Opinión Bolivia

  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
  • Actualizado 14:50

Dormir en Auschwitz

A 75 de la liberación del tristemente célebre campo de concentración nazi, la autora de este texto regresa a la memoria y la palabra de uno de sus sobrevivientes, el escritor italiano de origen judío Primo Levi (Turín, 1919-1987), que en el libro Si esto es un hombre reconstruye las ignominias que él y otros tantos sufrieron y de las que no todos salieron vivos. 
Archivo
Archivo
Dormir en Auschwitz

Al grito de no sé qué palabra, los despertaban a las cinco y media de la mañana, me contaba un amigo que estudió la secundaria en un liceo militar en Sucre. Para las seis tenían que estar frías y absurdamente bien tendidas sus camas, listas para una severa revisión: un teniente lanzaba una moneda al aire sobre la litera y si no rebotaba al caer en la frazada, todos debían pagarlo con esas sanciones crueles que se inventan, sin agotarse, los militares. 

Este relato me genera un oculto placer cada que me acuerdo de la castrense tirantez de esas sábanas y frazadas. No hay nada que me guste más que una cama bien tendida. Con sábanas suaves que se abrazan tenaces al colchón como la piel nueva de un animal que acaba de desmantelar su dermis vieja. 

Una cama bien estirada, una ancha sábana donde pastar y recuperar la energía. 

Que no me quiten la noche, el descanso.

La noche es un regalo. Debiera ser el tiempo de rehacernos, mejorarnos un poco. La cama es el lugar donde uno puede volver a vivir o inventar una segunda vida, menos apresurada, menos dolorosa, menos absurda. El lugar donde uno se encuentra al final del día con uno mismo y se abraza.  Y para ese abrazo yo prefiero que sea una superficie lisa y tersa; una hoja en blanco para escribir y recrear, en la oscuridad, el día en forma de sueños, pesadillas, fantasías, anhelos o, si alguien nos acompaña, de confesiones y charlas interminables. 

Estos placeres, pequeños y absurdos, infantiles, burgueses incluso -como una cama bien tendida- , son los que nos ayudan a tener una cierta conciencia de que somos hombres y mujeres, humanos. Los imperceptibles rituales diarios al despertar o acostarnos, al ir al trabajo, al viajar, al comer, al amar, al hablar con otros, bailar, cantar, esos pequeños y cotidianos momentos nos reafirman como seres humanos. 

De manera violenta, planificada y sistemática, en 1940 los alemanes construyeron un campo de concentración en Polonia para eliminar de un plumazo uno a uno esos momentos de la vida, pulverizar las pequeñas pertenencias que nos hacen personas, no de miles, de millones de judíos mientras esperaban la muerte segura.

Cinco años después, a paso demasiado lento y demasiado tarde para muchos judíos, los soldados soviéticos entraron en este lugar del horror llamado Auschwitz y salvaron a los que pudieron. A los que no murieron en las cámaras de gas, o fueron ejecutados a punta de pistola, o muertos de disentería, o muertos de cansancio y hambre, o cansados de esperar. Cuando llegaron los soldados y sus tanques, el prisionero 174517 estaba arrastrando fuera de su barraca a “un infame revoltijo de miembros secos, la cosa Sómogyi” para dejarla sobre la nieve gris. Cuando vio a los soldados que los venían a salvar, un compañero, parado a lado suyo, se quitó la gorra y el sintió mucho no tenerla. 

Esta escena la volvemos a ver ahora que se conmemoran los 75 años de la liberación del campo de exterminio nazi Auschwitz, el 27 de enero de 1945, porque ese escuálido número 174517 tatuado en un antebrazo era Primo Levi, uno de los poquísimos sobrevivientes judíos, tenía 25 años. Estudioso y apasionado de la química, Levi, desde que bajó del tren de carga que los escupió un día frío y fangoso en el campo, o Lager como él lo llama, intuyó con una certeza escalofriante que el ser humano siempre puede caer más bajo, hasta el infierno mismo, si es necesario. Siempre. 

En una esquina amontonados, desnudos, transformados en fantasmas, recuerda: “No tenemos nada nuestro: nos han quitado las ropas, los zapatos, hasta los cabellos; si hablamos no nos escucharán, y si nos escuchasen no nos entenderían. Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca”. Esto escribió, en su impecable y personal estilo, a modo de rememoración y advertencia, en uno de los libros más poderosos y enternecedores de nuestros tiempos que tiene un título inmenso, Si esto es un hombre. 

Si esto es un hombre / los que vivís seguros / en vuestras casas caldeadas / los que os encontráis, al volver por la tarde / la comida caliente y los rostros amigos: / considerad si es un hombre/ quien trabaja en el fango / quien no conoce la paz / quien lucha por la mitad de un panecillo. 

“No volveremos. Nadie puede salir de aquí para llevar al mundo, junto con la señal impresa en su carne las malas noticias de cuanto en Auschwitz ha sido el hombre capaz de hacer con el hombre”. El sangrante minuto en que Levi cayó en cuenta de que nunca volvería a ser lo que fue, su empeño por contar lo que vio y vivió lo invadió y escribió un año apenas de recién liberado, sin resentimiento, sin odio, para que pudiésemos ver y acercarnos a la oscuridad sin miedo. Para que pudiésemos mirar al dolor, al corazón mismo del hombre.  

Primo Levi estuvo en el Lager de 1943 hasta la liberación con una sola cosa en su cabeza, sobrevivir para contarlo, no morir y mantenerse cuerdo y todo aquello que lo hacía un hombre, su dignidad, pues. Cosa casi imposible en el estado en que los mantenían. Durante el día los mataban a palos, los tenían trabajando a punta de botín, caminando de un lado a otro, comiendo lo que comen los cerdos de la peor granja posible y sin poder hablar con nadie porque no había tiempo ni un solo idioma y porque pensar o hablar había dejado de tener sentido. “En el Lager pensar es inútil, porque los acontecimientos se desarrollan las más de las veces de manera imprevisible; y es perjudicial, porque mantiene viva una sensibilidad que es fuente de dolor y que alguna próvida ley natural embota cuando los sufrimientos exceden un límite determinado”.  

En las noches, lo peor. 

Los nazis lo pensaron bien, no camas. 

No ancha planicie donde pastar y recuperar la energía. 

No sábanas tersas que arropen la idea de que aún algo de ti sirve. 

Literas de a cinco, compartidas. Sobre la paja seca, una manta. Cuenta Levi, en un onírico capítulo del libro llamado con justicia “La noche”: “No sé quién es mi vecino. 

“Ni siquiera estoy seguro de que sea siempre el mismo porque no le he visto la cara más que unos segundos en el tumulto de la diana, de manera que mucho mejor que la cara le conozco la espalda y los pies. (…) Estoy tan cansado y atontado que no tardo en dormirme yo también, y me parece que estoy durmiendo sobre los raíles del tren. (…) Se oye respirar y roncar a los que duermen, a alguno que gime y habla. Muchos chasquean los labios y baten las mandíbulas. Sueñan que están comiendo: éste es también un sueño colectivo”. 

El sufrimiento del día reaparece en las pesadillas, en esas “camas” que no les dan tregua. Apilados, cabeza con pies, dormían en parejas, apretados y asustados. Al grito de “Wstawác” (“despertar” en polaco) los sacudían temprano. “‘Wastawác’; y el corazón se nos hacía pedazos” y todo volvía a comenzar. 

Considerad si es una mujer/ quien no tiene cabellos ni nombre / ni fuerzas para recordarlo / vacía la mirada y frío el regazo / como una rana invernal.

En otra cama, en las barracas de mujeres, está Ginette Kolinka, otra sobreviviente que también escribió sobre esa historia de deshumanización en el campo de concentración. En un pasaje de su libro Regreso a Birkenau cuenta que todos los días morían varias chicas y algunas sentimentales las arrastraban afuera o a un rincón, pero ella guardaba el cadáver cerca suyo como si fuera oro para que cuando entrasen a darles de comer, ella pudiese decir “no, mi amiga está dormida, denme su parte”. “A lo que llega una. En lo que se convierte una”. 

Pensad que esto ha sucedido: / os encomiendo estas palabras. / grabadlas en vuestros corazones   / al estar en casa, al ir por la calle, al acostaros, al levantaros; repetídselas a vuestros hijos. 

Este testimonio cruel y honesto, como tantos otros, refuerzan algo que en el libro de Levi se pone en evidencia. La rememoración, la necesidad de contar la deshumanización de la que fueron víctimas, de sacar de su sistema la manera en cómo dejaron de ser hombres y mujeres para ser cosas vivas debe “ser entendida como una siniestra señal de peligro”, de que el odio antisemitista sigue existiendo, de que el hombre siempre podrá ir contra el propio hombre y que es importante que se sepa lo que pasó en Auschwitz para que no se repita. 

Pero, pasados los años y viendo la historia, sé que en esas oscuras barracas y punzados por el dolor, ellos sintieron la constatación de algo más terrible y amargo, y es qué el odio no solo viene de afuera. El peligro hace su nido en cualquier alma. Puede venir de los que sobreviven, de los que sufren incluso, o de los que vivimos seguros, de los que conocemos la paz, de los que volvemos por la tarde a casa, la comida caliente y a rostros amigos, de los que no renunciaríamos así no más a una cama bien tendida. 

Productora y gestora cultural – [email protected]