SALUD
La nación cannábica clandestina: Bolivia se cura con cannabis medicinal del mercado negro
La cabeza de Pablo está surcada por cicatrices. Las más visibles están arriba de su nuca y alrededor de sus orejas. Ni siquiera su cabellera negra, espesa y tiesa, las disimula. Son el recordatorio de las peores caídas que ha sufrido este adolescente de 17 años, a quien antes de cumplir los 5 le diagnosticaron el Síndrome de West. La enfermedad, que afecta a 1 de cada 4 mil a 6 mil nacidos, es un tipo de epilepsia (encefalopatía epiléptica) que provoca espasmos, retraso en el desarrollo mental y psicomotor y descargas de ondas de alto voltaje (hipsarritmias en el encefalograma). Estas últimas son las convulsiones que asaltan a Pablo hasta 15 veces al día y obligan a su mamá, Hortensia, a estar alerta en todo momento ante los pasos de su hijo mayor. Las peores lo tumban contra el piso, a veces de espaldas, a veces de bruces, y lo lesionan con dureza. Le han dejado fracturas en la nariz, dientes rotos, heridas en el ojo y las cicatrices que surcan su cabeza.
Pablo no se llama Pablo. Hortensia tampoco se llama Hortensia. Sus nombres reales han sido cambiados para este reportaje, no porque sientan vergüenza alguna de sus vidas y cicatrices, sino porque ella alguna vez tuvo la osadía de darle a su hijo aceite de cannabis para reducir sus convulsiones, sus caídas y las heridas en su cabeza. En Bolivia, la cannabis (popularmente conocida como marihuana) es una sustancia controlada, ilegal y criminalizada. Su producción, procesamiento y venta está prohibida, así como su consumo, que no distingue los usos recreativos de los medicinales. A la Ley 1008 del Régimen de la Coca y Sustancias Controladas, vigente desde 1988, le importa poco o nada si alguien usa cannabis para darse un subidón con un porro o si otro la busca en forma de aceite para aliviarle el dolor crónico a un familiar cercano. De ser hallados en posesión del producto, ambos pueden ser detenidos, enviados a un tribunal de justicia y, en función de la cantidad de droga decomisada, pagar su “delito” con un periodo de rehabilitación o hasta 25 años de cárcel. Bolivia es uno de los tres países de Sudamérica (junto con Brasil y Venezuela) y uno de los nueve de todo el continente americano donde el consumo de cannabis es ilegal, sin importar que sea para uso recreativo o medicinal.
Los artículos 46, 47, 48, 49, 50 y 51 de la Ley 1008, creada al influjo de la “guerra contra las drogas” promovida por EEUU, tipifican como delitos la plantación, fabricación, tráfico, consumo y tenencia para consumo, administración y suministro de más de 100 sustancias controladas, entre estupefacientes, psicotrópicos y sustancias químicas repartidas en cinco diferentes listas (que tomaban como referencia los protocolos de organismos multilaterales como la ONU). En la Lista I de estupefacientes figuran, solo después de la cocaína, la cannabis y su resina. En los artículos antes citados se fijan sentencias de 1 a 2 años de prisión para quienes planten las sustancias, de 5 a 15 para los que las fabriquen, de 10 a 25 para los que cometan tráfico, de internación en un instituto de farmacodependencia para quienes se hallen en consumo y tenencias para consumo, de 10 a 15 años de cárcel para los que la administren y de 8 a 12 para los que las suministren. Aunque en principio el delito de consumo y tenencia para consumo solo estaría penado con rehabilitación, prevé más adelante que si la tenencia, a ser determinada por “dos especialistas de un instituto de farmacodependencia público”, resulta “mayor a la cantidad mínima caerá en la tipificación del artículo 48” de la ley, que no es otro que el referido a tráfico, con pena de reclusión de 10 a 25 años.
Lejos de ser meramente nominal, este esquema jurisdiccional contra la producción, venta y consumo de drogas tiene un correlato concreto. En su informe “Presos sin sentencia. Situación actual de las personas privadas de libertad preventivas en los recintos penitenciarios de Bolivia”, de 2016, la Defensoría del Pueblo indica que en las 14 cárceles del país había 13.940 privados de libertad, siendo la tercera causal más común para su reclusión los delitos contra la Ley 1008. Los encarcelados por vulnerar esa norma representan el 8% del total, solo superados por los imputados por violación (16%) y robo agravado (14%), y por encima de los acusados por robo (7%), asesinato (6%) y estafa (4%). Por si fuera poco, del universo de internos, el 9% son mujeres, un porcentaje superior en 50% al de la región, “poniendo en evidencia que la criminalización resulta altamente selectiva y discriminatoria, pues las mujeres, especialmente las más pobres, son explotadas en el tráfico y transporte de drogas y se las castiga duramente”. Es más, en su análisis de la sobrepoblación carcelaria, que en Bolivia supera el 300%, la Defensoría afirma que entre las tres principales causas del hacinamiento están “las políticas de justicia penal punitivas (penalización del micro tráfico en la Ley 1008)”. Visto así, el riesgo de ir a la cárcel no solo es real, sino que es muy alto cuando se trata de delitos contra la norma antidroga.
Ni Pablo ni Hortensia son delincuentes, aunque los operadores policiales y judiciales podrían decir lo contrario. Él es un joven que padece una enfermedad crónica, que en su infancia fue el Síndrome de West y hoy ha mutado al Síndrome de Lennox-Gastaut (otra forma de epilepsia). Ella es su madre y lo quiere vivo y sano. Por eso, hace unos ocho años, cuando su hermano vivía en Colombia, consiguió que le enviara unos frascos de aceite de cannabis que, con el aval del neuropediatra de Pablo y la colaboración de autoridades sanitarias locales, llegó hasta Cochabamba (centro de Bolivia), le fue dosificado al entonces niño y redujo sus convulsiones diarias de 15 a 2. Alguna jornada llegó incluso a no sufrir ninguna.
El producto, de uso legal en territorio colombiano, solo duró unos tres meses en la casa de Hortensia, unos meses que, sin embargo, fueron extraordinarios. Los ataques epilépticos se redujeron drásticamente y los pocos que sufría, eran leves y con menos riesgo de daños físicos para Pablo. La madre tuvo chance de dedicarse a sus otros dos hijos, que hoy tienen 13 y 9 años. Podía ver a su primogénito caminar sin preocuparse de que fuera a convulsionar y desplomarse en cualquier momento. Vivía sin miedo o, al menos, con menos miedo. Pero, se acabó. Su hermano ya no pudo enviarle el aceite desde Colombia y en Bolivia solo se comercializa de forma clandestina e ilegal, sin garantías sanitarias ni de control de calidad. El miedo ha vuelto a instalarse en su casa. “Yo lo veo caminar y ya estoy automáticamente detrás de él, está parado y ya estoy corriendo, porque no sabemos, en cualquier momento le puede dar (un ataque)”, cuenta, mientras le entrega su hijo piezas de un rompecabezas del “Chavo del 8”, su juego y su personaje favorito, respectivamente.
Con el miedo han vuelto también las penurias económicas. Cubrir los medicamentos tradicionales de Pablo demanda costos muy elevados. A diario debe ingerir tres unidades de lamotrigina de 200 miligramos y dos de levetiracetam de 1.000 miligramos, ambos medicamentos para tratar convulsiones en los que destinan 150 bolivianos (22 dólares). Su seguro médico les cubre algunas recetas, pero no todas. A raíz de la pandemia de coronavirus, desde 2021 ya no les suministra levetiracetam, así que deben conseguirlo por su cuenta. “A veces, el mismo doctor me regala muestras, o tengo amigos también y tengo que ir a pedir muestras para que me regalen. O al final, lo compramos”, dice, sin perder de vista a su hijo, quien se ha levantado del sofá para ir por unas galletas de agua, que le gustan tanto como el “Chavo del 8”.
La crisis sanitaria por la covid-19 ha vuelto menos prioritaria la atención de enfermedades como la de Pablo. A la dificultad para acceder a medicación costosa se ha añadido el cierre del centro de educación especial al que lo llevaban sus padres. Ahora está al cuidado exclusivo de su mamá durante el día y de su papá durante la noche. Solo él trabaja y genera recursos para la manutención de su familia de cinco integrantes, pues Hortensia debe dedicarse a tiempo completo a velar por su hijo enfermo. “Yo estoy bien estresada, tal vez por eso mismo de estar detrás de él, ya no ocuparme de mis otros hijos, ni de la casa ni de mi persona… Entonces, todo es él”, admite con alguna pena. Pero, antes de desmoronarse, cree que es importante hacerse escuchar, pedir a las autoridades de Bolivia que faciliten la legalización de la cannabis para uso medicinal: “Pediría legalizar para hacer este tipo de medicamentos (aceite), porque yo he visto que (Pablo) sí ha mejorado”. Y así como por unos meses mejoró la salud de su hijo mayor, también lo hizo la calidad de vida de ella y del resto de su familia. “Nuestra calidad en ese tiempito ha sido buena. Por eso quiero pedirles que, por favor, nos ayuden de esta forma, con cannabis medicinal”.
Delito y ‘pecado’
Hubo un tiempo en que Teresa fue una “súper mujer”. Acaso, una suerte de versión femenina del personaje de Bruce Willis en la saga de películas “Umbreakable” (M. Night Shyamalan): nada podía hacerle daño o, al menos, así lo sentía. Pese a haber sido diagnosticada hace una década con fibromialgia, cinco años después había encontrado la pócima para hacerse irrompible: el aceite de cannabis. No fue un camino corto ni fácil. Con una educación cristiana muy estricta, veía con malos ojos la posibilidad de medicarse con derivados de una planta que en Bolivia tiene mala prensa y suele reducirse a una droga ilegal. Un novio suyo que la consumía la animó a probar y, para su sorpresa, descubrió que la sustancia neutralizaba los síntomas más agresivos del síndrome que padece: dolores musculares en todo el cuerpo, cansancio excesivo, pérdida de memoria, depresión, arritmia cardíaca e intestino irritable.
“El aceite de cannabis ha sido una bendición en mi vida, porque ha hecho que yo pueda ser más yo, que pueda ser una persona normal, que pueda hacer mi trabajo, que pueda ser mamá también”, cuenta Teresa (quien tampoco se llama Teresa), madre soltera de dos hijas, con estudios universitarios y autodidacta en la preparación de cannabis medicinal para autoconsumo. Ella, que aparenta más de 30 años, comparte sus datos personales con cautela, a cuentagotas, casi a la manera en que aprendió a suministrarse el aceite cannábico. Como Hortensia, Teresa vive con miedo. Miedo a la ley, que podría perseguirla y castigarla, pero también a su entorno social. Su familia nunca aceptó que debiera “drogarse” para amainar sus dolores físicos y emocionales. Hacerse y tomar aceite de cannabis eran vistos no solo como un delito, sino como un pecado atentatorio contra la moral cristiana familiar.
El prejuicio es otro lastre que impide la regulación de la cannabis medicinal en Bolivia. En ello coinciden consumidores, pero también activistas. Gabriela Monasterios, del colectivo Proganja, asegura que en el país “nos falta demasiado conocimiento”. Así se entiende que ella haya realizado por cuenta propia estudios fuera de Bolivia en disciplinas como cannabis medicinal, repostería cannábica o periodismo cannábico. Junto con otros activistas fundó Proganja, un colectivo que aglutina a médicos, cultivadores, abogados y otras personas de apoyo.
Desde esa experiencia confirma que en Bolivia ya se practica el autocultivo de cannabis para fines medicinales, una actividad que es clandestina como todas las que involucran a esta sustancia. Aunque no es posible hacer un censo del número de cultivadores y consumidores en el país, por tratarse de un ámbito ilegal, conoce cada vez a más personas que, como Teresa, han aprendido a hacerse aceite u otros productos en función de sus afecciones de salud. “Si en otros países se basan en el autocultivo, es porque cada uno sabe qué está cultivando y a qué producto final va a llegar, porque, al final, es una medicina”, explica. La multiplicación de productores locales también se debe a que “la medicina (cannábica) que se trae de otros lados es demasiado cara y de difícil acceso”.
Sin embargo, la fabricación de aceite u otros productos no es algo que pueda hacerse sin más. Teresa recuerda que ella comenzó comprando aceites de diferentes procedencias y calidades. No le fue tan bien, porque, más tarde lo advertiría, algunos “eran bastante estirados” (mezclados, no puros) y no le generaban los efectos deseados. “Es difícil encontrar la dosis exacta para el tipo de dolencia que tienes, porque son dosis distintas”, cuenta, en sintonía con lo dicho por Gabriela. “Empecé a investigar y aprendí a hacer”. Esa rutina la hizo dependiente de proveedores de la materia prima de la que se extrae el aceite. Y por la ilegalidad del circuito, no fueron pocos los que desaparecieron de un día para otro. “Incluso, en mi desesperación de poder estar bien, porque realmente veía que me hacía bien y estaba sana, tuve que ir a lugares más peligrosos y tratar de acceder a la materia prima”, relata.
Sin embargo, el periodo excepcional de Teresa como “súper mujer” terminó cuando llegaron las presiones familiares, acompañadas de amenazas legales. Su familia la obligó a dejar de hacerse y tomar aceite de cannabis, advirtiéndole que, de no acceder, recurriría a las leyes para denunciarla y quitarle la tutela de sus dos hijas. La mujer tuvo que elegir entre su salud y sus hijas. Y eligió a sus hijas. Volvió a la medicación tradicional, que le es más costosa (por día, 60 a 70 bolivianos, equivalentes a 10 dólares) y perniciosa para su cuerpo (ya perdió la vesícula por el exceso de medicamentos).
El trance de Teresa es consecuencia de lo que la abogada y también activista Gloria Achá califica como la “lógica prohibicionista” imperante en Bolivia, que impide un debate serio sobre la regulación de la cannabis y de otras drogas, y lo conduce a un “oscurantismo”, sin información real ni “evidencia científica” que guíe la discusión. “Los temas de drogas se abordan desde el prejuicio, desde el conservadurismo y desde la falsedad. Se dice muy poco con evidencias y lo que se dice está más basado en estereotipos”, sentencia esta mujer que pertenece a la organización Acción Andina y ha estado involucrada en uno de los contados hitos en la lucha contra la despenalización de la cannabis medicinal en este país.
En noviembre de 2021, la Agencia Estatal de Medicamentos (Agemed), dependiente del Ministerio de Salud, autorizó el uso “excepcional” de cannabis medicinal para reducir los espasmos y mejorar la calidad de vida de Celeste, una niña de cinco años con parálisis cerebral. Como coordinadora de Acción Andina, Achá condujo los trámites legales para obtener la autorización estatal que permitiría a la familia de Celeste importar aceite de cannabis, gracias al aval de una receta emitida por el médico chileno Pedro Musalem, especialista en Salud Pública.
La obtención de la autorización, que contó con el apoyo de la Defensoría del Pueblo boliviana, fue celebrada como un logro histórico para la comunidad de activistas, pacientes y familias de enfermos crónicos. Sin embargo, fue un logro a medias, trunco. De noviembre a la fecha, la familia de Celeste no ha podido importar el aceite, por falta de dinero para viajar y comprar el producto. La Agemed no ha vuelto a procesar solicitudes similares y el debate público ha tendido a politizarse en el peor sentido. Consultado para este reportaje, el director de la Agemed, Yuri Quisbert, confirma que la solicitud para Celeste fue concedida “en forma excepcional”, por lo que “después no ha habido ninguna otra”. Y aun sin decirlo explícitamente, el funcionario da a entender que emitir otra autorización sería algo muy complicado, algo excepcional solo para casos de vida o muerte: “La disposición del año pasado ha sido muy rigurosa, en realidad, porque se estaba hablando de la vida de una paciente, no es así nomás”.
Desde el lado de la política, los más recientes llamados a despenalizar la cannabis para uso medicinal han venido de figuras opositoras al partido de gobierno (MAS). En diciembre de 2021, Iván Arias, actual alcalde de La Paz y otrora ministro del gobierno transitorio de Jeanine Áñez, declaró que impulsaría el debate sobre el asunto. A mediados de julio de 2022, la senadora Andrea Barrientos, de la principal fuerza opositora en la Asamblea Legislativa (CC), se manifestó a favor de “legalizar la marihuana medicinal”. Por tratarse de dos personas asociadas a la oposición, sus pronunciamientos fueron ampliamente desacreditados por sectores afines al masismo, incluyendo el periódico oficialista Ahora el Pueblo. Una reacción cuando menos curiosa, si se repara en que el MAS llevó a la presidencia de Bolivia al principal dirigente de los cocaleros del Trópico de Cochabamba, Evo Morales, portando como una de sus principales banderas políticas la denuncia de la criminalización de la hoja de coca como cocaína y el desconocimiento de sus propiedades ancestrales y medicinales, una situación parecida a la de la cannabis.
Estas controversias son un reflejo del debate poco técnico alrededor de la regulación de la cannabis medicinal en Bolivia. De ahí que grupos de activistas se hallen inmersos en hacer lobby político para combatir el estigma prohibicionista y el debate politizado. Es el caso del colectivo Papá Ganjah, que como parte de su plan de acción “Ruta de acceso a la cannabis” despliega actividades “indoor” (charlas informativas y educativas con expertos) y “outdoor”, estas últimas destinadas a convencer a autoridades locales y nacionales de la necesidad de avanzar en la regulación de la cannabis para fines medicinales.
De ello da cuenta Alezo Bellota, integrante del colectivo, quien informa que ya sostuvieron reuniones con personeros de la Alcaldía paceña y del Viceministerio de Defensa Social y Sustancias Controladas (dependiente del Gobierno nacional). Los primeros han sido más abiertos a sus propuestas, mientras que de los segundos han percibido más hostilidad y hasta amedrentamiento, al punto de que en alguna ocasión fueron visitados por policías para conocer la naturaleza de sus actividades. “En nuestra primera reunión con la Unidad de Prevención del Viceministerio nos hicieron asustar, al decirnos que estábamos trabajando sobre un tema ilícito, por lo que debíamos tener mucho cuidado, y eso personalmente lo tomé como una amenaza”, reconoce Bellota. “Sin embargo, nosotros no estamos haciendo nada fuera del contexto, del marco legal; nos enfocamos en tratar de cambiar la política de drogas en Bolivia”.
Trabajos como los de Papá Ganjah, Acción Andina o Proganja, entre otras organizaciones ciudadanas, son valiosos en el camino de cambiar la política antidrogas boliviana. Sin embargo, siguen siendo insuficientes. Gloria Achá cree que, al margen de las gestiones en favor de una regulación de la cannabis medicinal, hace falta mayor articulación en la sociedad civil, “como la que había en la época en que la DEA estaba en Bolivia, cuando había ‘guerra contra las drogas’ y las fundaciones y oenegés luchaban por los afectados”. A esa falta de articulación social atribuye la persistencia de prejuicios y la ausencia de “pensamiento crítico” a la hora de juzgar el uso médico de la cannabis.
Teresa es una de esas víctimas de la mirada acrítica y prejuiciosa sobre las drogas y, en particular, la cannabis. Su familia la empujó a dejar un tratamiento que, además de hacerle bien, le costaba menos: 100 bolivianos (15 dólares) frente a 2.100 (304 dólares) al mes. Los medicamentos que hoy consume (gabapentina y amitriptilina) no la alivian por completo, la dejan semidopada, de mal humor y, en alguna ocasión, la llevan a ser internada, con gastos adicionales de hasta 2.700 bolivianos (390 dólares) diarios. “Con el aceite nunca he tenido una internación, nunca he vuelto a recaer en los bajones de mi enfermedad. Yo no puedo cumplir a totalidad mi tratamiento legal”, se lamenta en alusión al dispendio que le conlleva la fibromialgia, un mal que, según la Fundación Española de Reumatología, afecta a un 2 a 6% de la población, siendo sus víctimas mayoritarias las mujeres. Pero, incluso más que el dinero, le duele ya no sentirse plena como mujer y madre. “En un momento era la súper mujer y, debido a la enfermedad, ya no pude serlo, aún no puedo”.
Mercado negro, marihuana ilegal
Elena llevaba meses lidiando con el insomnio cuando fue a parar a la sala de Emergencias de una clínica en La Paz, la ciudad donde vive y trabaja. Solo entonces, y con medicación de por medio, pudo conciliar el sueño por unas horas. Fue un punto de quiebre. Poco después dejó atrás sus prejuicios e hizo caso a su hermano médico, quien le había recomendado que buscara aceite de cannabis. Después de todo, no sería para ella, sino para Eduardo, su hijo de cuatro años y medio, diagnosticado desde bebé con autismo moderado.
Con 39 años, se había divorciado poco antes, así que la decisión fue toda suya. Su trabajo, vinculado al sector sanitario, le permitió dar con un vendedor del producto, en una plaza céntrica. Lo compró a un precio alto, 420 bolivianos (60 dólares), y cuando se lo dio de tomar a su hijo se arrepintió. “Hedía muy fuerte a marihuana y no soportaba que mi Eduardito probara y oliera así”, recuerda. Para colmo, la sustancia, de aspecto artesanal, oscura y espesa, no hizo efecto en el niño: apenas hablaba, seguía prendido del celular y la televisión, jugaba solo (pese a tener un hermano menor de dos años y medio) y, sobre todo, no podía dormir. El insomnio crónico del hijo era el que había provocado el de la madre, quien debía pasar las noches intentando calmarlo y no pocas veces sufriendo sus golpes de desesperación. Cuando las crisis se hacían insostenibles, acudía al clonazepam y a algún antipsicótico para hacer que Eduardo descansase. Sin embargo, esas medicinas provocaban que luego “mi hijo anduviera como tonto”. Y eso no le gustaba.
Las cosas cambiaron cuando le preguntó a un neurólogo, conocido suyo y muy respetado en el medio boliviano, si creía que el aceite de cannabis sería bueno para su niño autista. El médico le respondió que estaba esperando que ella tomara la iniciativa y le ofreció conseguirle el producto y orientarle en su dosificación. Le vendió un frasco de procedencia colombiana a 300 bolivianos (43 dólares) y le recomendó que, teniendo en cuenta el peso de un paciente de cuatro años y medio, le diera al día un máximo de 10 gotas. De consistencia menos espesa, color más claro y fragancia mentolada, el aceite le dio más confianza a la madre. Primero se lo dio en varios momentos del día y, como no funcionó del todo bien, ajustó el esquema, le hizo ingerir todo en la noche y fue entonces que llegaron las mejoras. En los cinco meses que lo lleva tomando, Eduardo ha sido capaz de pronunciar las letras del abecedario, contar con sus dedos y, lo más importante, dormir durante las noches. Y si él duerme, su mamá también.
La historia de Elena y de Eduardo (otros nombres ficticios) echa luces sobre los varios mercados clandestinos por los que circula la cannabis medicinal en Bolivia. Uno es al que, por referencias de conocidos, se accede bajo modalidades similares a las que rigen el tráfico de otras sustancias controladas: la venta personalizada de productos de dudosa calidad. Otro es el que ya tiene intervención de profesionales –en especial, médicos– especializados en conseguir productos más certificados y orientar a los pacientes en su uso. Uno más reciente, no aludido por Elena pero de gran expansión en el último tiempo, son las llamadas “ferias del contrabando” en las ciudades capitales como Cochabamba y La Paz, que ofrecen diferentes artículos de consumo doméstico (desde los alimenticios hasta los de limpieza), ingresados al país de manera ilegal, sin pasar por aduanas, y vendidos de forma directa al consumidor en mercados improvisados en vías públicas. Solo en Cochabamba, este reportaje identificó tres de estas ferias del contrabando. La oferta es barata, mucho más que en los mercados formales, pero no ofrece garantía de calidad. Es lo que ocurre con los aceites de cannabis, que pueden estar adulterados, cuando no ser otras sustancias.
En cambio, los circuitos mediados por profesionales en salud prometen mayor calidad sanitaria, además de asesoramiento en su uso. Eso sí, los médicos que prescriben, gestionan y venden los aceites solo lo hacen de forma subterránea, por las consecuencias legales que les acarrearía hacerlo abiertamente. No es casual que la única receta autorizada en Bolivia, la de la niña Celeste, debiera ser emitida por un médico chileno, Pedro Musalem. En contacto con este equipo de investigación, el especialista dice que lleva ocho años trabajando con el suministro de cannabis medicinal a pacientes en su país y en otros. En Bolivia acompaña actualmente a dos, posteriores a Celeste. Y si suma a todos, estima que ha asesorado a unos 10 bolivianos, la mitad de ellos niños con epilepsia, autismo o parálisis cerebral, y la otra mitad adultos con cáncer y mal de Párkinson.
Por la evidencia científica disponible y su experiencia personal, Musalem precisa que la cannabis tiene un potencial antiinflamatorio ante patologías como las autoinmunes, la artritis reumatoide, inflamaciones intestinales o la enfermedad de Crohn. También actúa favorablemente, añade, en enfermedades crónicas del sistema nervioso central: el Párkinson, la epilepsia, la esclerosis lateral amiotrófica o el cáncer. “La cannabis produce hambre, sueño y relajación. Y eso es justamente lo que suele necesitar una persona que está enferma de cáncer”, ejemplifica. En rigor, son los cannabinoides los que tienen ese y otros efectos terapéuticos. De los más de 70 que tiene la planta, los dos principales son el Tetrahidrocannabidiol (THC) y el Cannabidiol (CBD). Ambos cumplen funciones diferentes, pero complementarias. Mientras el THC, componente psicoactivo, suele provocar relajamiento y somnolencia, el CBD tiene efectos anticonvulsivos y antiinflamatorios. De la combinación de ambos, que varía según la enfermedad y el tipo de paciente, depende el éxito del tratamiento.
Esas propiedades medicinales le reconoció la ONU a la cannabis, en diciembre de 2020, a tiempo de retirar la planta de la clasificación de estupefacientes más peligrosos. Y esas son las propiedades medicinales que el Estado boliviano aún se resiste a reconocer operativamente, pese a que desde 2017 tiene una ley, la 913 de Lucha contra el Tráfico Ilícito de Sustancias Controladas, pensada para desplazar a la 1008 y que, en los artículos 16, 18, 18, 19 y 20, abre la posibilidad de manejar, importar, producir, investigar y comercializar sustancias controladas como la cannabis, siempre que haya un registro y control previo y se persiga una finalidad medicinal-científica.
A esa norma se remite la defensora del Pueblo, Nadia Cruz, en el afán de dejar expedito el camino hacia la regulación de la cannabis medicinal. Cabalmente, su objetivo es “eliminar, del listado 1 del anexo 1 de la Ley 913, la cannabis, a fin de que no sea considerada como una sustancia química peligrosa para el consumo humano, y más bien se pueda apoyar para que desde el Estado se generen empresas de medicamentos que se especialicen en cannabis”. Pero, incluso antes de eso, Cruz plantea urgente institucionalizar un procedimiento de regulación para la importación del producto medicinal, “porque en Bolivia no tenemos empresas de producción estatales o particulares, así que no podríamos hablar todavía de la producción y la comercialización”.
Iniciativas como esta se antojan pertinentes para responder al mercado de cannabis medicinal en Bolivia, que, aun clandestino, desregulado e ilegal, no deja de crecer. Así lo revela un estudio exploratorio del colectivo Jampi Q’umir, realizado en 2020 a partir de una consulta a 63 personas. Entonces se estableció que, del total de consultas registradas, 54% correspondía a mujeres y 46% a hombres. Las inquietudes llegaron de los nueve departamentos del país e, incluso, de otros países, reseña Jorge (que prefiere no ser identificado por su apellido), de Jampi Q’umir. En cuanto a lo que buscaban con sus consultas, se tuvo que un 34% buscaba aceite, un 19% información, 33% aceite e información, 9.5% pomadas y, en menor medida, los que querían hacer un negocio o emprendimiento cannábico. Consultados sobre los destinatarios de los productos terapéuticos, un 23% lo hacía para sus padres y un 20% para sus hijos, hermanos y cónyuges.
Aun con estas evidencias, los órganos represivos del Estado boliviano evitan hablar de alguna política de tolerancia hacia los mercados de cannabis medicinal. El subdirector general de la Fuerza Especial de Lucha Contra el Narcotráfico (FELCN), José Luis Assaf, asevera que la definición de aceite de cannabis medicinal es aprovechada por dealers para ofertar y vender derivados extraídos de la marihuana. “Y en nuestro medio está restringido, está dentro las sustancias controladas y son pasibles a incautación. Todo lo que tenga algo de sustancia controlada es motivo de investigación por parte de la Fuerza”, dice a este equipo de investigación.
Mientras estas contradicciones aún se dirimen en las instituciones bolivianas, que aprueban leyes favorables al uso medicinal a la vez que advierten con castigar a los vendedores, los bolivianos no renuncian a curarse con cannabis de mercados clandestinos. Los hay los que, como Hortensia, piden a las autoridades acceder a los productos para curar las afecciones de sus hijos y procurarse una mejor calidad de vida. También están los que, como Teresa, esperan por una regulación estatal que combata los prejuicios sociales que estigmatizan e impiden el uso de medicamentos benéficos para la salud de los pacientes. Y tampoco faltan quienes, como Elena, se apoyan en médicos para hacerse de sustancias que, aun siendo penalizadas en el país, repercuten positivamente sobre el estado de sus seres más queridos.
Después de todo, Hortensia hará todo lo posible para que Pablo ya no se haga más heridas en la cabeza. Teresa confía en volver a ser una “súper mujer”. Y Elena no quiere saber más de insomnios. Esa voluntad compartida es más fuerte que todas las restricciones, presiones y amenazas que el Estado boliviano y los estamentos sociales más conservadores ejercen contra ellas y sus familias.
Este trabajo fue ganador de la tercera edición del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas (FINND), convocado por la Fundación Gabo y Open Society Foundations. El equipo de investigación lo integraron Brenda Molina, Melissa Revollo, Nicole Vargas, Mariela Cossio y Santiago Espinoza.