Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 00:24

Aguas negras del capitalismo (o cuando el cine prolonga el periodismo)

Una lectura de la película El precio de la verdad (Dark Waters), el más reciente largometraje de Todd Haynes, que tiene por protagonista a Mark Ruffalo. El filme sigue en cartelera del cine Sky Box.
Aguas negras del capitalismo (o cuando el cine prolonga el periodismo)

El manido título de este texto lo he tomado, con el mal gusto que me supera, de un legendario episodio de Los Simpson, “Mr. Lisa goes to Washington”, correspondiente a la tercera temporada de la serie animada (su mejor época), que, a su vez, se prestó el nombre y la trama de Mr. Smith goes to Washington (1939), una no menos legendaria película de Frank Capra. Con esto, además de reivindicar mi credo en Los Simpson como enciclopedia definitiva de la posmodernidad, reconozco de antemano que Dark Waters (estrenada en Bolivia como El precio de la verdad), el más reciente filme de Todd Haynes, es un producto también manido, pero no por ello malo ni innecesario. 

Digo, manido, porque el filme convoca una historia que, no vamos a mentirnos, hemos visto mil veces: la del donnadie que se rebela ante los abusos de las grandes corporaciones. El hombre contra el sistema. El ser humano contra el capitalismo. Ese donnadie es Rob Bilott (Mark Ruffalo), un abogado de origen humilde que ha escalado en el mundo del derecho corporativo, hasta convertirse en socio de una prestigiosa firma especializada en defender los intereses de los grandes capitales industriales. Su destino no es otro que cumplir el sueño americano, hasta que se topa sin querer con su pasado. Un granjero del oeste de Virginia, vecino de su abuela y habitante de un paraje rural donde el exitoso abogado fue feliz en su infancia, le pide que investigue por qué su ganado enferma y muere misteriosamente sin permitirle a su familia sobrevivir dignamente. Más por honrar una deuda con su origen familiar que por convicción profesional, Bilott visita la granja afectada y descubre un panorama más desolador que el que se imaginaba: una pradera para pastar reconvertida en cementerio de animales, una última vaca enloquecida que quiere matar a los seres humanos, las piedras de un río extrañamente decoloradas, el dueño de la granja que no deja de toser… El problema está en el agua que consumen animales y hombres, intuye Willbur Tennant (Bill Camp), el dueño del predio virginiano. Algo debe tener que ver el relleno de residuos industriales que está a lado y pertenece a la multinacional DuPont, infiere el abogado empilchado.

A partir de ese hallazgo, el protagonista comienza a desovillar la madeja de irregularidades en que viene incurriendo DuPont a fin de esconder el negligente y criminal manejo ambiental de sus desechos, propio de fábricas que trabajan en diferentes ramas industriales químicas. De aspirar a representar a la transnacional en sus múltiples frentes legales, el consorcio en el que trabaja Billott pasa a enfrentarla y demandarla en representación de la familia de granjeros que denunció inicialmente las estragos provocados por su basura tóxica. A la cabeza del abogado Tom Perp, interpretado por un Tim Robbins afecto a poner cara a cualquier emprendimiento “progre” y revoltoso como este en Hollywood, la firma de abogados se lanza a un largo y accidentado pleito en el que asoman nuevas víctimas, pero cuya resolución se va dilatando y complejizando a plan de las chicanas de los defensores de DuPont. Bilott envejece a medida que el juicio se multiplica por decenas y los damnificados se atreven a alzar su voz y dar la cara, en algún caso deformada por efecto de la contaminación que DuPont viene generando por décadas no solo en una granja, sino en comunidades enteras que consumen agua alterada por sus residuos y en sus propios empleados expuestos a procesos químicos para fabricar, entre otras cosas, teflón, el producto estrella de la marca y, a la sazón, una sustancia de alta peligrosidad para los compradores. El abogado sufre no pocos sinsabores en el camino, desde los reveses legales hasta las crisis familiares, por la extrema dedicación que le demandan los procesos y la consecuente desatención hacia su esposa Sarah (Anne Hathaway) y sus hijos. 

Relatado así, Dark Waters confirma que es una película mil veces contada, que a más de uno le lleva a revisar una y otra vez su ficha técnica para corroborar si, en efecto, su director es Todd Haynes (Los Ángeles, EEUU, 1961), uno de los baluartes del llamado cine independiente estadounidense, autor de una filmografía poco o nada complaciente y ajena a los designios de la industria. Para alguien que, como él, ha estado detrás de filmes como Velvet Goldmine (1998), Far from heaven (2002), I’m not there (2007) o Carol (2015), que exploran formas, personajes y temas inclasificables, cuando no inaprehensibles, un título como el que acaba de estrenar es atípico, por lo convencional de su planteamiento estilístico y discursivo. Dark Waters se inscribe en la larga tradición del cine legalista, ese que tiene por protagonistas a abogados justicieros, jueces irascibles y jurados empáticos; ese que explora en los recovecos más insospechados de los tribunales gringos; ese que ha sido cultivado, de forma casi ininterrumpida y con obras de desigual factura, por la filmografía estadounidense.  

Lo manido del argumento deriva, cómo no, del origen del material en que se basa la cinta: un texto periodístico. Haynes se pone al servicio de una historia real de la que, aun no acomodándose a priori a sus intereses, se apropia para conferirle una puesta en escena clásica, que, eso sí, revela algunas de sus fijaciones más identificables. Una de ellas es la cualidad de héroe involuntario de su protagonista, un abogado que, incluso contracorriente de su propio instinto, se enfrenta a una maquinaria que lo supera, pero con la que no se deja arrollar. La presencia de Ed Lachman, su habitual director de fotografía, le impone al filme otra de las marcas del cine de Haynes: una atmósfera gris como metáfora de las penumbras a las que el título, el espacio geográfico y la trama remiten, pero también como signo de la melancolía y la impotencia que agobia a su protagonista. Pero, la impronta más relevante de su filmografía, que sigue presente en Dark Waters, es el ejercicio de la reinvención como procedimiento de apertura y adaptación a los dictados externos y, sobre todo, a las pulsiones internas. Así como Bilott se ve llamado a reinventarse como abogado y como persona para afrontar los juicios contra DuPont, el cineasta se entrega a la reinvención de su obra, ofrendando su oficio cinematográfico a la narración de una historia que cree importante contar en este momento.

Es en este punto donde emerge la cualidad periodística del relato. Todd Haynes entiende que su cine bien puede contribuir a prolongar la vida de una historia real, publicada originalmente en formato periodístico, que, aun guardando una importancia inocultable, no es del todo conocida. Dark Waters puede funcionar como un antídoto contra la fugacidad y las limitaciones espaciales inherentes al relato periodístico. Más allá del impacto que debió alcanzar al momento de su publicación como reportaje, la historia convertida en cine es capaz de trascender las fronteras del momento y el escenario en que se hizo público. El cine le otorga una nueva vida a esta historia real sobre los abusos corporativos contra el medio ambiente y la salud pública. Una nueva vida que podría ser más larga y útil que la que le insufló el periodismo. Una nueva vida capaz de aportar una dosis de conciencia ciudadana siempre saludable para los grandes públicos. Una nueva vida empecinada en incomodar siquiera un poco a su destinatario, no pocas veces adormecido e indiferente ante la descomposición de su entorno.  No es poco. Es suficiente para vadear las manidas, pero nunca inofensivas, aguas negras del capitalismo.

Periodista[email protected]