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El Cementerio Público de la ciudad de Cochabamba-año 1826

El Cementerio Público de la ciudad de Cochabamba-año 1826

La creación del Cementerio de Cochabamba está rodeado de una situación anecdótica suscitada entre Miguel María de Aguirre que en virtud del decreto del 23 de enero de 1826, desempeñaba el cargo de presidente departamental y el cura de la Iglesia Matriz y vicario foráneo, Dr. Gerónimo de Cardona, protagonistas de la historia del cementerio, cuyo argumento está insuperablemente relatado por don Luis Felipe Guzmán, quien en el contenido de su desarrollo narra que en su calidad de primera autoridad civil, Miguel María de Aguirre, en observación a la impostergable necesidad de liberar a las iglesias de sus enterratorios por los efectos negativos a la salud y el espectáculo decadente que significaba la continuación de tal práctica, había decido instalar el Cementerio Público para uso de toda la población en un lugar alejado, en los extramuros de la ciudad, ubicado detrás de colina de San Sebastián, sitio que previamente había elegido él mismo durante sus cotidianas y discretas excursiones a caballo que había realizado para este fin. 



Establecido el sitio, en el que actualmente se ubica el Cementerio General, favorablemente protegido y separado de la población por la colina de San Sebastián, probablemente cercado o simplemente delimitado en un primer perímetro, todavía muy reducido, don Miguel María de Aguirre, se dispuso a enfrentar a la difícil aceptación del Dr. Gerónimo de Cardona, máxima autoridad eclesiástica al que visitó en hora vespertina, no adecuada para ser atendido por la enfermedad de gota que padecía el religioso, quien pese a este contratiempo lo recibió y fue anoticiado por Aguirre, quien le comunicó que al día siguiente se realizaría la inauguración del cementerio, invitándole a bendecirlo, hecho que rechazó de manera enfática manifestándole que no permitiría que se atente a los derechos de la Iglesia y se produzca la profanación a las reliquias humanas, advirtiéndo que “el pueblo lo ayudaría y que lo convocaría en son de protesta”.

Aguirre para evitar el probable reclamo popular, inmediatamente acudió a otro religioso, quien – según se dice era don Juan Bautista Oquendo – por ser simpatizante con las ideas revolucionarias de cambio, aceptó bendecir el nuevo cementerio en hora muy temprana de la mañana, soslayando de esta manera la presencia del cura enfermo que por su tardía reacción, fue sorprendido junto a la población con la consumación del enterramiento de varios ataúdes procedentes de varias iglesias que de manera efectiva y simbólica resultaron ser los primeros en ser enterrados, inaugurando de esta manera, poco usual, el Cementerio Público de la ciudad.

Después de la fundación del cementerio, realizada por Miguel María de Aguirre en 1826, pese a las evidentes ventajas que significaba su implantación, por la natural resistencia inicial de la Iglesia y la población conservadora, sumada a la inexperiencia de las autoridades en la organización y administración de esta nueva institución, este espacio destinado a los enterramientos de la población por muchos años no observó orden, ni sistema de administración y probablemente presentó un crecimiento espontáneo y caótico; tal situación se prolonga hasta el año 1863, durante la presidencia de José María de Achá, año en que se establece un “nuevo panteón”, con certeza superpuesto al lado del antiguo cementerio, para cuyo financiamiento y ejecución de obras, se establece mediante Ordenanza Municipal de 8 de octubre de 1863, la venta al público de sitios tanto en el antiguo como nuevo panteón, para enterratorios de familia, estableciendo para ello el costo y la superficie de cada sitio. Este nuevo panteón ejecutado por disposición del H. Concejo Municipal se inaugura en el mes de diciembre de 1863, con la bendición del Obispo de la Diócesis y la presencia del presidente de la República José María Achá, ministros de Estado y otras autoridades públicas, en un acto que concilia definitivamente la aceptación clerical del Cementerio Público como enterratorio oficial de la ciudad de Cochabamba.

Creación de los  cementerios públicos

A fines del siglo XVIII, en Europa los enterratorios en las iglesias eran considerados anacrónicos de acuerdo con los principios de la ilustración. En España, bajo el gobierno de la realeza borbónica, coincidiendo con esta doctrina, pese a su adhesión ortodoxa a las creencias religiosas, se había decretado en el año 1786 disposiciones reales que prohibían enterramientos en las iglesias, y en 1798 la supresión de capellanías y los censos. Estas determinaciones que produjeron la ruptura de la tradicional concepción de los enterramientos y los mecanismos de transacción jurídica para acceder al derecho de poseer un sitio, al ser trasladadas a la América colonial, por estar opuestas a las costumbres arraigadas desde el siglo 16, no fueron inmediatamente aceptadas por la población y menos aún por los religiosos que con esta medida eran afectados sus ingresos económicos de manera significativa.

Fue en la época republicana que esta medida adquirió el carácter formal y oficial, según los principios del nuevo orden social que replanteaba el tradicional comportamiento con influencia clerical desarrollado desde el inicio de la colonia hasta ese entonces. Bajo este marco y con el argumento de la salubridad y la laicización de las costumbres, los nuevos legisladores y administradores del gobierno civil republicano, implantaron en los centros poblados la supresión de los enterratorios en las iglesias sustentados en el cumplimiento del decreto de creación de los cementerios emitido en 25 de enero de 1826 en Chuquisaca por el Mariscal Antonio José de Sucre.

El contenido de ese decreto establecía la creación de los cementerios en los departamentos reconocidos de La Paz, Chuquisaca, Cochabamba, Santa Cruz y Potosí bajo las siguientes consideraciones:

- Que la insalubridad de los pueblos depende en gran parte de la falta de limpieza y policía

- Que la experiencia ha enseñado que nada corrompe tanto la atmósfera de los pueblos como el enterramiento de los cadáveres en ellos y particularmente en la iglesias, donde la reunión de los fieles hace que el aire por falta de ventilación se cargue de las mismas.

Y se decretó:



1º.- Se establecerán cementerios, para dar sepultura a los cadáveres, en todos los pueblos de la República, cualquiera sea su vecindario.

2º.- Los cementerios se formarán a 200 varas, cuando menos distantes de las últimas casas de la población y en los parajes más ventilados.

3º.- Los curas párrocos a quienes se les pruebe que se han enterrado cadáveres en sus iglesias, un mes después de haber recibido este decreto, serán irremisiblemente separados de sus curatos, sin derecho a obtener ningún beneficio eclesiástico por diez años.



4º.– Los presidentes y gobernadores son los inmediatos responsables de ejecutar y hacer se ejecute este decreto.