Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 23 de abril de 2024
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FERIA LIBRE

El suicida

Llevaba un año tratando de encontrar una forma de matarse, desde que la mujer amada lo había botado sin miramientos tras una breve misiva lapidaria. Sufría además problemas de trabajo, acumulaba deudas impagables por la pasión de su esposa en darse vida de gran dama, se aburría viviendo en un hogar familiar donde nadie lo cotizaba, carecía de amigos, odiaba la vida social. Su existencia era la nada, salvo que a veces pintaba. Cuadros. Creía que lo hacía con cierta gracia y oficio, pero nadie celebraba sus obsesivas imágenes de hojas de árboles, ampliadas a escalas propias de un microscopio.

Un arma de fuego no poseía ni pensaba poseer. Comprarla, con todas las restricciones que existían, no le atraía. Lo que más odiaba eran los trámites, los notarios, las ventanillas, los papeleos. Tirarse desde un edificio le parecía una tarea insalvable: cómo llegar a la azotea, con los guardias vigilando y las escaleras bloqueadas. Le daba demasiado miedo la altura como para tener que, además de matarse, sufrir los horrores del vértigo. Lanzarse a las ruedas del metro o de un autobús quedaba descartado. Se imaginaba mutilado y befado por pasajeros y transeúntes, llevado por fuerza a hospitales y cárceles. Ni hablar de los venenos. Eso no era para él. Hasta comerse una hamburguesa lo intoxicaba al punto de vomitar al borde del desvanecimiento. No. No hallaba una manera decente y digna de matarse.

Probó dejar de comer. El esfuerzo duró medio día, tras lo cual el hambre lo obligó a ingerir desesperado media docena de donuts. Intentó dejar de respirar pero no funcionó, sus pulmones recobraban automáticamente la inercia habitual. Trató de no dormir, de no defecar, de no pensar, de infringirse dolor; pero la vida se imponía, negándose a ceder. Pasó la lengua por sus pomos de óleo para tratar de intoxicarse. Ni siquiera sintió el sabor. Se habían secado. Necesitaba urgentemente quitarse la vida. Cada día era una agonía, la espera del golpe definitivo, el despido que lo dejaría en la calle, sin salario y con miles de dólares en deudas. Preguntó a conocidos confiables, amigos se podría decir, si estarían dispuestos a matarlo de manera indolora. Sólo encontró risas y miradas sospechosas, dedos que subían a las sienes, vueltas de espalda implacables. Meterse con asesinos profesionales también lo descartaba. Significaba acceder a sectores sociales que le repugnaban y aterrorizaban.

“¡Qué hacer, Dios mío, para morir!” era el grito que lanzaba cada mañana frente al espejo, viéndose decadente, arrugado y calvo, con unas ojeras abominables, abultadas, formando pliegues, un aspecto de enfermo que no se correspondía con su salud de hierro, no padecía siquiera de resfríos. La muerte natural no iba a llegar.

En todo eso pensaba frente al computador de su oficina, en lo alto del edificio metropolitano de amplios ventanales. Contempló abatido el rimero de papeles sobre su bandeja, el trabajo que no lograba hacer bien por más que se esforzara. Se aproximaba al desastre y nada podía hacer para impedirlo. ¿Cómo atraer a la muerte? En eso estaba cuando vio por la ventana la imagen insólita de un avión que se abalanzaba directo hacia donde él se hallaba. Miró su calendario y vio marcado 11 de septiembre de 2001, antes que el infierno, hecho de fuego, ruido y furia, se lo tragara... Un segundo antes del impacto el piloto suicida había gritado por última vez: ¡Inch Alá! ¡Hágase la voluntad de Dios!

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