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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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FÚTBOL

La éxtasis del título: nuevamente campeones

Sobre el campeonato logrado por Wilstermann, el pasado miércoles en Sucre ante el paceño The Strongest.
La éxtasis del título: nuevamente campeones

La alegría del pueblo aviador explotó en el instante en el que Oscar Vaca -un desconocido hasta ese momento para la mayoría de los hinchas-, en el ruedo de los penales, derrotaba al otro Vaca, a Daniel, el arquero atigrado. Ese joven beniano, ironía de la vida -como me decía un amigo aurorista- provenía de su clásico rival de los aviadores: el Equipo del Pueblo. Hasta ese domingo en Sacaba que se jugó la segunda final, Vaca era un suplente más, pero, por su performance notable en ese domingo –un pase suyo le permitió a Serginho embocar con golpe de cabeza la pelota al fondo de las redes– fue el faro que iluminó la victoria aviadora en aquel domingo frío en el valle sacabeño. Así se ganó la confianza del técnico que le ratificó en el onceno titular que jugó la final en Sucre. Allí inscribió su nombre en las páginas gloriosas de la historia de los aviadores al marcar ese gol de penal que se tradujo en el título: ese remate no fue intuido por Daniel Vaca, que se recostó a su lado derecho, mientras el remate bien dirigido iba al otro costado. Después de marcar ese gol del título, el Vaca aviador corrió desaforado de alegría. Como si fuera una bandera victoriosa, se sacó la camiseta para ondearla frente a su hinchada hambrienta de éxtasis, enclavada en la curva sur del estadio Patria.

Ese instante fue un momento de embelesamiento, ese hechizo indescifrable que solamente el fútbol brinda. El desborde de alegría de los wilstermanistas era indescriptible. Las lágrimas de los aviadores empezaron a recorrer por las mejillas. Eran lágrimas de felicidad. Esa felicidad inconmensurable era contagiosa. Los hinchas se enlazaban en un abrazo infinito. Como ocurrió en otro preludio invernal, el estadio sucrence fue nuevamente testigo de otra alegría aviadora. En aquella ocasión, se jugó el desempate para salir del infierno que representó habitar el descenso. Ese 30 de mayo del 2012, Wilstermann ganaba a Guabirá desatando un júbilo entre sus feligreses. Ver a esa hinchada fervorosa en la curva sur del estadio chuquisaqueño me hizo evocar aquel momento de alegría. Parecían las mismas imágenes: hinchas y jugadores envueltos en un gozo incontenible. Aunque, los significados de esas alegrías eran distintas: la del pasado miércoles tiene la descomunal importancia que representaba, una vez más, el gusto de tocar el cielo con las manos: ser campeones.

Ni siquiera el frío imperante en Sucre fue óbice para que los hinchas aviadores dieran suelta a su regocijo exuberante. Y, tampoco en Cochabamba. Ni bien acabado el partido, desafiando a la temperatura baja, los hinchas vestidos de rojo, muchos de ellos enarbolando y ondeando orgullosos sus banderas, se volcaron a la plaza Colón y al paseo de El Prado. Allí, en esos espacios tradicionales para los festejos futboleros, la felicidad era embargadora. Los hinchas gritaban en la noche cochabambina: “Dale rojo, dale rojo…”.

Esta forma de celebración se convirtió en un ritual recurrente de los seguidores rojos, especialmente en las noches otoñales, para festejar hasta el hastío las alegrías futboleras. Esa noche del 6 de junio del 2018 fue un desborde inconmensurable de júbilo. Fue el desahogo de felicidad contenida a lo largo de noventa minutos de tensión, a pesar de un trecho de alegría por los goles momentáneos que luego opacados por los goles stronguistas.

Los relatores del partido describían que fue un “partido de infarto”. Y no exageraban. El ritmo impreso por ambos equipos y los vaivenes en el mismo juego abría una incertidumbre sobre el desenlace del partido. La posibilidad de llegar a los penales provocaba miedo entre los rojos, ya que la historia reciente daba cuenta de la ineficacia para dirimir desde los doce pasos. Esa experiencia ingrata se remontaba, por ejemplo, a la forma en la que los aviadores quedaron eliminados en la reciente Copa Libertadores frente a Vasco da Gama brasileño. Como si fuera una carnada del destino, se repitió la historia: varios penales fueron desperdiciados por los rojos. Pero, esta vez, la diferencia radicó en el arquero aviador, Arnoldo Pipo Jiménez se agigantó tapando varios penales. A diferencia del arquero atigrado que atajó también varios penales, Pipo tuvo una pizca de suerte, la necesaria. La suerte del campeón.

La mayoría de los analistas futboleros coincidían que el mejor equipo del torneo de la Primera División del Fútbol boliviano fue el aviador. Pero, la forma peculiar del campeonato de definir por series podría provocar que, ante un leve descuido, el “mejor equipo” se quede congelado en el camino. Como decía el periodista Rubén Atahuichi: “¿Justicia divina? El sistema de campeonato le había dado una opción a The Strongest de pelear por el título con un acumulado de 35 puntos frente a los 47 de Wilstermann, incluso por encima de los 40 puntos de San José”. Se hizo justicia. La convicción de ser el mejor onceno del campeonato fue más gravitante. Esa vez se rompió el maleficio de los penales fallidos.

¿Cuál es el secreto del campeón? Quizás, la persuasión de un entrenador que convenció a sus jugadores de que el camino del éxito es el fútbol ofensivo. Casi como si fuera un seguidor de Pep Guardiola –ese técnico español que imprimió su propio sello provocativo y un hacedor del fútbol ofensivo en un momento en que los arremetes defensivos es la tendencia–, Álvaro Peña, el estratega aviador, fue fiel a sus creencias ofensivas. Muchos dicen que este equipo fue formado por su predecesor, el colombiano-peruano Roberto Mosquera. A mi juicio, fue a la inversa. Peña recogió un equipo trabajado para defenderse, pero nada atrevido para atacar. Era un equipo que pensaba más en no perder. Entonces, Peña tuvo que hacer una “vuelta de tuerca” en la mente de los jugadores. El mensaje: atacar de distintas formas y en cualquier cancha, sea de local o visitante. O sea, ganar atacando.

El explosivo de Serghino y el gambeteador de Pochi Chávez fueron dos argumentos decisivos para esta forma de jugar ofensivo. Allí arriba estaba un Gilbert Álvarez con los ojos bien abiertos y con un olfato de goleador de cepa para embocar en el arco rival cualquier balón que merodeaba por el área rival. Esos goles de cabeza en las finales en Sacaba y en Sucre fueron decisivos. Pedriel y Ríos fueron sus cómplices ideales. Cristian Machado, Fernando Saucedo y Jorge Camba Ortiz, con un despliegue de sacrificio y talento, lograron ocupar el mediocampo. Fueron pilares fundamentales para el equilibrio del equipo. La defensa tan variante, Zenteno y Alex aparecían insustituibles. Sus ausencias obligaron a emerger a Roque Montero que, con prestancia, logró engarzar en la zona defensiva. Con su ímpetu gladiador, Enrique David Díaz se erigió en un bombero que apagaba fuegos cuando las papas quemaban. Alejandro Meleán fue el inagotable multifuncional del equipo: lateral, mediocampista e inclusive defensor central. Y Juan Carlos Aponte fue el lateral inagotable. Tal vez, el mayor el secreto del éxito del equipo aviador fue un equipo compacto. No se sentía la ausencia de los titulares. Casi todos estaban en un mismo nivel. Así se forjó una alegría más.

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