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  • Diario Digital | sábado, 20 de abril de 2024
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Del cine posible al cine pasable: apuntes sobre Muralla, una película boliviana “bien hecha”

La cinta nacional Muralla, primer largo de Gory Patiño, sigue en cartelera del Prime Cinemas de Cochabamba y de otras salas del país. La obra, seleccionada en días pasados para representar a Bolivia en los Oscar, está protagonizada por los bolivianos Fernando Arze y Cristian Mercado, y por el argentino Pablo Echarri.
Del cine posible al cine pasable: apuntes sobre Muralla, una película boliviana “bien hecha”



Lo primero que supe de Muralla, ópera prima de Gory Patiño, es que estaba pensada como un producto accesorio de la primera serie boliviana bendecida por Netflix. El título de la serie para la plataforma reina del VOD era (o es, si acaso sigue viva) La entrega o algo por el estilo. Imaginé que Muralla sería como la cereza de la torta de una exitosa serie, el colofón para seguidores incondicionales de Patiño y de su crew. Algo así como las películas de Los Simpons o de Sex and the city. Por eso me sorprendió que el largo para cine se lanzara antes que la serie. Pero qué más da, mientras la película funcione autónomamente y no como un bonus solo para iniciados. Sin embargo, al debut de Patiño se le nota no más su origen catódico. No pocos nos preguntamos si esta suerte de spin-off cinematográfico no hubiera sido un mejor episodio piloto que una película. Al margen de su hilo narrativo principal, el tour de force de un chofer y exfutbolista por salvar a su hijo enfermo y encontrar la redención, despliega unas hebras que quedan sueltas y que bien podrían desarrollarse o resolverse en la futura serie. De hecho, sospecho que su desenlace oscuro y pesimista podría funcionar mejor para enganchar al público a seguir al resto de la serie antes que para cerrar una historia redonda.

Lo segundo que supe de Muralla es que es una película boliviana “bien hecha”, un “logro” que para nuestro cine solía ser hasta hace no mucho El Dorado. Por años, pero sobre todo tras la irrupción del digital, una de las trincheras más imbatibles de la crítica de cine nacional ha sido el rigor técnico o, más precisamente, la condena hacia las cintas que, hechas con facilismo y poca plata, no se tomaban la molestia de cumplir con las exigencias técnico-narrativas mínimamente necesarias para ser exhibidas en salas comerciales ante el gran público (es solo un decir, pues en Bolivia eso no existe hace mucho), a saber: fotografía solvente, iluminación correcta, sonido audible, guiones con plots, actuaciones creíbles, conocimiento del lenguaje visual, música bien compuesta o elegida… Pues, queridísimos verdugos/críticos, les traigo buenas nuevas: el cine boliviano parece haber alcanzado finalmente el profesionalismo técnico y narrativo que tanto le habíamos estado reclamando. Solo por tomar las piezas estrenadas a escala nacional en este 2018, Averno (Marcos Loayza), Eugenia (Martín Boulocq), El río (Juan Pablo Richter) y Muralla, no sería descabellado afirmar que todas ellas están bien hechas, al menos en los términos técnico-narrativos de marras. A este puñado bien podrían sumarse otras cintas lanzadas de forma más limitada (en festivales o muestras), como los documentales Algo quema (Mauricio Ovando) y En tierra de nadie (Ariel Soto). (Aclaro que a Cochabamba, desde donde veo y escribo sobre cine boliviano, no llegó Jukus). Y sin ánimo de ser adivinos, bien podríamos esperar que Soren, el nuevo filme de Juan Carlos Valdivia, cuyo estreno está programado para las siguientes semanas, también esté bien hecho. Así que, al fin, aunque nunca falten las excepciones para confirmar la regla, el cine boliviano parece haber alcanzado su tan anhelada profesionalización, algo que no resulta tan casual si se tiene en cuenta, por ejemplo, que los autores de las obras citadas son cineastas formados académicamente y/o ya bastante fogueados en realizaciones propias o ajenas.

Advertido de su elogiada factura, fui al cine a procurar entender por qué Muralla estaría tan bien hecha. Y encontré precisamente eso que me esperaba/temía: una película boliviana profesional, algo así como un examen de titulación de una carrera de cine que acredita que sus realizadores saben producir obras audiovisuales. Y para qué, el equipo aprueba con una nota expectable: tiene una fotografía prolija y, a momentos, remarcable en su manejo de la nocturnidad paceña (a cargo de Gustavo Soto), un montaje efectivo (de Germán Monje, director de Hospital Obrero), un reparto notable (con Fernando Arze, Cristian Mercado y Pablo Echarri a la cabeza), una partitura cuidada, aunque machacona (de Auza), una dirección de arte esmerada (responsabilidad de Carlos Piñeiro, del colectivo Socavón Cine) y un guion correctamente estructurado y ajustado a los códigos del cine negro (en cuya escritura participó, entre otros dos, la novelista, poeta y dramaturga Camila Urioste, premio Nacional de Novela 2017). Leída así sin más, esta nómina habla de algo parecido a un dream team de la escena audiovisual boliviana actual. Si a eso le sumamos el color local que le aportan los paisajes de la hoyada y las laderas paceñas, así como sus costados marginales, fotografiados con engolosinamiento con dron, steadycam y quién sabe qué otros “aparatejos” de moda, estamos frente a un festín. Imagino que esta ostentación de prodigios técnico-tecnológicos debe sobreexcitar a más de un realizador del medio, y por qué no, a muchos espectadores. Y bueno, el cine siempre ha sido también eso: una promesa de prodigios técnicos que creemos imposibles, solo atribuibles a la magia (Melies) o a su sucedáneo positivista, la más puntera tecnología.

Ahora bien, haber alcanzado una cota aceptable de profesionalización en nuestro cine, en términos técnicos y narrativos, ¿debería ser suficiente? ¿Debería devolverle la sonrisa a la crítica para que vuelva finalmente a sus cuarteles de invierno? ¿Debería complacer al público, que hace ya tiempo no ve cine boliviano ni aunque sea por tarea de colegio? ¿Debería ser motivo de satisfacción para el esforzado medio audiovisual nacional? ¿Debería hacer más audible nuestro grito de ¡nueva ley del cine ya!? Cada cual tendrá su respuesta. La mía es no. No. No. No. No. No “sabo, no respondo”.

El estreno de Muralla y el espaldarazo que le ha brindado cierta crítica me reafirman en una hipótesis a la que le vengo dando vueltas hace ya algún tiempo: que el llamado cine posible ha dado paso al imperio del cine pasable. El cine posible fue el denominativo que se le dio a esa corriente alterna de realización cinematográfica que irrumpió en Bolivia en los 70, con Antonio Eguino como su figura más visible. Filmes como Pueblo Chico o Chuquiago, de Eguino, son muestras de ese cine producido dentro del país por una facción del grupo Ukamau, escindida de la abanderada por Jorge Sanjinés en el exilio obligado por las dictaduras militares. Son obras que, a diferencia de las de Sanjinés, reniegan de la militancia ideológica y formal del autor de Yawar Mallku, y proponen una lectura formalmente más heterodoxa y apta para todo público (no es casual que Chuquiago se haya convertido en la cinta más taquillera de nuestro cine), así como una disección de la realidad boliviana más ácida, crítica, sí, pero reacia a una toma de posición política explícita. Además del resto de las películas de Eguino, son hijos del cine posible los filmes –aunque no necesariamente todos ni de manera voluntaria- de Paolo Agazzi, Marcos Loayza o Juan Carlos Valdivia. Con una más decidida exploración de otros géneros cinematográficos, algunas de las cintas de estos cineastas dieron lugar a criaturas de lo más bizarras o monstruosas (entre ellas, el llamado “cine en joda”). Uno de los descendientes más jóvenes y vigorosos del cine posible sería eso que he dado en llamar el “cine pasable”, del que Muralla es una de sus más cabales encarnaciones.

¿Qué queda del cine posible en el cine pasable? Básicamente, el compromiso de sus realizadores con la factura narrativa y técnica de sus hechuras. Así como Chuquiago o Mi socio son filmes de una calidad muy aceptable para su tiempo, Muralla es un filme de un alto estándar técnico para nuestra cinematografía, que en otras circunstancias bien podría pelearle algo de taquilla a cierto cine comercial extranjero o, si nos atenemos a su origen catódico, robarle algunas horas de ocio on demand a La casa de papel, Luis Miguel o La casa de las flores, por nombrar algunos productos exitosos de Netflix en español. ¿Qué se ha perdido en el tránsito del cine posible al cine pasable? Algo que decir. Poco o nada de la causticidad discursiva de cintas como las antes mencionadas se percibe en un producto como el de Gory Patiño, que a lo sumo se atreve a transportar una carga de “pesimismo universal”. Apelando a una analogía de lo más tosca, podríamos ver en Muralla una especie de regalo primorosamente envuelto y empaquetado, con rosón de terciopelo incluido, pero que, al ser abierto, tiene apenas unas laminitas usadas de papel lija. O si nos remitimos a la iconografía de la propia obra de Patiño, podríamos asumirla como el fardo (k’epi) de blanco impoluto que carga el enésimo aparapita de nuestra tradición narrativa, que, una vez desenvuelto, no tiene más que lana de oveja sin lavar. Muralla es una película boliviana prolijamente filmada, correctamente ajustada al cine negro y hasta extraordinariamente actuada, pero que no tiene nada o casi nada para decir. ¿Nos dice algo relevante sobre la trata y tráfico de personas, que es el “trasfondo social” de su trama? ¿O sobre la ausencia de luminosidad en la vida marginal? ¿O sobre la imposibilidad de justicia y de redención en un país como el nuestro? No. Apenas algunos esbozos o intuiciones mal encaminados. Al director y a su equipo le pueden más la fascinación por sus tomas aéreas de la urbe paceña o por sus secuencias de persecuciones con la steadycam (o como se llame ese artificio del demonio) pegada al abdomen de Arze o por los lugares comunes del cine de acción, del tipo rociamiento repetido de cuerpos con gasolina y fósforos apagados.

No hay, pues, militancia alguna en esta pieza representativa del cine pasable boliviano. O si se quiere, si predica alguna militancia no es otra que la tecnocrática. No por nada aparecen como sus productores Samuel Doria Medina o Leonel Fransezze, dos epítomes de la tecnocracia boliviana, cada cual a su manera. Y esto lo digo sin ánimo despectivo alguno. Tampoco quiero decir que conseguir una película bien hecha sea cosa fácil. Para nada. Al contrario, en nuestro país ha sido por décadas una especie de utopía que finalmente parece alcanzable por películas como Muralla y sus realizadores.

Y aunque mi opinión seguramente no le importa a nadie, si a mí me preguntan, prefiero obras bolivianas no tan bien hechas, apenas audibles, montadas artesanalmente, fotografiadas con más ganas que técnica, actuadas por gente de teatro o actores naturales, como Mi socio, Cuestión de fe, El corazón de Jesús, El día que murió el silencio, Lo más bonito y mis mejores años, Hospital Obrero, El atraco, El ascensor o, incluso, El río (una cinta desmedidamente vapuleada por la crítica, cuando comparte tantas cosas con la sobreprotegida Muralla, como su actor protagonista, y le supera en muchas otras), entre las que se me ocurren ahora mismo; no tan bien hechas, decía, pero que, desde su imperfección y desprolijidad, se animan a ser y decir algo, y no solo exhibir un extendido manual de uso de artificios audiovisuales en boga o pavonearse como una bien confeccionada carta de presentación de sus hacedores. Lo repito: no hay ninguneo hacia este cine pasable boliviano, que merece existir y existirá. Eso sí, me permito dudar de que tenga algo distintivo para ofrecer y descollar en el sobresaturado universo de imágenes en que vivimos. Y dudo, también, de que este cine pasable perdure en el tiempo, más allá de su paso en cartelera.

Lo último que supe de Muralla es que fue seleccionada para representar a Bolivia en los Oscar. ¿Será que tiene alguna chance de llegar a instancias finales de la vitrina mayor del cine pasable mundial? No.

Periodista – [email protected]