Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 17:42

Al profe Juan…

Texto leído en el homenaje de la Cámara de Senadores al profesor Juan Araos Úzqueda que falleció el pasado 12 de febrero a causa de un accidente.
El escritor, poeta y docente Juan Araos. RENATA ARAOS
El escritor, poeta y docente Juan Araos. RENATA ARAOS
Al profe Juan…

Fui estudiante de Juan Araos Úzqueda desde 2011, en el marco de la carrera de Filosofía y Letras de la Universidad Católica Boliviana, pero, de modo más importante, me gusta pensar que fui su amigo desde, al menos, algún momento del 2013. Como para muchos, la primera impresión que tuve del profe Juan estuvo marcada por su peculiar estilo, por su forma lenta y acompasada de ingresar al aula llevando alrededor del hombro la larga correa de su maletín, por el tono manso y suavemente extendido de su voz, por su singular cabello, por su bigote anacrónico y por cada una de sus numerosas manías. 

Ahora bien, es justo decir también que aquel primer impacto que su aparecer causaba en los estudiantes quedaba, con el desarrollo de cada clase, reunión o conversa, relegado poco a poco a un segundo plano. En el oleaje profundo de su cátedra, el profe Araos adquiría una altura que trascendía cualquier rasgo físico de su ser y que hacía que, más allá de la ejercitada y notable belleza de su lenguaje, las palabras se impusieran por su verdad, por una verdad que, como él dijo una vez citando a Neruda, siempre fue más alta que la luna. 

Es difícil hoy en día definir el carácter de un oficio como el filosófico, aquel que de modo ejemplar Juan Araos practicaba. Vivimos, no hay duda, en un tiempo marcado por el afán de eficiencia y productividad y de seguro encontraríamos amplio consenso popular a la hora de calificar la filosofía como la actividad más ineficiente e improductiva. Elucubración innecesaria sobre cosas obvias o práctica elitista de erudición infértil, nada parece más desconectado de nuestro presente activo que la reflexión filosófica. Y Juan Araos, sin embargo, fue y permanece hoy como la prueba real de un pensar diferente, uno más esencial y más conectado con los orígenes de la filosofía. El profe no ejercía la reflexión como “disciplina”, sino que, más bien, se deshojaba en ella, expresándose definitivamente en ella en cada momento de su vida. El profe no “instruía” a sus estudiantes, los invitaba a pensar más acá de las realidades obvias, tratando de poner a la vista todo aquello que se había hecho invisible por habitual.   

En alguna de esas numerosas veladas organizadas en su casa, ya sea alrededor de una fogata de leños o de palabras, recuerdo haber escuchado al profe Araos referirse con admiración a la memoria humana. Cuán notable es –decía él– que, a pesar de que las fotografías de los álbumes vayan poco a poco pereciendo, las imágenes y vivencias en nuestra memoria brillen siempre con una misma o mejor intensidad. Y es cierto; todo testimonio documental, antiguo o moderno, corre siempre el riesgo de esfumarse, ya sea menguando, como la lucidez crepuscular, o extinguiéndose abruptamente, como la llama arrebatada de la última vela en la noche. 

Esto no ocurre con la memoria, que es consustancial a la vida. Del mismo modo que el misterioso sentido del vivir no parece ser otro que el de ser, que el de prolongarse desde y para sí, que el de multiplicarse como un extraño milagro de continuidad, la esencia del recordar no parece ser otra que la de persistir en lo vivido, que la de recobrar con brillo siempre inicial la antigua presencia. Pero la memoria, debe entenderse, no acompaña a la vida como una especie de sombra constante pero adyacente. Sin el recuerdo, la vida presente, esa en la que nos damos en cada segundo, carecería de profundidad y de perspectiva. Nuestro vivir es lo que es porque se conjuga siempre desde el peso específico de memoria que nos constituye como historias inacabadas. Por ello mismo, recordar es siempre y de modo literal ahondar el vivir, revestirlo de un ímpetu renovado y renovador. 

En un episodio de éxtasis y rigor borgeanos, Jesús Urzagasti preguntó una vez, en su famosa Tirinea: “¿Qué diablos va a pasar, una vez que yo me muera, con las maravillosas imágenes que guardo de este mundo?” Creo que esta pregunta es decisiva en al menos una doble dimensión. No solo porque rectifica que la vida no es sino las imágenes que ella misma guarda de sí en la memoria sino también porque se interroga por el radical destino de finitud que aguardará en la muerte a ese conjunto singular de recuerdos que cada uno de nosotros es. Creo, después de haber conocido la vida y la estela dejada por Juan Araos en nuestro humilde espacio de tiempo, poder intentar al menos una respuesta titubeante a la gran pregunta de Urzagasti.

Nunca, probablemente, podremos atinar a responder qué ocurrió con la luz exacta de los recuerdos que constituían la vida del profe Araos. La imagen precisa de esos primeros años chilenos, de su amor paterno en Antofagasta, de sus incursiones en la Universidad de Chile, de su madurez boliviana, de cada uno de sus libros, de sus clases, de sus animales y sueños, de su amor incontable por sus hijas y por su esposa, todo eso se halla, ahora, más allá de nuestra comprensión y de nuestro mundo. Pero esas mismas memorias y trozos de vida que, en su terminal conjugación, habían cristalizado en la persona de Juan Araos (padre, esposo, maestro, amigo) se han trasmutado ahora en la multiplicidad de imágenes que cada uno de nosotros conserva de él. Podemos, así, no acceder ya al relato de sus memorias precisas que cautivaban nuestra atención en las tertulias y reuniones, pero sí tenemos presente la imagen de lo que aquellos recuerdos habían formado: una sensibilidad atenta a los aspectos más sencillos de la vida y una fuerza humana dispuesta al amor en sus múltiples tonos.

Creo que el homenaje más firme que podemos hacer a Juan Araos es mantener viva la marca de su memoria en la práctica constante de los oficios que él enseñó. En su firmeza tierna como maestro, en su compromiso apasionado como pensador, en su gentileza atenta como amigo o en su amor abrazante como padre. Y seguramente esa sea una de las características del profe que todos tengamos más presentes: el hecho de que su genialidad en un campo no lo privaba de cultivar las múltiples prácticas del amor humano. De una u otra forma, todos los que lo conocimos hemos sido marcados por ese carisma tan único que el maestro sabía imprimir en cada acto de su vida y, de una u otra forma, su ausencia ha trazado un antes y un después en distintos planos de nuestras vidas. Propongo, en este sentido, que cuando sintamos que nos vence la melancolía, que cuando queramos ceder a la tan humana tendencia de la tristeza frente a lo ido, pongamos en buen uso nuestra memoria, y recordemos la alegría irónica y las figuras coquetas con las que Juan Araos versificaba incluso las experiencias más profundas y desoladoras. Así, con dulce y juguetona nostalgia, prestemos oídos siempre a la sincera y sencilla palabra poética del que será en nuestra memoria “El maestro” por antonomasia:      

Aquí comienza, de nuevo se renueva, la vida nueva

Aquí tenemos palabras que prolongan la plana plena

A la orillita de una gota de agua, la hormiga bebe

[email protected]