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  • Diario Digital | jueves, 25 de abril de 2024
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Adiós a BoJack Horseman, el caballo que nos enseñó lo que duele ser humano

La conclusión de la serie cierra el retrato más certero de lo que la fama y el mundo del espectáculo hace con el ser humano: intentar destruirlo.
Fotograma de la última temporada de la serie animada.
Fotograma de la última temporada de la serie animada.
Adiós a BoJack Horseman, el caballo que nos enseñó lo que duele ser humano

Parecía divertido. Que, de repente, existiese un Hollywood alternativo —un Hollywoo— en una Tierra alternativa en la que animales y humanos convivían en perfecta armonía compartiendo sus idénticas y horripilantes miserias. Parecía divertido que, en ese mundo, hubiesen existido los 90 de nuestro mundo y su furor por las sitcoms, y un título mítico, Horsin Around, cuyo reparto, encabezado por un caballo insufriblemente autodestructivo, hubiese caído en el olvido hace mucho tiempo. Parecía divertido, pero no lo era. Cuando BoJack Horseman se estrenó, en 2014, se convirtió en un clásico instantáneo. Porque estaba dando un paso en una dirección en la que el camino aún no existía: nunca antes un dibujo animado había sido a la vez tan cruel y dolorosamente humano.

"La paradoja es que los animales protagonizan una comedia cruda sobre la condición humana y sobre una persona que no sabe avanzar. Parodiamos lo absurdo de este mundo interesado en las bajezas de los famosos", aseguró, allá en 2015, Will Arnett, el actor que durante estos seis años ha puesto la voz a BoJack. Y sí, eso es exactamente lo que han estado haciendo, en una trayectoria imparablemente ascendente, pues cada temporada ha sido siempre mejor y más profunda e innovadora que la anterior.

Puesto que Bob-Waksberg y los suyos estaban inventando un formato —el del desalmado dramedy adulto animado protagonizado por animales demasiado humanos, en el peor de los sentidos— es lógico que, cada vez, se sintiesen más cómodos a medida que ensanchaban los límites de un territorio por completo por explorar. Así, en las primeras temporadas apenas se abandona el foco de Horseman —primero, le seguimos mientras intenta que Diane, su negra literaria, escriba sus memorias, y luego, observamos su pequeña vuelta a la fama interpretando, fatalmente, a su ídolo Secretariat en un biopic desastroso—, pero a partir de la tercera, el universo se amplía.

Al abandonar a su presuntamente deprimido protagonista, la serie, que hasta entonces había dibujado los aledaños de la condición de estrella apagada, se convierte en algo mucho más amplio, el retrato más certero de lo que la fama y el mundo del espectáculo hace con el ser humano que osa dejarse utilizar por él: intentar destruirlo. O acabar haciéndolo. Ya lo dijo Asia Argento, Hollywood es "una trituradora de carne". Así que, desde su endiablada y, pese a todo, correcta y triste incorrección, BoJack Horseman es la creación audiovisual que más y mejor ha explorado (y comprendido y hecho comprender) la inconcebible inhumanidad del estrellato.

"Las estrellas son como nosotros, ¿no?", pregunta alguien en algún momento de esta sexta temporada, y nadie responde, pero la respuesta, visto lo visto, es un sí que también podría ser un no. Porque sus miserias son las nuestras elevadas, como todo lo que tienen, a una enésima y a veces insoportable potencia. "Mis padres me inculcaron el odio a los caballos, y mi cuerpo de caballo es la cárcel de la que nunca huiré y por eso el caballo que más odio soy yo mismo", se dice BoJack, en un revelador capítulo cercano al final que acaba de estrenarse.

El "fracasa otra vez, fracasa mejor" de Samuel Beckett es el mantra inaudible con el que despierta Horseman cada mañana, pero no solo él. Ahí están Princess Carolyn y su molesta e incomprensible (para sí misma) maternidad, Diane y los sándwiches de queso derretido que se prepara para olvidar que su vida no le gusta, Todd y la imposibilidad de que sus padres entiendan que es feliz no teniendo todo lo que ellos querrían que tuviera, el Señor Peanutbutter autoinmolándose con cada sonrisa –en su papel, en esta sexta temporada, de un dickensiano señor Scrooge que visita a gente perdida en el día de su cumpleaños para recordarles cómo querrían que hubiese ido todo–.

Pero el fracaso no existe si no existen las expectativas. Pero ¿qué ocurre cuando alguien se convierte en una estrella? Que esas expectativas se multiplican exponencialmente hasta casi, diríamos, el infinito. ¿O no son las estrellas, dioses? ¿Y no son los dioses perfectos? ¿Y qué ocurre cuando esos dioses descubren, una y otra vez, que no lo son, que solo son imperfectos y tristes y solitarios –porque BoJack Horseman es también una serie sobre la soledad del que ocupa la cima–, maleducados y desagradables humanos? Que se odian a sí mismos, y como nadie les castiga, intentan escapar, y como no pueden escapar, beben, se drogan, inician el lento e irremediable descenso a los abismos que acaba con ellos, en el mejor de los casos, en una clínica de rehabilitación como la Pastiches Malibú en la que acaba BoJack Horseman, mirándose al espejo y preguntándose si ha valido la pena y, lo que es más importante, si todo eso, Hollywood, también pasará.