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CINE

El cine de Charlie Kaufman: confesiones de una mente prodigiosa

Este viernes 4, Netflix estrena I’m Thinking of Ending Things, la nueva película de Charlie Kaufman, uno de los cineastas estadounidenses más importantes del nuevo siglo. El lanzamiento del filme nos ha dado la excusa de reunir al equipo extendido de la RAMONA para repasar toda la filmografía del creador neoyorquino, quien forjó sus primeros años en el cine como guionista de obras tan celebradas como Being John Malkovich, Adaptation o Eternal Sunshine of the Spotless Mind, y que en los últimos años se ha puesto también detrás de cámaras para dirigir largos tan exigentes como Sinécdoque, Nueva York y Anomalisa.
El cine de Charlie Kaufman: confesiones de una mente prodigiosa

Being John Malkovich (1999)

A través de los ojos de Charlie Kaufman 

Un poco más de 20 años han pasado del estreno en Venecia de Being John Malkovich, una anomalía cinematográfica, un referente icónico del momento en que fue estrenada. Que esta película haya existido, impulsando la carrera de un director de videoclips que se movía en el mundo de MTV y un guionista de sitcoms desconocido como sus incipientes series, fue realmente una especie de acontecimiento, una serie de casualidades que se da pocas veces. Me tienta decir que la época ayudó, una década, los 90, en la que primaba un cierto desencanto, un existencialismo, aunque diluido, obligaba a buscar en los personajes solos, depresivos o fracasados, material útil incluso para comedias comerciales. De esta tendencia hubo de todo, pero si hay alguien que supo llevar inteligentemente la reflexión sobre la miserable condición del ser humano posmoderno, urbano, encorsetado en un escritorio como en un traje sastre (en una oficina, casa, da igual), presa de sus propios deseos, abrazado a las máscaras de la hipocresía y apariencias, ese es Charlie Kaufman. Being John Malkovich es el cimiento de una obra que habla de eso constantemente, de forma ingeniosa, no exenta de pretensiones intelectuales y al mismo tiempo emotiva y profundamente cinematográfica, por lo que ha construido en la imagen junto a varios directores a partir de la narración. 

La premisa de Being John Malkovich anticipa lo que hacemos hoy: intentar vivir a través de los ojos de otras personas. De muchas maneras, acabamos haciendo fila para tener una “experiencia” diferente que nos saque de la oficina de metro y medio de alto en la que deambulamos todos los días. Hay una característica particular que tiene Kaufman en todas sus historias, y es que sus personajes siempre desean estar en otro lugar, sea un lugar real o simplemente imaginado, Kaufman coloca a estos personajes en un laberinto en el que tarde o temprano se enfrentan con las consecuencias de sus propios deseos, nos dice que nunca estaremos conformes con lo que tenemos. Por naturaleza, el solo hecho de estar conscientes de nuestra existencia es ya el primer conflicto en las tramas de Kaufman, por eso la realidad, esa cotidianidad aplanada, monolítica de sus personajes (que muchas veces rayan en la obsesión), de repente explota, muta y se transforma, porque esa es tal vez nuestra única salida, imaginar. Muchas veces, este discurso Kaufman lo lleva a la literalidad creando situaciones que aparentemente no tienen sentido; aunque descabelladas, son una de las cualidades de su cine. 

En las historias de Kaufman, el punto de giro solo abre una puerta a un laberinto más complejo, porque suma niveles, pero él es sumamente hábil para no perderse e incluso ser irónico con sus propias premisas. Siempre al filo del caos se arman desenlaces que pasan de la comedia al suspenso o la tragedia drásticamente, y todo encaja. En Being John Malkovich hay un punto en donde todo aparenta perder el sentido, llegar al absurdo, como un John Malkovich atravesando el portal de su propia conciencia o la especie de hermandad de ancianos que usan un cuerpo, como una nave, para ser inmortales; sin embargo, esto encamina a un inquietante desenlace que vuelve a las preguntas planteadas al principio. Forzar los límites de la historia, dinamitar su lógica progresivamente, para finalmente rencauzar todo y volver a lo básico y esencial, es una de sus principales cualidades. 

Being John Malkovich ha envejecido bien, y revisitarla es indispensable para entender las principales motivaciones del guionista y director neoyorquino. El viaje que nos propone será siempre agridulce, incómodo, fantástico; finalmente, esa materia oscura de la que están hechos los momentos e imágenes más memorables que dio al cine, modela un profundo interés por la naturaleza humana y su relación con el otro. Kaufman logra que veamos a través de sus ojos. (Luis Brun – Realizador audiovisual y docente de la UPB)

Naturaleza Humana (2001)

Instintos básicos 

Naturaleza Humana (Human Nature, 2001) debe ser la película menos conocida de la filmografía de Charlie Kaufman como guionista, pero también de Michel Gondry como director. Tras su auspicioso debut en el cine con Being John Malkovich (1999), dirigida por Spike Jonze, Kaufman cedió su segundo libreto a otro realizador fogueado en el videoclip, el francés con el que luego repetiría en la obra más celebrada de ambos, Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2005).

Decía que Naturaleza Humana podría ser la cinta menos visible de Kaufman, pero no por ello es la menos reconocible en el cuerpo de su obra, un lugar que lo ocupa Confesiones de una mente peligrosa (2002), de la que hablaremos en otro texto. Apenas visionados algunos minutos de su metraje es posible hallar en ella señas de identidad del cine del escritor neoyorquino, uno de los últimos autores del cine estadounidense que, en la estela de Paul Schrader o David Mamet, viene construyendo una filmografía inicialmente forjada en la escritura de guiones para otros directores, pero que, con los años, le ha llevado a ponerse también tras cámaras para materializar sus muy personales creaciones.

Como casi todos los libretos que ha hecho para cine, el de Naturaleza Humana narra una historia retorcida y hasta absurda, en la que la ficción se burla de los límites del realismo, pero no de la realidad más positiva. A ella recurre de forma más o menos explícita (los personajes de Malkovich en Being… o del mismo Kaufman en Adaptation) para introducir al espectador en un laberinto oscuro y grotesco, entreteniendo y confundiendo en dosis disímiles, mientras expone ideas y dudas de indudable calado filosófico. También como en casi todos sus libretos, entre sus protagonistas hay un hombre (el personaje de Tim Robbins) con ambición demiúrgica, que aspira a moldear el mundo a su medida. Si en Being… se trata literalmente de un titiritero que se mete en el cuerpo de otro y en Eternal Sunshine.. de un científico capaz de borrar los recuerdos, en Naturaleza Humana es un psicólogo resuelto a civilizar a las criaturas animales y humanas, despojándolas de todo impulso salvaje. Experimenta con ratones a los que enseña normas de etiqueta, pero también con su novia (Patricia Arquette), quien, por un mal hormonal, tiene el cuerpo peludo y con un hombre mono (Rhys Ifans, una versión desromantizada de Tarzán) criado como un primate más en el bosque. 

Con una puesta en escena entre artesanal y fantástica, muy del estilo visual de Gondry, el guion de Kaufman cuestiona el impulso civilizatorio que suelen imponer las instituciones sociales - empezando por la familia- y explora en sus secuelas personales, esos mandatos represivos que inhiben a los hombres de actuar tal como se lo demandan sus instintos. La naturaleza humana a la que alude el título de la película no es otra que la del deseo (sexual) y la libertad, los instintos más básicos que el psicólogo protagonista nunca llega a domesticar ni en su pareja ni en su criatura primate. Eso sí, Kaufman tampoco se cree el esencialismo bucólico de que el hombre solo es libre en armonía plena con la naturaleza. El desenlace del filme encarna su escepticismo ante los grandes relatos en torno a la naturaleza humana, a la que se aproxima solo desde el reconocimiento de sus contradicciones más inaprehensibles e insolubles.
(Santiago Espinoza A. - Periodista)

Confesiones de una mente peligrosa (2002)

Crear o matar

George Clooney no pudo haberse puesto una vara más alta para su debut como director que un guion de Charlie Kaufman. No es que el escritor neoyorquino fuera ajeno al trabajo de primerizos tras cámaras; al contrario, había debutado en el cine al mismo tiempo que Spike Jonze (Being John Malkovich) y, al menos en Hollywood, fue también responsable del libreto del primer largo de Michel Gondry (Naturaleza Humana).  Sin embargo, vistas sus cuatro colaboraciones con estos dos cineastas, resulta comprensible su sintonía. Tanto Jonze como Gondry venían del videoclip y la publicidad, mundos audiovisuales en los que habían moldeado estilos distinguibles, de cierta impronta vintage, pero también de enorme arrojo técnico para cifrar ideas visuales complejas. En cambio, Clooney cargaba con un imaginario estético más clasicista, y así lo demostraría en su filmografía venidera como director.

Vista a la distancia, Confesiones de una mente peligrosa (Confessions of a Dangeous Mind, 2002) se inscribe en un campo temático y temporal por el que Clooney siente una especial predilección: las tensiones políticas en los Estados Unidos y su correlato en el espectro mediático (el mejor ejemplo es Buenas noches y buena suerte). Si algo atrae de inmediato de la historia de Confesiones…, es su disección de dos de las “industrias” más determinantes de la Guerra Fría o, si se prefiere, de la segunda mitad del siglo XX: el espionaje y la televisión. Basado en el libro de “memorias” de Chuck Barris, el guion de Kaufman recrea la vida de un show-man de la televisión estadounidense que, en sus tiempos libres, trabaja como un agente letal de la CIA.

Cuando se estrenó comercialmente, a principios de 2003, la película cargaba con unas expectativas excesivas, por tratarse del debut de Clooney como director, pero, no menos importante, por ser el nuevo trabajo de un guionista que para entonces ya había desencajado el rostro de la industria hollywoodense con películas tan bizarras como Being… y Adaptation (El ladrón de orquídeas). Se sabe que el escritor renegó públicamente del resultado final, aduciendo que el director introdujo cambios narrativos en su guion. Y si bien es cierto que Confesiones… es un filme irregular, tiene destellos de las fijaciones de Kaufman: un protagonista masculino consumido por sus obsesiones, un hombre condenado por una memoria que lo excede, un alma melancólica que sabotea su propia felicidad… A Clooney no le interesan ni le alcanza la imaginación para florituras formales como las ejercitadas por Jonze o Gondry, pero sí se esfuerza en montar una obra que asume su cualidad escenográfica, en la que los relatos se van alternando como shows de un plató de televisión, un universo que tanto Kaufman (otrora guionista televisivo) como Clooney (su padre fue una figura de la industria televisiva) conocen muy bien. 

No menos memorable es el trabajo del protagonista (casi siempre hombres en el cine de Kaufman), un Sam Rockwell que se luce en un papel hecho a su medida -acaso el único protagónico pleno de este secundario fuera de lujo-, por el que ganó el Oso de Plata en la Berlinale. Su interpretación nos recuerda que, haciendo de lado a los directores, Kaufman ha escrito algunos de los mejores roles que han interpretado unos actores, de por sí, fuera de serie, como Nicolas Cage (Adaptation), Jim Carrey (Eternal Sunshine of the Spotless Mind) o, cómo no, Philip Seymour Hoffman (Synecdoche, New York). A esos cuatro intérpretes, como a Tim Robbins (Naturaleza Humana) y John Cusack (Being…), les ha tocado cargarse sobre los hombros las manías, neurosis, miedos y prodigios que bullen en la mente de su alter ego, Charlie Kaufman, un cineasta obsesionado con la figura del demiurgo que unas veces crea y otras mata a sus criaturas. (Santiago Espinoza A. - Periodista)

Eternal Sunshine of the Spotless Mind (2004) 

Una poética del melodrama

Cuando una relación parece ser insalvable e insoportable, cuando los amantes están agotados de recorrer los impredecibles caminos de la vida en pareja, la ciencia ofrece una salida: borrar por completo los recuerdos de esa pasión. El argumento de la película es tan inverosímil, como seductor. Pues si la memoria puede es un tormento, el olvido es una forma radical de alivio. Si lidiar con la condición patética del ser humano es una tarea titánica, la alternativa de entregarnos a las soluciones propuestas por la razón es poderosa. Pero nada es tan sencillo, ni obvio, nada se soluciona con un procedimiento breve. En la fructuosa colaboración entre Michel Gondry y Charlie Kaufman, la relación, la confrontación, entre la pasión y la lógica ha sido recurrente, pero es en esta película en la que es tratada de la manera más bella, más melancólica y, a la vez, intensa. 

Con rasgos del lenguaje de video clip que cultivó el director francés y con una estructura narrativa típica de un guionista ambicioso, de manera no lineal, la cinta se construye a partir de postales del romance de Joel (Jim Carrey) y Clementine (Kate Winslet). Dos personajes que en los papeles no deberían estar juntos, pero que se pertenecen el uno al otro. La cinta parte de una máxima que en este mundo cínico puede sonar cursi, pero que Empédocles respaldaría: el amor es lo que une a lo dispar. Como Dante, por amor, Joel cruzaría los círculos del infierno. Si el melodrama exacerba los sentimientos y manipula a los del espectador, y si la intriga melodramática se define como ese relato en el que el héroe, con el que simpatizamos a pesar de su debilidad, sufre una serie de infortunios inmerecidos, esta película es un ejemplo sutil y moderno de ese género tan maltratado. En este caso, el infierno y los infortunios de Joel son el doloroso desenamoramiento, fruto de las vicisitudes de la cotidianidad. 

Inspirada en un bello verso de Alexander Pope, del que toma su título, esta es esa clase de películas que parecen ser fruto de una afortunada conjura o de una feliz coincidencia, pues su director, su guionista y sus intérpretes pocas veces brillaron de manera más intensa. Y los espectadores no podemos ser indiferentes ante esta bella y patética aventura. Comprometidos con lo que sucede en la pantalla, lo único que queremos a lo largo del metraje es que Joel recupere ese amor problemático al que voluntariamente renunció, que supere al olvido y que jamás renuncie a su enfermedad. (Andrés Laguna - Director del Laboratorio de Investigación en Comunicación y Humanidades de la UPB)

Sinécdoque Nueva York (2008)

Para mirarte mejor 

“Para mirarla mejor” podría haber sido el título de la obra de teatro masivo que el dramaturgo Caden Cotard, interpretado salvajemente por Philip Seymor Hoffman, en Sinécdoque, Nueva York (2008), busca obsesivamente poner en escena. Una obra monumental que muestre “al amor en todo su desastre”, una obra que le toma más de cuarenta años y miles de actores, todos papeles principales. Una obra que le toma toda la película y le cuesta la vida. Una obra que en su imposibilidad de retratar el amor en todo su desastre, termina retratando la vida simplemente, despojada de grandiosidad o de sentido. La vida desnuda; feliz a ratos, ruda casi todo el tiempo.  

“Para mirarla mejor” podría ser el mensaje cifrado que el director y guionista de esa película, Charlie Kaufman, pone en cada “brochadita” de óleo de esos cuadros deliciosos en miniatura que pinta la arrasadora furia –en el sentido griego- que tiene Caden por primera esposa, Adele Lack (Catherine Keener). Hermosa, inteligente, fuerte, independiente, apasionada y talentosa, marca inconfundible de los personajes femeninos que viven sin desparpajo en los guiones de Kaufman, Adele pinta y expone unos preciosísimos retratos de no más de dos centímetros de alto. Los pinta con unos lentes lupa como los que usan los joyeros y se exponen en galerías como verdaderas gemas preciosas. Pero para verlos hay que ponerse los lentes lupa.

“Para mirarla mejor” uno siempre tiene que volver a Nueva York. Inabarcable como es, esta ciudad es la “sinécdoque” del mundo. Nueva York es la figura retórica de pensamiento que designa a todas las ciudades. Por eso, la película de Charlie Kaufman habla de la vida, las obsesiones, los sueños, la manera de estar y salir al mundo y, final o fatalmente, la forma en que nos enroscamos sobre nosotros mismos y retiramos de ese mundo. La película no va sobre la vida de un director de teatro casado con una artista a la que no pueda mantener a su lado, o a la que opaca con su hipocondría e inseguridad. Trata de la vida de todos nosotros. Basta con mirar bien para encontrar que todos somos personajes opacos y a la vez luminosos y principales de la vida que nos tocó vivir.   

Sinécdoque, Nueva York es una joya, una obra maestra, la gema preciosa de la década de los dos mil. Es una película delicada, honda y misteriosa a la que hay que ir mirando una y otra vez para pelar sus capas de sentido. Mirarla mejor supone verla varias veces para encontrar que habla también de la mirada. En la película hay un director de teatro que se despierta pensando que alguna enfermedad o mal físico lo acosará cualquier rato. Va a un doctor especialista solo para que este lo derive otro doctor especialista. Tiene una hija de cuatro años que le tiene miedo a todo, o a todo lo físico, la sangre, las heces, los granos en la cara y termina muriendo joven por una infección de las flores tatuadas que cubren todo su cuerpo, hay una psiquiatra hermosa y seductora que tiene unos horrorosos pies hinchados y que ha leído todos los libros posibles, está también, otra de las obsesiones de Kaufman, la hermosa asistente que vive en una casa en llamas, enamorada del director y de la que este escapa despavorido solo para, tiempo después, cuando es ya demasiado tarde, volver a ella. Está la obra de teatro, el escenario de una ciudad, Nueva York, que poco a poco se transforma en la misma ciudad. 

Si uno mira mejor, puede ver una película como Manhattan de Woody Allen descomponerse, deshojarse de sus capas alegres, oscurecerse en sus líneas cómicas, silenciar sus tonos de jazz, volverse una maqueta del West Village, Brooklyn, el Harlem o el restaurant Elaine’s en el East Side. 

Para mirarla mejor, hay que volver a verla, dos, tres, cuatro veces. Sinécdoque, Nueva York es una película a la que hay que volver para acercarse a la belleza, al arte. Volverla a mirar en tiempos de pandemia le da a uno otra perspectiva, la enfermedad está en todos, nos habita siempre. Roger Ebert, el gran crítico, lo puso así: “No es que uno tiene que volver (Sinécdoque, Nueva York) para entenderla (porque no es fácil). Tiene que hacerlo para darse cuenta de cuán fina realmente es. La superficie puede intimidarte. Sus profundidades, envolverte. El todo se revela a sí mismo y, luego, puedes volver a ella como un talismán”.

Para mirarla mejor hay que ser como el lobo. Comer no por llenar el estómago nada más, sino por el placer de desplegar toda la astucia, todo el conocimiento, todo el encanto y toda la elegancia posible en el acto de alimentarse. (Alba Balderrama – Productora y gestora cultural)

Anomalisa (2015) 

La voz de lo mundano

En el momento de su estreno, Anomalisa se propuso como una suerte de anomalía, tanto en el panorama cinematográfico, como en la carrera de su célebre guionista y codirector, Charlie Kaufman. Es una película de animación para adultos, no una que pueden disfrutar tanto niños como adultos, sino una cinta específicamente pensada para audiencias buscando un cine con ciertas pretensiones artísticas. Con los ritmos, la estética y los tópicos del indie con epicentro newyorkino, esta obra realizada con la técnica más nostálgica de la animación reciente, el stop-motion, es una experiencia que puede resultar tan incómoda como placentera. Y cabe preguntarse si justamente es placentera porque es incómoda. Hoy, a cinco años de su estreno se puede asegurar que poco tiene de anómala en la filmografía de Kaufman, es una pieza coherente con una obra que a lo largo de los años ha confirmado una serie de patrones. El más evidente: hacer girar una historia disparatada en torno a un escritor en su laberinto. 

En sus mejores momentos la cinta es triste y atormentadora, cuando esas figuras de plastilina, que con otros atuendos podrían estar protagonizando una película navideña, parecen ser más humanas que los humanos, uno sospecha que nuestros cuerpos pueden ser tan frágiles y prescindibles.  El personaje principal, Michael Stone (con la contenida voz de David Thewlis, antes de ser el villano sorpresa de Wonder Woman) es un célebre escritor, que tiene una percepción del mundo esterilizada, todo le suena a lo mismo, la rutina contamina a su mundo, todas las voces son homogéneas (todas son interpretadas por Tom Noonan).  Hasta que se topa con una ferviente lectora de su obra Lisa Hesselman (Jennifer Jason Leigh), con una fanática ingenua, con una presencia tan simple y espontánea que inyecta vitalidad a su mundanidad, que rompe con lo predecible, que se impone como una anomalía. Pero Kaufman, guionista súper estrella, alguien convencido de que autoparodiarse es una forma sublime del arte, condena a sus personajes al absurdo y los devuelve a lo banal. A diferencia de lo que solemos esperar del género, muy a pesar nuestro, en esta animación no se comen perdices. (Andrés Laguna - Director del Laboratorio de Investigación en Comunicación y Humanidades de la UPB)