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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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Borda y los Mesa-Gisbert: Episodios de una resurrección (I)

Primera parte de este texto que relata que a mediados de la década de 1960 la obra del artista y escritor fallecido en 1953 no figuraba en ninguna colección pública y había sido apenas referida en los estudios sobre arte boliviano.  La reemergencia de su efigie y de su obra constituiría un prodigio propiciado por los historiadores José de Mesa y Teresa Gisbert 
El pintor, retratista y escritor Arturo Borda.      CORTESÍA AUTOR
El pintor, retratista y escritor Arturo Borda. CORTESÍA AUTOR
Borda y los Mesa-Gisbert: Episodios de una resurrección (I)

La importancia y vigencia de la obra artística y literaria de Arturo Borda (1883-1953) en la cultura boliviana se deben, en gran medida, a los trabajos para su recuperación emprendidos en la década de 1960 por parte de los historiadores del arte José de Mesa (1925-2010) y Teresa Gisbert (1926-2018).  Fueron ellos quienes posibilitaron el resurgimiento de su plástica y, a partir de ello, la edición póstuma de su más importante obra literaria, “El Loco” (1966).  Los historiadores del arte y arquitectos también fueron quienes fundaron su mito de artista maldito, conformante hoy del imaginario social boliviano y determinante en la lectura de su obra. 

Las relaciones entre la obra y la imagen de Borda y el trabajo de estos historiadores del arte son, sin embargo, problemáticas.  Si las acciones de los Mesa-Gisbert en la vindicación de la pintura y la literatura de Borda son incuestionables (aunque poco conocidas) y se hallan bien documentadas, la imagen que proyectaron de él como un personaje desconocido en su propio tiempo es incorrecta, al menos así lo demostraron trabajos biográficos de rigor como los emprendidos en las últimas décadas por investigadores como Ronald Roa y Pedro Querejazu que más bien lo muestran como una figura relacionada con elites intelectuales y literarias y que consignan diversos textos dedicados a su biografía y su obra publicados a mediados del siglo pasado. 

La cuestión, sin embargo, no pasa por contraponer distintas versiones sobre la gravedad de Borda, o por señalar en el trabajo de Mesa Gisbert supuestos sesgos de clase o una agenda oculta (como sugiriesen autores como Carlos Salazar o Ronald Roa) sino en reestablecer la relación entre el artista y su historiografía.   El trabajo de Mesa y Gisbert sobre Borda solamente erró al consignarlo como un personaje marginal y desconocido para sus coetáneos, pero la presentación que hacen de él como una persona sumida en el alcoholismo y la  vida bohemia entre las décadas de 1920 y 1940 no solamente coincide con la realidad histórica, sino que se ajusta estrictamente a la naturaleza testimonial de su escritura.  Al menos así lo han visto análisis literarios académicos que ven en “El Loco” una escritura autorreferencial determinada por el caos y la iconoclastia y por tópicos como la indigencia, la abyección y, por supuesto, la locura. 

En ese sentido, la relación entre el artista y los investigadores que lo rescataron del olvido más de una década después de su deceso constituye un tema que demanda una revisión historiográfica sin apasionamientos ni supuestos infundados. Esta tarea no solo trata de determinar el rol de Mesa y Gisbert en la consagración de Borda como uno de los pilares del arte boliviano del siglo XX así como sus gestiones para lograr la edición de “El Loco”, sino que apunta a dilucidar aspectos relacionados con la construcción de una efigie que, como señala un historiador del arte local, tiene una inclinación particular por los mitos.    

Crónica de una resurrección

A inicios de 1965 arribó a Bolivia el historiador del arte norteamericano Stanton L. Catlin con la misión de escoger obras que representaran a nuestro país en la exposición “Art of Latin America Since Independence, 1800-1965” (Arte de Latinoamérica desde la Independencia, 1800-1965) organizada por la Universidad de Yale y la Universidad de Texas y agendada para recorrer museos y galerías de los estados de Connecticut, Texas, San Francisco, New Orleans y California durante todo 1966.   Se trataba de la primera muestra holística del arte latinoamericano desde perspectivas historicistas, e iba a ser conformada por total de 395 obras de artistas de 15 países. Según explica Catlin en el Prefacio del catálogo de la exposición, su objetivo era brindar un panorama de la “evolución artística y cultural” de la región dirigido principalmente a un público académico para incentivar el estudio sobre la materia. La exposición fue organizada en un contexto geopolítico en el que – como señala la historia del arte Jacqueline Barnitz en su estudio sobre la artista María Luisa Pacheco – EEUU alentaba y promocionaba el intercambio cultural como forma de controlar la comunidad intelectual y artística de la región.

En La Paz, Catlin fue recibido oficialmente por el Ministerio de Educación del Gobierno Militar, seguramente con el compromiso obligado por las relaciones internacionales de brindarle la asistencia que fuese necesaria.  Para este fin, se conformó una Comisión Nacional ad hoc integrada por expertos en arte boliviano con las tareas de asesorarlo en la escogencia de obras e introducirlo en la historia del arte nacional.  En ese grupo figuraban, por supuesto, José de Mesa y Teresa Gisbert, entonces ya renombrados historiadores del arte de fama internacional por sus estudios sobre la pintura virreinal y sobre el llamado estilo mestizo arquitectónico, catedráticos de la Universidad Mayor de San Andrés y arquitectos asesores de los trabajos de restauración de la Casona Diez de Medina para el funcionamiento del Museo Nacional de Arte (MNA).   

La tarea seguramente implicó una responsabilidad de peso por varios motivos: la importancia que tenía el indigenismo en la plástica nacional de la primera mitad del siglo XX pero su caducidad para la década 1960; la diversificación que había sufrido la producción artística local desde la comienzos de la década de 1950 que incluía la práctica de corrientes artísticas variadas dentro del figurativismo y la abstracción; el estado formativo o precario de las pinacotecas modernas públicas de la época;  la trascendencia internacional que gozaban artistas como Marina Nuñez del Prado y María Luisa Pacheco, entre otros, quienes habían generado una imagen del arte boliviano vinculada casi exclusivamente al habitante indígena campesino.  ¿Qué obras, de qué periodo, de qué estilo, de qué artista, habrían de recomendar al curador norteamericano? ¿Qué imagen del país quería las universidades norteamericanas mostrar en la exposición? ¿Cuánto conocía Catlin del arte boliviano y hasta qué punto iba a considerar los criterios de los expertos locales? ¿De qué colecciones de arte se disponía para la selección de obras? Con todo, tras varias jornadas de un trabajo que incluyo viajes a Sucre y Potosí, se terminó conformando una selección de pintura moderna de ecos indigenistas que incluía la obra de artistas vigentes activos en la época como Enrique Arnal, Gil Imaná, Alfredo La Placa y Hugo Lara. (Según relatan Mesa y Gisbert, inicialmente se habían incluido también pinturas religiosas del siglo XIX y alguna obra indigenista de Guzmán de Rojas, pero complicaciones administrativas impidieron su traslado a EEUU).

Investigador en arte y artista