Opinión Bolivia

  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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Un camión viejo, un país roto

Una lectura de Mi Socio 2.0, la película boliviana dirigida por Paolo Agazzi, que propone una secuela de la histórica cinta protagonizada por David Santalla y Gerardo Suárez, que se reúnen en esta producción 38 años después de la primera. el filme está en cartelera local y nacional.
Un camión viejo, un país roto

Mi Socio 2.0 es una película que llega a destiempo. Una secuela pensada para un país que ya no existe. Un relato de socios para un país que prefiere enemigos. Un canto a la integración para un país roto. No es casual. Como tantas otras producciones bolivianas, la más reciente película de Paolo Agazzi sufrió un desfase en su estreno que no sería descabellado atribuir a la crisis del 20/O. En los primeros segundos de metraje, sus títulos revelan que fue un proyecto beneficiado por el (im)popular Programa de Intervenciones Urbanas (PIU), que, entre otras cuestiones, fijaba como plazo definitivo para su ejecución noviembre de 2019. Y bueno, no voy a contarles nada nuevo si les digo que en noviembre pasado Bolivia se fue al carajo. Cine boliviano, incluido.

No tiene sentido especular sobre cómo habría sido recibida la continuación de Mi Socio (1982) en la Bolivia anterior al 10 de noviembre. De seguro, el filme ya estaba para entonces concluido y es el que acaba de estrenarse en días pasados en todo el país. Su argumento persigue, como se estila en las secuelas, replicar la fórmula exitosa de la anterior entrega. Si la de 1982 versaba sobre las peripecias del camionero Vito (Santalla) y su ayudante, el niño Brillo (Suárez), durante un viaje de integración entre oriente y occidente del país que va de Santa Cruz a La Paz; en la de 2020 relata un viaje remozado y ampliado: Brillo sale desde Santa Cruz acompañado de Camila (Romaneth Hidalgo), la hija abandonada de Vito, para ir en busca del padre desaparecido, que ya no está en la carretera y vive en Rurrenabaque, escondido de unos maleantes con los que tiene una añeja y peligrosa deuda. La Paz ya no es el punto de llegada, es solo una parada inevitable para el nuevo camionero, Brillo, reconvertido en un ingeniero que administra una empresa de transporte pesado. Hasta ahí, todo bien. La trama respeta, cuando no rinde homenaje, al guion primigenio que fue escrito por Óscar Soria y luego pulido por Agazzi, Raquel Romero y Guillermo Aguirre para el largo de 1982. Es un dato muy decidor que la historia de esta secuela naciera de la idea de un fan de la primera parte, Luis Miranda, que confeccionó un libreto que convenció al también director de Los hermanos Cartagena para embarcarse en el rodaje de la que puede que sea la primera secuela del cine boliviano y, no menos importante, la segunda parte de una de las películas más entrañables de la cinematografía nacional, no por nada reconocida como una de las 12 películas fundamentales de este país.

Con el reparto y el “espíritu” de la primera, Mi Socio 2.0 se pinta como un proyecto atractivo, que bien podría imitar al éxito de público que alcanzó la primera parte entre 1982 y 1983. Su título -a mi gusto, espantoso- es, de por sí, un gancho que aspira a ganarse el interés de las nuevas generaciones (o de las no tan nuevas que quieren serlo), apelando a la torpe nomenclatura “tecnologicista” tan en boga entre ellas. Sin embargo, por su contenido argumental y su puesta en escena, la cinta está lejos de hacer honor al concepto 2.0, que reivindica la cualidad interactiva y colaborativa de la web y sus redes. A menos que me haya perdido algún guiño tecnológico muy cifrado, Mi Socio 2.0 es, como su predecesora, una obra que invierte sus mayores esfuerzos narrativos en conmover, hasta la risa o hasta al llanto, al espectador de turno. Pero, a diferencia de Mi Socio, no lo logra o, en el mejor de los casos, lo logra a medias. Conmueve poco o nada y, cuando lo hace, es más por factores involuntarios que por la efectividad de sus recursos. Mi Socio 2.0 es una película que, más que conmover, apena. 

Mi Socio se estrenó en un año de inflexión para la historia de este país: 1982, el año del retorno de Bolivia a la democracia. A su manera, se convirtió en la película-metáfora del país en democracia, el país que se (re)encuentra, que se integra, que se junta, que se asocia, que incluso se valora en sus diferencias idiosincrásicas. Ese país que materializa la leyenda de nuestra moneda, “la unidad es la fuerza”. El optimismo de ese momento no es gratuito: Bolivia se libra de las botas militares para encaminar su destino colectivo mediante la voluntad popular, la votación en urnas. Hay un país cargado de una inocencia genuina que aspira a viajar, a moverse, a vivir en libertad, como Vito y Brillo lo hacen a través del país, sin miedo a controles represivos ni a violencias institucionalizadas. No se imagina ese país que, a la vuelta de la esquina, le espera la hiperinflación y el 21060 y la relocalización de los mineros y la imposición del neoliberalismo y la capitalización. No se imagina nada de eso y, aun si lo hiciera, no le importaría, porque es un país con fe, con esperanza, gozoso por las libertades reconquistadas y convertidas en doctrina económica, la doctrina del shock. Antes que para pelearlo o sufrirlo, en 1982, Bolivia es un país para recorrerlo, conocerlo, disfrutarlo. De ahí que Mi Socio haya permanecido en la memoria colectiva como una de las películas más esperanzadoras de nuestro cine.

Desafortunadamente, Mi Socio 2.0 ya no tiene esa capacidad de despertar esperanza. Por más que la persigue con casi los mismos recursos de hace 38 años, no la alcanza casi nunca. Y ello se debe, en resumidas cuentas, a que el espectador al que procura inocularle esa esperanza ya no es el mismo que en 1982 estaba hambriento de que le transmitieran esa esperanza. La Bolivia de hoy, a la que Agazzi le cuenta el reencuentro de Vito, Brillo, Camila y el camión Mi Socio, es una Bolivia que ha perdido su inocencia, la inocencia que reivindicaba cuando volvía al ruedo de la democracia. El de Mi Socio 2.0 es un país que acaba a de despertarse de una pesadilla para caer en otra más escalofriante. Es un país escéptico, acaso cínico, al que la democracia ya no le inspira optimismo, ni siquiera confianza; al contrario, le tiene hastiado, desencantado, porque le ha fallado. Las carreteras transitadas no deslumbran, ni siquiera las publicitadas dobles vías. Los paisajes no seducen, ni los nevados que se derriten ni los montes menos tupidos. Los chascarrillos no divierten. Las travesuras no emocionan. Los diálogos no sorprenden. Tampoco los efectos especiales (en la secuencia de las abejas o de las explosiones) o la música (del maestro Villalpando) entusiasman. En el mejor de los casos, cumplen. No hay un arco narrativo, la trama es plana, el ritmo es tedioso. Al filme le cuesta consumar el pacto diegético para que el espectador se tome en serio el relato que le cuentan. Y no lo digo solo por mí. Mientras veía el filme, escuché a más de un espectador burlarse de detalles que uno quisiera asumir ínfimos, pero que no lo son. Como que el Brillo lleva una carga (que parece de pollos o de algún derivado) hasta una fábrica con la que no tiene correspondencia (una heladería). O que Camila se pierde una noche en un pueblo que se parece a Sacaba y aparece unos minutos después en La Paz. Insisto: el público al que apela Mi Socio 2.0 es uno ya ducho, redomado, que quiere divertirse, pero no a costa de su sentido común, que no oculta su escepticismo en este país.

No miento si digo que en más de un momento encuentro en Mi Socio 2.0 el reverso accidental de Soren (2018): un periplo (anti)turístico, de impronta publicitaria (las citas a EcoFuturo lindan la grosería por su explicitud), que pretende convencer a su público de comprarse el amor por un país que, no me canso de decirlo, ya no existe. Como el camión que le da nombre a las dos películas, Mi Socio 2.0 es un vehículo viejo y destartalado, que se ofrece como una joya de colección vintage, pero que acaba siendo apenas chatarra rodante sin mayor atractivo. El cacharro es un recordatorio de cuán mal ha envejecido la película original, el cine boliviano y este país. Ni siquiera el buen hacer de sus actores salva al nuevo filme del derrape final. Porque, huelga decirlo, Santalla, Suárez e Hidalgo, amén de los secundarios, salen airosos de un desafío de sobra complejo: conservar el encanto de los personajes de la primera parte. Lo del octogenario comediante es particularmente memorable, pues es probable que nos haya regalado el papel definitivo de su carrera. Puede que ya afectado por la enfermedad que lo acecha hace ya algunos años, Santalla compone una interpretación de admirable contención, moderada en excesos faciales y puntual en sus salidas humorísticas. Salvando las distancias, evoca a momentos al Buster Keaton crepuscular, el de Candilejas, Sunset Boulevard o Film. No me imagino un epílogo más digno para su carrera que el que ha bordado para Mi Socio 2.0.

La melancolía que transmite el rostro gastado de Santalla es la del payaso triste, el que ya no es capaz de detonar risas, el que no oculta su decadencia, que es la decadencia de la historia que se cuenta, la decadencia de ese cine posible hoy absurdo, la decadencia de una democracia esperanzadora hoy corrompida, la decadencia de un país inocente que hoy está roto. No otra cosa me dicen, cuando se encienden las luces de la sala, dos jóvenes con los rostros cubiertos de unos barbijos que probablemente no necesitan. Son las máscaras de un país que, afuera del cine, es escenario de actos de barbarie incontestable. Vecinos alienados que expulsan de sus fronteras a una enferma de coronavirus. Personal médico que se niega a atender a una persona en riesgo de muerte. Una autoridad que desinforma sobre niños presuntamente contagiados. Padres que trepan muros para salvar a sus hijos del apocalipsis zombi. Un periodista disfrazado para ir a Marte que hace entrevistas en hospitales. Unos políticos que hacen campaña repartiendo tapabocas… No es, pues, este un país de “socios”, al menos en el sentido que proclaman los dos filmes. 

Mi Socio 2.0 es un camión viejo. Un país roto. Y eso, decía, no conmueve. Apena.

Periodista - @EspinozaSanti