Vagabundo de Draco Rosa
Una máxima de la música popular dice que uno siempre recuerda el lugar donde escuchó por primera vez una gran canción. Es la señal de que un clásico instantáneo ha nacido. Recuerdo muy bien la primera vez que escuché “Losing my religion” de REM, o “Bohemian Raphsody”, o cualquiera de Pink Floyd. Sin duda puedo decir que otro de esos momentos fue con el disco Vagabundo de Robi Draco Rosa. No había escuchado nada parecido hasta ese entonces, y aún hoy suena original y poderoso. Fue alrededor de 1998, en la casa de un amigo (al que cariñosamente apodábamos La Cuera) que ostentaba una envidiable fonoteca, que conocí Vagabundo por primera vez, y simplemente no daba crédito a lo que estaba escuchando.
El disco comienza potente con “Madre Tierra”, pero fue en concreto el siguiente track, “Llanto subterráneo”, el que me voló la cabeza. “-¿Qué es eso que está sonando? ¿Quién es?”. “-Robi Rosa… el de Menudo”. “-¡¿Menudo?!”. Y luego vino el tercer track (que da nombre al disco). Sentí una puñalada. “-Préstame, lo grabo y al tiro te lo devuelvo”. Una mirada de desconfianza me atravesó. “-Viejo, es un disco que me ha costado conseguir”. “-Te lo traigo mañana, tú dime dónde y a qué hora”. “-¿Seguro?”. “-¡Seguro!”.
En algún momento posterior al segundo mes de la puñalada, la música pasó a ser mía, conocía las letras de memoria (gracias al librito del CD), cada sonido, cada línea, esos extraños coros, sabía lo que estaba tramándose en cada esquina y me regocijaba sabiéndolo. Y es que Vagabundo es el gran disco olvidado del rock latino de los 90, una obra de arte furiosa e introspectiva, uno de los mejores álbumes del rock en español de la historia. Pocos discos logran ese complejo equilibrio entre una propuesta diferente y original, y la carga de todas sus influencias (psicodelia, grunge, boleros, música árabe, son cubano) entrelazadas de manera admirable.
Los años siguientes, en un acto que podría leerse como un intento por borrar su pasado inmediato, se fue a vivir a Playa Bahia en Brasil, se relacionó con músicos locales y se mantuvo entre Río de Janeiro y Buenos Aires, por una novia que tenía en la capital argentina. Por ella conoció “Artaud” de Spinetta, y por Spinetta conoció a Artaud. Allí, envuelto en una vida bohemia y libertina, dedicándose a malgastar su dinero y a experimentar con drogas, se dejaría crecer el pelo y la barba, hasta lograr el look de un romántico torturado, proclive a fluctuar entre la grandeza y el desprecio ajeno.
Para su ambicioso segundo álbum, Vagabundo, Draco venía cargado de influencias y de todo ese transitar por el borde de los excesos. Quería hacer un álbum de rock, pero requería la experiencia y la pericia de un productor capaz de darle forma al universo que tenía en la cabeza. De hecho, la música que Draco tenía en la cabeza era pintura sonora, música llena de texturas que cautivaban el oído con sus atmósferas de sonido, antes que con el pulso del ritmo o la repetición melódica. El productor fue el veterano Phil Manzanera.
En “Madre Tierra”, “Delirios” y “Brujería”, grita como un demonio rodeado de guitarras psicodélicas metiéndose entre un tupido matorral de sonidos quebrados. Mientras muchos artistas se preguntan cómo evolucionar desde un sonido nuevo, Draco lo hace desde el animal acorralado que anida en su vientre, su música es visceral. “Llanto subterráneo” y “Vagabundo” parecen canciones hermanas, dos obras maestras elegantes y sombrías. Sobre unos versos del poeta José Manuel Navarro, ambas conjugan ritmos de cuatro continentes y terminan envueltas en una danza dramática y un crescendo muy próximos al espasmo.
Draco habita un mundo interior en el que el romanticismo, la oscuridad, la ira y la belleza arrecian o amainan. “Penélope” es la nostalgia del hombre que se consume en el desamor, en este tema las trompetas de fondo son como un faro que ilumina a un barquero en una noche sin luna, y aunque la canción es un llanto de amor, los vientos crean el efecto de una luz en medio de la noche.
Profesor de Historia de la Música y realizador audiovisual - [email protected]