ti, quiero ser la novia de Cristo’ y ese tipo de cosas porque todas tus pasiones las canalizas en una cruz con un cuerpo que está ahí clavado. Cuando regresé a México, quise entrar a la UNAM, pero era difícil revalidar los estudios del colegio de monjas. Debí de insistir, pero de tanto hacer colas en una ventanilla llega un momento en que desistes. Me metí a taquimecanógrafa. Mi papá me dijo: ‘Puedes ser secretaria en tres idiomas’, pero esa no era mi aspiración, no era lo que deseaba hacer en la vida”. 

Elena quiso ser periodista. Era una veinteañera cuando entró a trabajar a Excélsior. Allí debutó con una entrevista que le hizo al entonces embajador de Estados Unidos en México. Más tarde, colaboró en Novedades. “Recuerdo que al jefe de sociales como que no le gustó que yo le entregara un artículo y le dije: ‘Tú preferirías que yo estuviera en mi casa, ¿verdad?’ Y me dijo: ‘Sí, yo creo que las mujeres deben estar en su casa, en la cocina. El reino de la mujer son las cuatro paredes de su casa’. Había mucho de eso. También había un letrero que rezaba: ‘Cuando esta víbora pica no hay remedio en la botica’, y eso te pasa con el periodismo, te quieres salir, quieres volar hacia otro lado, pero siempre está ahí el piquete jalándote. Sigo en eso y ya tengo 90 años”. Elena suelta una risita, acaricia al gato que está echado sobre sus piernas y continúa: “Creo que si hubiera nacido en México no habría hecho tantas entrevistas, pero era el hambre de conocer a mi país. Además, tener la oportunidad —imagínate— de hablar con Alfonso Reyes, Octavio Paz, David Alfaro Siqueiros, Luis Barragán. Todos me recibían y les caía en gracia. Yo les preguntaba las cosas más infantiles y babosas que te puedas imaginar”.      

—El periodismo te acercó, además, a personas entrañables.      

—Claro. Trabajé al lado de dos grandes maestros: José Emilio Pacheco, un poeta al que amo con toda mi alma, y Carlos Monsiváis, que era ya un gran cronista. Los dos más jóvenes y por desgracia mueren antes que yo. Formamos un terceto de diálogo en el suplemento cultural que dirigía Fernando Benítez, todo eso fue muy alentador. Aprendí mucho de ellos y creo que ellos de mí porque yo llevaba el material en bruto, entrevistas, crónicas, conversaciones que había oído en la calle y todo esto formaba parte de México en la cultura, es decir, la cultura popular que para mí fue muy enriquecedora. 

“Después hice crónica, historias de vida. Empecé a ir mucho a la cárcel de hombres porque recibí una carta de un preso homosexual pidiéndome que fuera a ver una obra de teatro que habían puesto y ahí estaban los presos políticos, Demetrio Vallejo, Alberto Lumbreras. Algunos luchadores me contaban que querían irse a morir a Rusia, que era la patria querida. Todo era muy conmovedor. A raíz de eso me acerqué a un mundo absolutamente distinto al mío, a una sociedad nueva que me enriqueció más que la sociedad a la que yo pertenecía”. 

“La Poni”, como se le dice de cariño, se entusiasma mientras evoca estos pasajes de su vida atesorados en una memoria que no se agota. “Lecumberri —continúa—, es una fuente inagotable de inspiración y de información porque todo mundo quiere contarte su vida y todo mundo te espera, entonces puedes ser un oído y un transmisor de todos los dolores, las esperanzas, la posibilidad de libertad o los años de encierro, eso es muy importante. Yo se lo digo a los que quieren ser periodistas: ‘Ve a la cárcel o a algún refugio donde puedas aprender algo que no seas tú, no hables de ti todo el tiempo porque eso se agota, uno no es todopoderoso’. Bueno, ahí está Proust que escribió de su día a día, de sus enfermedades, de su mamá, su tuberculosis, las fiestas, lo que tú quieras, pero lo hizo en una forma superior. En mi caso, Luis Spota retrató muy bien mi mundo. Escribía sobre el Rey Carol y Madame Lupescu, quizás burlándose o con una intención de caricaturizarlos. Yo me incliné por el mundo de la gente sobre la que no sabía nada. En esa época tenía sentido darles voz escucharlas, yo soy una gran escucha, sé inspirar confianza porque no solo es escuchar, es no juzgar, es ser partícipe y cómplice, crear empatía, que los demás sientan que estás con ellos. Me interesó la gente de la calle, la que va pasando. Descubrí toda una posibilidad de vida que despertó mi curiosidad. Aprendí mucho, incluso del pordiosero ciego frente a la iglesia que luego se levanta y resulta que no está ciego y se va con el dinero que le dieron de limosna. Me hice amiga de él. Fui cómplice de gente amorosa que me enseñó muchísimo, me enseñó lo mismo que los libros y los periódicos”. 

Elena estableció relaciones entrañables y profundas con mujeres en distintos planos. Muchas de ellas gravitan en su obra. Ahí están las historias que escuchaba en los lavaderos, en la azotea frente a su casa. “Luego se convirtieron en cuentos, relatos, novelas, en la esencia, quizás, de mi vida”, acota. Pero también las vidas de mujeres poderosas, algunas de ellas extranjeras que recalaron en México y con quienes se identificó: Mariana Yampolski o Leonora Carrington, entre otras. “Tuve la suerte de que me aceptaran, que quisieran platicar conmigo, de visitarlas cuantas veces quisiera. Se establecía luego luego una hermandad muy grande. De Leonora me habían dicho que era muy difícil, que siempre decía: ‘Nothing personal’, no quería hablar de asuntos personales, pero terminó platicándome de todo lo que yo le preguntaba. Lo mismo con las demás. Cuando creas un lazo, ese lazo se va profundizando y luego te hace falta. Además son mujeres solitarias, no son diputadas o senadoras a las que todo mundo se les acerca, son mujeres que viven solas. Yo podría haber escrito un libro de mujeres como el del Duque de Otranto (el cronista de sociales, Carlos González López Negrete, que escribió Los trescientos…y algunos más, sobre la crema y nata de la sociedad mexicana), pero a mí me interesaba más lo que podían decirme otras mujeres, otros hombres. Escribí una verdadera biografía sobre Guillermo Haro, el padre de la astronomía moderna en México: El universo o nada, y luego le dediqué una novela: La piel del cielo… en fin, libros y libros en que el personaje era alguien a quien yo tenía cerca o que podía adivinar. Leí mucho sobre astronomía y leí mucho también cuando hice otro libro sobre ferrocarriles, de cómo se cubrió México, todo el campo, toda la superficie de México, de rieles y rieles; cómo la locomotora fue la heroína de la Revolución mexicana; sobre las soldaderas que iban arriba de los vagones congelándose cuando había nieve. Posiblemente si yo hubiera nacido en México no lo habría visto con la misma curiosidad, pero el hecho de que todo me sorprendiera y me fascinara, que ejerciera ese poder enorme sobre mí, creo me ayudó. Y, claro, también había conocido a Oscar Lewis y esta idea de una vecindad en la que se podía entrar y conversar con la gente. Admiré mucho lo que estaba haciendo con Los hijos de Sánchez. De hecho, conocí la verdadera vecindad y a los que él llamó los hijos de Sánchez, solo que cuando se abría la puerta todo mundo decía: ‘Ya llegó el doctorcito’, y él nunca les dijo que era doctor, pero en antropología. Les repartía medicinas inocuas, aspirinas, Vick Vaporub, cualquier cosa, y a cambio de eso obtenía sus relatos de vida que fueron importantísimos”. 

Hacemos una pausa. La tarde se ha puesto gris. Martina entra con un vaso de agua y le da a Elena su medicamento. “Le duele el ojo —me dice—; el izquierdo”. Enseguida volvemos al tema de las mujeres, de la periodista que eligió su propio destino aunque en casa no lo encontraran apropiado para una joven de su estirpe. “Creo que fui feminista sin darme cuenta, siempre he estado rodeada de mujeres, mi hermana, mi madre, las compañeras del colegio de monjas, pero nunca entré en competencia con una mujer, sentía que todas estábamos en el mismo barco. Desde hace años me asumo feminista y aunque no he seguido muy de cerca los movimientos actuales, he participado en las marchas. Mis puntos de encuentro han sido doña Rosario Ibarra de Piedra, a quien considero una heroína mexicana de gran calibre, o Marta Lamas, fundadora de la revista FEM, con Margarita García Flores, Alaide Foppa. También Carlos Monsiváis, que se hizo muy feminista. Se involucró en la lucha para que las mujeres tuvieran las mismas oportunidades que los hombres, que se ventilaran todos los temas, el aborto, por ejemplo. A través de ellos descubrí un mundo en el que también se puede actuar y escribir a partir de movimientos sociales”. 

En efecto, la trayectoria de Poniatowska da cuenta de su activismo y la simpatía por diversas causas, comenzando por los campesinos a través de la vida de Jesusa Palancares en Hasta no verte Jesús mío; La noche de Tlatelolco, su gran crónica de la matanza estudiantil el 2 de octubre del 68; El tren pasa primero, sobre Demetrio Vallejo y el movimiento ferrocarrilero o Nada, nadie: las voces del temblor. 

 —¿Acaso esta pulsión, esta solidaridad con las luchas sociales fue lo que te animó a sumarte al gobierno actual?, le pregunto.     

 —Yo no me sumé, para nada. A mí me vinieron a buscar, igual que a Monsiváis.      

—¿Y cómo ves al México de hoy con todos sus contrastes?      

—Mira, ya tengo 90 años y en tanto tiempo tienes la posibilidad y la suerte de hablar con miles de gentes. María Félix o Dolores del Río fueron muy cariñosas. Cuando era joven les caía en gracia a todos. Rivera, Siqueiros, Paz, Reyes, decían: ‘Pues a ver qué quiere esta enanita’. Había una simpatía que disfruté y que me ayudó mucho. También me encarceló un poco porque seguí haciendo entrevistas, aunque mi gran deseo era escribir otros libros. Sí los hice, pero ahora quisiera dedicarme solo a hacer novelas, cuentos, trabajar más en la obra propia, hablar de lo que recibí, del inmenso regalo que para mí ha sido México porque mi mamá cuando regresó a México me regalo un país. Ella creía que íbamos a volver a Francia, pero nos quedamos y nos quedamos y finalmente para mí fue una apropiación de México, del campo, de los campesinos, de la Revolución mexicana a través de Jesusa Palancares; tuve el privilegio de hacer entrevistas a lo largo de los años, tengo un tesoro de pláticas, de voces que fueron generosas conmigo, muy pacientes, aunque la verdad también le eché muchísimas ganas. A lo mejor le dediqué más tiempo al trabajo que a mis hijos, a veces me siento culpable porque intentaba combinar los horarios mientras estaban en la escuela y luego los trataba de dormir tempranísimo para poder trabajar. La cosa es que desarrollaron una capacidad de sueño extraordinaria.      

— En este afán de escribir, ¿qué buscabas?      

—Pertenecer a México, pertenecer a todo un grupo humano. Pude haberme quedado en Estados Unidos porque saqué becas, siempre fui buena estudiante, no es que fuera más inteligente que las otras, pero fui machetera. En fin, quería quedarme en México, pertenecer, ‘ser parte de’ era esencial para mí.      

—¿Y dónde quedó el ángel de la guarda?      

—Pues es que he tenido mucha suerte. Tengo tres hijos, diez nietos a los que veo con una enorme curiosidad. Y así, todo lo que quise tener al final lo he tenido.