El salay, la nueva “cara bonita” del populismo musical boliviano
Evo Morales no solo es el primer boliviano de origen indígena en gobernar este país. Tampoco es solo el Mandatario que más tiempo viene permaneciendo en la Primera Magistratura. Es, también, el primer Presidente de este Estado que ha compuesto una salay (al menos hasta que se demuestre lo contrario o hasta que Carlos Mesa, Jaime Paz Zamora o Goni se pongan las “pilas” y se sumen al zapateo). Se llama “Mama Coca” y lo interpreta el grupo folclórico Valeno. No es un secreto ni mucho menos, aunque, eso sí, revela una de las caras menos conocidas del líder masista, la de compositor. Sin embargo, la vena musical de Morales revela algo que está lejos de ser nuevo o desconocido en este país: el uso político del folclore para la perpetuación de un imaginario cultural nacionalista.
El sociólogo e investigador cultural Mauricio Sánchez precisa que la relación entre el folclore y el poder político en Bolivia se remonta a la etapa posterior a la Guerra del Chaco. Fue una de las banderas de los gobiernos nacionalistas, del MNR en adelante. “El MNR creó instituciones que asentaron la idea de que el folclore boliviano es el alma del pueblo, el alma de la nación y, por lo tanto, su cultivo y defensa es la defensa de la nación”, apunta Sánchez, autor del libro “La Ópera Chola. Música popular en Bolivia y pugnas por la identidad social”.
Sin embargo, aclara, no fueron los gobiernos nacionalistas democráticos los que mayor impulso le dieron al folclore, sino los militares. En sintonía con las grandes transformaciones del folclore boliviano, experimentadas entre finales de los 60 y principios de los 80 del pasado siglo, regímenes como los de Barrientos, Ovando y Banzer asumieron un papel fundamental “en la creación de leyes y decretos con el fin de la defensa del acervo folclórico boliviano, que incluía danzas y músicas”.
Este fenómeno, que Sánchez denomina la “nación folclórica” o la “folclorización de la nación”, sostiene la idea de que la cultura de los indígenas andinos (y de algunos orientales) es el sustrato fundamental de la nación. Para entender el sentido y los alcances de la “folclorización”, Javier Romero, antropólogo y doctor en Estudios Culturales Latinoamericanos, va más atrás del siglo XX. Se remonta al periodo colonial y a la llamada “extirpación de idolatrías”, esa política con que los conquistadores demonizaban, perseguían y castigaban las prácticas culturales de los pueblos indígenas andinos de esta parte del mundo. Cuando Bolivia se independiza y nace la República, advierte Romero, los indios ya no enfrentan ese riesgo, sus prácticas ya no “son pecado” y todo eso se vuelve folclore. “De la demonización se transita a la folclorización. ¿Y qué es la folclorización? Un vaciamiento epistémico de contenidos culturales”, sentencia Romero.
En esa línea, Sánchez afirma que esta reivindicación de que lo indígena es el sustrato de la nación merece ser matizada, cuando no desmentida por completo. “Esto es imaginario, no tiene manera de ser probado, porque Bolivia tiene raigambre indígena, pero también es una sociedad de raíz hispánica”, apunta. Pero, más allá de ser imaginario, esta idea funda un “populismo cultural”, que reivindica que la “verdadera cultura” surge del pueblo, no de las élites. Aunque desde la retórica política el MAS ha intentado distanciarse del nacionalismo boliviano, su práctica cultural no se lo permite. Lo llamativo es que su parentesco está más cerca de los gobiernos de facto que de los elegidos en urnas. “No es algo nuevo que el Gobierno de Evo esté haciendo un uso político del folclore como un puntal de éxito y popularidad. Los casos de Barrientos y Banzer son sobresalientes”, advierte Sánchez, para luego aclarar que el militar que gobernó durante siete años en los 70 fue uno de los mayores impulsores del folclore nacional.
El Gobierno de Evo Morales ha traído de vuelta esa “idea profundamente nacionalista del folclore”, pero en una época menos creativa y menos efervescente, si se le compara con el lapso de mayor transformación del folclore, señala. “No hay mucha creatividad. El folclore sigue viviendo de lo construido en ese periodo: un gran mercado de consumo”, dice, en referencia a lo que antes fueron discos, radios, casetes, CD, y hoy son canales de televisión y, sobre todo, plataformas digitales. Esta dinámica confirma que la producción musical (y sus derivados audiovisuales) de ritmos nacionales tiene público y mueve dinero. Si antes los mayores beneficios eran para los que interpretaban sayas-caporales, tinkus o morenadas, hoy una buena tajada de la torta se la quedan los cultores y promotores del salay. “Estas danzas terminan dando réditos a todos: a los músicos que componen y saben que si hacen un salay, van a poder vender, que si saben que bailan eso, les van a aplaudir y van a hacer giras; a las empresas de turismo, a los canales de televisión, a los productores de videoclips, a las casas discográficas”, añade.
El antropólogo Javier Romero coincide con esta concepción mercantil del folclore y, en particular, del salay, y añade que la música y la danza que producen genera un circuito de consumos que satisface a los públicos, que encuentran en estas manifestaciones un escenario para experimentar lo festivo como “joda”. Y la joda a lo que conduce, sostiene Romero, es a la distracción y al entretenimiento hedonista de los públicos, que resulta funcional a los intereses de cualquier gobierno.
Ahora bien, estando el dinero y la fama bien repartidos entre músicos, bailarines, empresarios y productores, lo que resta es el rédito político, que no es poca cosa y al que, desde luego, intentan sacarle provecho los gobernantes de turno. “Cómo no suponer que un Gobierno también se aproveche de algo como el salay. Asume eso como promoción del folclore, pero lo que básicamente hace es promocionarse a sí mismo. Si uno demuestra gusto por lo popular, demuestra que es del pueblo y la gente le quiere”, reflexiona Sánchez.
Así pues, que el salay haya sido declarado “Patrimonio cultural inmaterial, musical y coreográfico” del departamento de Cochabamba se inscribe en esta estrategia de autopromoción política. Lo propio que el 20 de mayo de este año se haya organizado el Encuentro Mundial del Salay. Ni hablar de explosión de creatividad musical y lírica del presidente Morales en su debut como compositor, con “Mama Coca”. No es otra cosa que el gobernante nacionalista de turno sacando rédito político del folclore. “Es otra forma del pan y circo que ya existía en tiempos de Roma, que supone algo así como un populismo musical y que se sostiene en la idea de que la música del pueblo es buena, no importa cuál sea, y por lo tanto es un buen negocio político, da réditos políticos en la medida en que el político se muestra como defensor de la cultura, la música y la danza del pueblo”, dice Sánchez.
Y sin salir del Imperio Romano, que parece haber ya inventado o perfeccionado las maneras políticas de conquistar al pueblo, el sociólogo propone una analogía más concreta. La forma de apelar al folclore para ganarse el fervor popular le recuerda a los emperadores romanos del estilo de Cómodo, “que bajaban a luchar con los gladiadores. Eso despierta frenesí entre el público, que cree que su Emperador, que es una especie de Dios, está con el pueblo”.
El sociólogo entiende que la de Cómodo, Banzer o Evo es “una manera bastante emotiva de llegar a la gente, porque haces lo que a la gente le gusta”. De ahí que el mote de populismo musical o cultural le quede a la perfección. “El otro camino es crear cultura, generar cultura crítica, pero es bastante más difícil. En el fondo, la cultura boliviana se ha convertido en una cultura muy conservadora, pero, por eso mismo, es una cultura muy popular”, sentencia Sánchez.
Los gobiernos
Mauricio Sánchez dice que no fueron los gobiernos nacionalistas democráticos los que mayor impulso le dieron al folclore, sino los militares.