Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
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CINE

Compañía, la música y el movimiento

Crítica del documental de Miguel Hilari, que forma parte del ciclo de cine Bolivia Radical, que se desarrolla de manera virtual hasta el 30 de julio. 
Compañía, la música y el movimiento

Los interesados pueden visitar la página de Facebook del Festival de Cine Radical, que organiza la muestra en alianza con Imagen Docs y el Centro Cultural de España en La Paz.

El corral y el viento (2014), primer mediometraje de Miguel Hilari, concluye en un camino. En movimiento. Es la imagen posterior de un bus interprovincial que, intuimos, va desde un pueblo altiplánico de La Paz hacia la capital paceña. El realizador filma desde otro vehículo, mientras evoca en off la memoria de cuando su abuelo descubrió la urbe. Compañía (2019), su segundo mediometraje, arranca también en un camino. En movimiento. No es la misma carretera que conduce a La Paz. Y la toma ya no es de exteriores, sino en interiores: otro bus interprovincial, uno que, lo descubriremos pronto, va al campo, al pueblo que le pone nombre al filme. Hilari graba desde adentro del bus, de madrugada, aún a oscuras, con la luz artificial de las calles iluminando lo poco que vemos. Como si fueran los ojos de alguien que se duerme de rato en rato mientras se despereza, el filme se funde a negro una y otra vez para despertarse en unas montañas nevadas, blanquísimas y brumosas, contempladas siempre desde el interior del bus, en el que viajan otros ocupantes, desde el chofer hasta un niño fascinado por el ojo de la cámara. El viaje es ininterrumpidamente acompañado por una tonada lúgubre de pinquillos, que, como el autobús, avanza cadenciosa y agitada, jalonada por una percusión grave, metálica y asincopada. Una música que es extradiegética a lo largo del trayecto y deviene diegética solo una vez en el pueblo, donde la cámara nos descubre a la tropa de pinquilleros que la interpreta en círculo.

Montada como una obertura, la secuencia inicial de Compañía pone en escena los principales recursos con los que ha de trabajar todo el metraje: el movimiento y la música. Echando mano de ellos, Hilari compone un filme que explora caminos ya transitados en El corral y el viento: las tensiones que pone en juego la migración entre campo y ciudad, los desgarros afectivos que abren esos viajes de ida y vuelta, y las transformaciones culturales que resultan de la interacción urbano-rural. No es casual que el personaje principal de este documental funcione como una suerte de alter ego de Miguel Hilari, director e hilo conductor de El corral y el viento. Como el cineasta, Urbano -un nombre que, de por sí, ya formula un/su destino- es un hombre con una doble pertenencia territorial, a la ciudad y al campo, entre los que circula sin mayores rodeos, adaptándose a cada cual en función de sus elecciones/necesidades personales. También como el cineasta, Urbano es un hombre-cámara, alguien que vive y trabaja para mirar y registrar eso que mira: mientras Hilari hace películas con eso que ve y graba, Urbano saca fotos para carnet y filma eventos sociales para ganarse la vida. Mientras Urbano trabaja con la cámara en la ciudad, Hilari rueda principalmente en el campo. Mientras Urbano es un especialista en capturar la quietud (sus retratos fotográficos), Hilari siente una predilección por el movimiento (los travelings con los que persigue a sus personajes e historias). De ahí que el cineasta se permita, en un momento del filme, jugar a mirar como Urbano, a ser Urbano, mientras hace retratos “fijos” de algunos pobladores de Compañía.

El movimiento y la música materializan las mutaciones de Urbano que captura el filme. Si en la obertura la música autóctona de la Cambraya (un ritual propio de los indígenas andinos de la provincia Muñecas, asociada a la fiesta de Todos Santos) encamina el viaje hacia el origen indígena y rural de Urbano; en un segundo movimiento, una nueva música, un huayño tropicalizado cantado en español y aymara, se revela el tránsito del personaje del campo a la ciudad, a la que va perteneciendo a medida que va cumpliendo rituales típicamente civilizatorios (separarse de su familia paterna, la educación formal y el servicio militar), evocados en fotografías antiguas. La música nos introduce al espacio citadino en el que Urbano se desenvuelve laboralmente (su estudio de foto y video), pero también en el que construye su hogar, una casita periférica que, eso sí, levanta apelando a rituales que lo devuelven a su origen andino por su lógica comunitaria (el techado colectivo con amigos y compadres se celebra como una fiesta). 

Aunque poco antes tiene lugar la Cambraya como tal, hay un tercer movimiento musical que se erige fundamental para completar el ciclo de mutaciones de Urbano: es el concierto de la iglesia evangélica a la que pertenece, donde él, como otros tantos feligreses, se entrega en trance a un predicador acompañado de una orquesta electrónica que lo arenga a expulsar a Satanás de su vida y acoger a Cristo como su salvador. Estridente y trepidante, la música se suspende en un crescendo agonizante impuesto por el pastor solo para que los fieles se consagren a voz en cuello a su Señor. Curiosamente, este tercer movimiento musical devuelve a Urbano al campo, ese territorio que, a momentos, parece de ensueño, solo habitado por unos caballos salvajes que se pasean por pastizales paradisíacos o, acaso, celestiales, atravesados por la bruma, las nubes.

Compañía es, pues, un viaje musical de ida y vuelta entre la ciudad y el campo, que tiene por viajante a Urbano, un hombre de origen indígena-rural que migra a la urbe, donde su mirada va mutando, transformándose en otra, que, sin embargo, nunca se desprende por completo de la anterior. (En esa medida, Compañía remite a Adelante, corto de Hilari que recrea las mutaciones de la bolivianidad a través de la danza.) La historia de Urbano es la suma de esas experiencias vitales sintetizadas en la música que puntúa las oscilaciones de su identidad: el indígena que solía hacer música autóctona, el citadino que vive de mirar a los otros, el cristiano que se reinventa en su encuentro con la palabra divina. La música que cambia encarna la identidad mutante de Urbano, pero en ella hay una constante: la cualidad ritual con que se ejecuta y experimenta. La Cambraya, el huayño tropicalizado y la orquesta religiosa son todas manifestaciones de muerte y resurrección, en las que sus ejecutantes mueren para reencontrarse con otras versiones -pasadas, pero no del todo extintas- de ellos mismos. A su manera, son eso que Robert Nesta Marley llamó “canciones de redención”. Y es en esos viajes que ponen en escena las “canciones de redención” donde se cruzan las miradas de Urbano Mamani y Miguel Hilari, dos hombres que miran, dos viajantes en movimiento, dos experiencias mutantes que se encuentran, se reconocen y acompañan, en sus propios caminos de (auto)conocimiento. 


Periodista y crítico de cine – @EspinozaSanti