Opinión Bolivia

  • Diario Digital | viernes, 19 de abril de 2024
  • Actualizado 18:38

LA MÍTICA FIGURA DEL GUERRILLERO HA MOTIVADO DIVERSOS ARGUMENTOS PARA DESCRIBIR SU GESTA, ESPECIALMENTE LA ÚLTIMA PARTE DE SU VIDA, EN BOLIVIA. AUNQUE EL ANTES Y EL DESPUÉS TAMBIÉN MOTIVARON HISTORIAS LLEVADAS AL CINE

Cantante, motociclista, mito…

Cantante, motociclista, mito…



No son pocos los que creen que el cine aún le debe una película definitiva a Ernesto Che Guevara. No es que no haya cintas en torno a la vida del guerrillero, pues las hay y de todo tipo: desde las que rastrean el despertar de su conciencia política hasta las que se regodean con su muerte, pasando por las que elucubran en torno a su mito y las que siguen las guerrillas -exitosas o no- que protagonizó en Cuba y Bolivia. (O, al menos, de eso tratan los filmes más populares.)

Ahí está, por ejemplo, Che! de Richard Fleischer, producción estadounidense de 1969, en la que un poco inspirado Omar Sharif encarna al “irascible” argentino-cubano, desde el momento en que ingresa a la Sierra Maestra en compañía de Fidel Castro (Jack Palance) hasta cuando es descarnadamente liquidado por el Ejército boliviano, en La Higuera. Esta cinta bien puede ilustrar los prejuicios con que la industria hollywoodense ha abordado la historia de Guevara. No hace falta meditar demasiado para colegir que los productores debieron recurrir a Sharif (egipcio, por cierto) porque, entonces, era el actor más moreno y popular de la industria, y a Palance porque su rostro era reconocido como el del típico forajido del salvaje oeste. Ni hablar de la brutalidad con que Fleischer filma el asesinato del revolucionario: todo un festejo de la supremacía del imperio frente al insurrecto.

Hay que recordar también el papel del Che en Evita, la adaptación cinematográfica que Alan Parker hiciera en 1996 del musical original de Tim Rice, que versa, en rigor, sobre la vida y pasión de Eva Perón. Entonces, ¿por qué hay un personaje que se hace llamar Che? Habría que preguntarle a Rice, pero se me hace que es porque el guión precisaba de un argentino también universalmente famoso que pudiera haber coincidido en tiempo y espacio con la heroína argentina y, más importante aún, que empatizara con el gran público. Un papel hecho a la medida de Antonio Banderas, el Omar Sharif de nuestros tiempos: galán, popular y presto a cualquier papel en el que luzca su morena faz, útil para representar a los “otros”. El papel del Che en la cinta no tiene ni pies de cabeza. No tiene nada que ver con la figura de Ernesto Guevara. Sólo se ocupa de cantar y cantar, y bailar un poco.

Creo que esta probada inoperancia para llevar la historia del Che a la pantalla grande ha determinado, en los últimos años, que algunos cineastas pongan el foco de atención en el mito que envuelve a la figura del revolucionario. Contrasite (Argentina) y Di buen día a papá (Bolivia), ambas producciones del año 2005, son dos ejemplos de esta apuesta. De la primera -firmada por Daniele Incalterra y Fausta Quattrini- apenas la tengo como un fallido experimento formal que -dizque- pone en entredicho la impronta del Che en las actuales generaciones, con un somnífero y confuso tratamiento estético. De la segunda -firmada por Fernando Vargas y escrita por Verónica Córdoba- tengo un mejor recuerdo, pues creo que consigue retratar con éxito el proceso de construcción de San Ernesto de la Higuera , el “patrón” de los vallegrandinos, a partir de una historia familiar de notable hondura dramática.

No está demás recalcar que no es que falten películas sobre Ernesto Che Guevara. Lo que no hay es una cinta que le rinda un justo homenaje. Es posible que una de las que más se haya acercado a este cometido es Diarios de Motocicleta (2004), del brasileño Walter Salles. Quizá porque toma distancia de los episodios más conocidos de la vida del guerrillero (la revolución cubana o la guerrilla de Ñancahuazú), quizá porque no le interesa hurgar en el mito, quizá porque no intenta hacer un relato equilibrado sobre un personaje que no fue equilibrado, quizá por la música de Gustavo Santaolalla o la oscarizada canción de Jorge Drexler (“Al otro lado del río”)... Se podría especular más sobre las razones, pero la historia del viaje inciático del joven Ernesto -encarnado por Gael García Bernal- por Sudamérica es una de las pocas que puede conmover al militante empedernido, al simpatizante distante o al detractor inmisericorde de Guevara.

No se puede dejar de mencionar a Che (2009), de Steven Soderbergh, cinta comercialmente exhibida en dos partes: Che parte I: El argentino, que abarca la historia del argentino-cubano desde el momento en que conoce a Fidel Castro hasta el triunfo de la revolución cubana; y Che parte II: Guerrilla, que se extiende desde el momento en que Guevara llega a Bolivia para montar el foco guerrillero hasta su muerte.

Se trata de un proyecto cinematográfico que nació como una inquietud personal del oscarizado actor puertorriqueño, Benicio del Toro (Traffic, 21 gramos), pero que ha cobrado una entendible relevancia en gran parte del mundo y, en particular, en Bolivia, al haberse tomado en serio la recreación de uno de los capítulos más sobresalientes de la historia boliviana del siglo XX y que, por su trascendencia, forma también parte de la historia latinoamericana y mundial.

Che es un proyecto de especial interés para Bolivia, país que aportó a esta ambiciosa producción con una decena de actores, uno de los responsables de cásting (Rodrigo Bellott) y algunas localizaciones paceñas para el rodaje.

Es cierto es que no es la única cinta que aborda al personaje y estos hechos, pero sí se presenta como la primera que se ha propuesto hacerlo con un apego fiel al contexto y los protagonistas reales, procurando sortear prejuicios políticos.

La cinta fue presentada junto a la primera parte del díptico como una sola producción en competencia por la Palma de Oro en el Festival de Cannes de 2008, llevándose de la Costa Azul el premio a la Mejor Actuación Masculina para del Toro.

Aunque tuvo y sigue teniendo respuestas dispares de la crítica y el público, no se puede dejar de valorar con particular énfasis en El argentino de Guerrilla la capacidad del cineasta para transmitirnos un estado de ánimo, el mismo que reina en la pantalla, el mismo que consume a los protagonistas. La tan mentada distancia sentimental-ideológica adoptada por Soderbergh, le permite reconfigurar el clima anímico campante en la Sierra Maestra y en la guerrilla de Ñancahuazú, y librar a su protagonista del aura mítica -para bien o para mal- con que suele representársele.