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El dilema del bote salvavidas

Imaginémonos resguardados en un bote salvavidas en medio del “Mar Moral”. El bote tiene una capacidad para 50 personas. Digamos que podríamos encontrar algo de espacio para 10 personas más. El máximo número que podría resistir este bote sin hundirse sería 60. Sin embargo, alrededor de él, flotando en el mar, se encuentran otras 100 personas que luchan por sus vidas, rogando su entrada al bote. ¿Qué deberíamos hacer? Solo hay espacio para 10 personas más. Pero, ¿cuáles? ¿Cómo deberíamos escogerlas? ¿Qué les diríamos a las otras 90? ¿Deberíamos, acaso, dejar que todos entren y que el barco se hunda con las 150 personas en él? ¿O, en cambio, dejar vacío el espacio extra de 10 personas para mantenerlo como un “factor de seguridad”?
Garrett Hardin formula este dilema en un artículo titulado “Lifeboat Ethics” (1974) y lo usa para intentar justificar la propuesta de temerarias medidas de control poblacional. La metáfora del bote salvavidas trata de representar los peligros medioambientales de la sobrepoblación, entre ellos: el agotamiento de los recursos naturales. Hardin cierra el relato añadiendo que, aunque dejar vacío el espacio extra de 10 personas para mantenerlo como un ‘factor de seguridad’ es la única forma de sobrevivir, esta solución “es moralmente aborrecible para mucha gente”. El autor nos presenta solo dos opciones: o abandonamos el sentido de aversión moral y la culpa; o abandonamos el bote, ahogándonos para que otra suba en nuestro lugar.
Es relativamente fácil tomar una decisión dentro de esta circunstancia figurada. Seguramente, ahora mismo, algunos lectores optaron en su mente por una justicia catastrófica, dejando que todos suban al bote y este se hunda poco a poco. Quizás otros, altruistas, decidieron lanzarse al mar para que suba el prójimo. Finalmente, otros optaron tal vez por dejar a las 100 o 90 personas morir. Que pena por estos últimos, puesto que, si seguimos leyendo el texto de Hardin, descubriremos que es posible que nosotros, los bolivianos, nos encontremos en el grupo de personas que no tuvieron la suerte de subir al bote y se ahogan en el Mar Moral pidiendo auxilio.
El artículo de Hardin sugiere que los países en vías de desarrollo son los que están fuera del bote (o de los botes), mientras que los países ricos son los que tuvieron la suerte de entrar en él. El pensador norteamericano asegura que: “La dura ética del bote salvavidas se vuelve aún más dura cuando consideramos las diferencias reproductivas entre las naciones ricas y las naciones pobres. La gente dentro de los botes salvavidas se duplican cada 87 años; los que nadan alrededor del exterior se duplican, en promedio, cada 35 años, más del doble de rápido que los ricos. Y dado que los recursos del mundo están disminuyendo, la diferencia en la prosperidad entre ricos y pobres solo puede aumentar”. Hardin cuestiona, mediante esta argumentación, las propuestas de ayuda humanitaria como, por ejemplo, los bancos mundiales de alimentos.
Hardin complejiza la metáfora: cada país vendría a ser un bote salvavidas y algunos de éstos estarían hundiéndose o ya ahogándose. Este tropo le permite cuestionar, no solo la ayuda humanitaria internacional, sino también la migración. Ambas estarían condicionadas por exigencias de control reproductivo. Únicamente los “países pobres” que reduzcan el crecimiento de su población estarían “habilitados” para recibir la ayuda de los “países ricos”. Hardin intenta sostener esta posición argumentando que si la ayuda incondicional a los países pobres (suponiendo que exista una) continúa, entonces éstos no entrarán en crisis y, en palabras del autor, “nunca aprenderán” a conducirse correctamente. Este pragmático intento de Pathei Mathos no reúne la suficiente evidencia acerca de qué es lo que causa las altas tasas de natalidad y la pobreza en los “países pobres”. Tampoco se pregunta si hay una relación causal entre la reproducción humana y la pobreza. Además de tentarse en incurrir en una falacia de la causa falsa, no considera factores como la educación y la injusticia.
El argumento del control poblacional ha sido representado, mucho antes, de manera irónica por Jonathan Swift en “Una modesta proposición” (1729), donde propone que los padres pobres de Irlanda vendan sus bebés “a las personas de calidad y fortuna del reino” para que se los coman. A través de la sátira y el humor negro, Swift destruye el argumento que mucho después Hardin formularía de alguna manera en serio. Según lo que cuenta Eduardo Galeano en “Patas arriba”, recientemente se empleó una ironía similar a la de Swift; un grafiti en un muro de Buenos Aires proponía: “¡Combata el hambre y la pobreza! ¡Cómase un pobre!”. En la cultura popular se ha representado también el argumento del control poblacional en películas como “Infinity War” con el personaje Thanos o “Inferno” con el personaje Bertrand Zobrist. Ambos, por supuesto, villanos, con un extraño convencimiento moral.
Ahora bien, encaremos el problema de frente y preguntémonos si verdaderamente ya no queda espacio en el bote salvavidas mundial o en los botes salvavidas nacionales. Preguntémonos además como corolario si es justificable o no la ayuda humanitaria. Consideremos los siguientes datos, que Vi Ransel nos ofrece en Global Research: “una mujer en la Etiopía rural junto con diez hijos suyos causa menor impacto ambiental y usan menos recursos que una familia de clase media, compuesta por cuatro, en Estados Unidos, Inglaterra o Alemania”. ¿Es que no hay espacio en el bote salvavidas para más personas o, en realidad, las que están en él llevan un equipaje demasiado grande de consumo innecesario?
Si el mayor peso en el bote no son las personas, sino el estilo de vida que llevan actualmente, entonces es aplicable aquí el principio que Peter Singer propone en “Hambre, riqueza y moralidad”: “si tenemos capacidad para evitar que algo malo ocurra sin que por ello sacrifiquemos nada de importancia moral comparable, moralmente debemos actuar”. Como explica Singer, nadie dudaría de la obligación moral de ayudar a un niño que se ahoga en un estanque cerca de mí; tampoco se dudaría de lo ridículo que sería sopesar la posibilidad de embarrar mi ropa o llegar tarde al trabajo por salvar esa vida. No obstante, se hace más difícil conseguir el asentimiento general cuando proponemos, con Singer, que tenemos la misma obligación moral si tenemos la capacidad de evitar que un niño muera de hambre al otro lado del mundo.
Esto nos conduce a la segunda pregunta: ¿es justificable la ayuda humanitaria? Sí, pero tenemos que entenderla bien. Usualmente el asistencialismo por parte de los países ricos se figura como una caridad digna de ser aplaudida, cuando muchas veces intenta ser un paliativo para no sentir la culpa de estar viviendo a costa de la vida de otros. Si la ayuda humanitaria fuera significativa, estratégica y honesta, sería muy justificable; pero, de igual manera, siguiendo a Singer, se trataría de una obligación moral, y no tanto de una voluntad desprendida. ¿Qué deberían hacer entonces los que están en el bote? Cuestionar su estilo de vida y jerarquizar valores morales; en suma, cuestionar si verdaderamente no hay espacio para otras personas o es que cada uno está tomando más espacio del que le corresponde.
Licenciada en Filosofía y Letras - [email protected]