Opinión Bolivia

  • Diario Digital | martes, 19 de marzo de 2024
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En la marea de un Mar negro

Filmado de una manera sencilla, el documental, dirigido por Omar Alarcón, es una combinación de cine y literatura que intercala planos de la vida diaria en el psiquiátrico, paseos por el jardín, comidas, cortes de pelo y chequeos médicos a los enfermos con planos donde solo se escucha poesía de la voz del propio poeta Hugo Montero. La película se estrenó en días pasados en la Cinemateca Boliviana, de La Paz, donde sigue en exhibición.
En la marea de un Mar negro

Medio en broma, medio en serio, es ya un chiste trillado que cada vez que uno dice que está viajando a Sucre o volviendo de esa ciudad, la respuesta automática sea: “¿Te fuiste a hacer ajustar un tornillo?” o “¿se te perdió un tornillo? Entendiéndose por tornillo algo más grande,  más profundo,  menos chistoso, menos  inmune: la cordura.  Y es que Sucre –la Ciudad Blanca– es conocida no solo por sus apacibles casas coloniales blanqueadas con cal sino por tener el más grande y antiguo hospital psiquiátrico de Bolivia llamado Instituto Nacional de Psiquiatría Gregorio Pacheco, donde doctores y trabajadores de bata blanca lidian con el más oscuro y estigmatizado de los males, las enfermedades mentales.
No debería ser una sorpresa que sea un cineasta de Sucre quien aborde el tema de la locura, del Psiquiátrico Gregorio Pacheco y de uno de sus internos, en su primer largo documental llamado Mar Negro –que sí sorprende porque el tema de la salud mental ha sido siempre un tema secundario, tomado a broma como un tornillo o poco importante tanto para las autoridades, la sociedad civil o los cineastas bolivianos– . Lo que sí sorprende de Omar Alarcón (Sucre, 1986) es esa empecinada mirada cinematográfica que intenta dar luces y dignidad sobre la vida de su personaje, el poeta Hugo Montero, interno del psiquiátrico desde sus 20 años, y la contraposición con su mirada poética –el cineasta también escribe poesía– que intenta bucear en la oscuridad profunda en la que está sumida la mente brillante del poeta. Filmada de una manera sencilla, la película es una combinación de cine y literatura que intercala planos de la vida diaria en el psiquiátrico, paseos por el jardín, comidas, cortes de pelo y chequeos médicos a los enfermos con planos donde solo se escucha poesía de la voz del propio poeta. No deja de resonar, en tanto que gesto cinematográfico, la película del francés Nicolas Philibert El mundo de las cosas (Lo de menos), donde retrata a los pacientes y al personal médico de una clínica psiquiátrica mientras preparan una obra de teatro, Operette, de Witold Gombrowicz, en la que los diálogos de la obra que ensayan tienen menos sentido que aquello que balbucean los internos. El gesto de Philibert dialoga con el de Alarcón, en tanto que ambos se dedican a hacernos comprender la importancia y la decencia de estas miradas oblicuas. 
En Mar negro, los momentos luminosos del documental están filmados en las salas, pasillos, consultorios y jardines del psiquiátrico donde aparecen otros enfermos y el personal del hospital y los momentos oscuros son eso, planos negros en los que se escucha al poeta recitar en off con una voz un poco torpe y gangosa sus versos escritos y enroscados en el fondo íntimo y tenue de su mente, como este en que le habla a su doctor reclamándole que no sabe cómo curarlo ni defenderlo de las sombras ni de la inaplazable muerte: “Qué ridículo doctor es tu diagnóstico / que me hace sonreír / Mas tu ciencia / tendría que hacer milagros / para curar mi mal / mal de los muertos/”.
El contraste entre estas dos formas de filmar y plantear las escenas, entre la luz y oscuridad, entre el silencio y la palabra, nos hace pensar en esa frase del profesor de Foster Wallace, “la tarea de la buena escritura era la de darles calma a los perturbados y perturbar a los que están calmados”, que, aplicada a Mar negro, funciona tanto para el personaje/enfermo/escritor como para el narrador/médico/escritor. Un poeta prisionero física y mentalmente (la cárcel de los inocentes, le llama él) recita de memoria y escribe versos durante 62 años sin tener más retorno que los seres que habitan el psiquiátrico. Su escritura está hecha en la sombra, en “la noche negra y fría” y a momentos pareciera no encontrar la calma. Un día llega a él Alarcón, en 2010, cuando realizaba su internado de Psicología en el psiquiátrico. Es alguien que lo escucha, que no ve la locura en lo que escribe y que no teme a lo que se esconde en esos versos. Alarcón ve, en los pequeños gestos del poeta, señales de un mar que se agita en su interior y es, finalmente, ese oleaje el impulso definitivo para filmar la película. Hacia el final del poema Mar negro, Hugo Montero sentencia: “… y pienso que si tú escucharas / el acento de esta música / sin que tú quisieras / moverías tu corazón al huracán”. Ahí el poema se traspone y se convierte en cine, ahí empieza Mar negro, que no es solo la obra que hace nacer un cineasta, sino también la respuesta estética y ética que reivindica a los enfermos mentales como parte de la sociedad. La toma de posición de un cineasta frente a una realidad que no puede ser ya obviada ni acallada.
Los 61 minutos que dura la película intentan alejarse de lo que el cine documental por tradición ha hecho en Bolivia, contar nuestra Historia con mayúsculas, confiando más y sin empacho en lo que se mueve por debajo de la realidad, de lo ya dicho hasta el cansancio, de los chistes convertidos en clichés, del patriotismo y la sensiblería. Confiando en la creación de imágenes que no existen, poderosas como las que genera la poesía. Alarcón escribe la historia de su ciudad, del país, a partir de la oralidad que sustituye a la ausencia de aquellas imágenes que intuyó les faltaban a los personajes del psiquiátrico durante los dos años que trabajó en la sala del poeta. “Casi ninguno de ellos tenía familia, tampoco Hugo Montero. Son personas que cuando se van de este mundo no dejan ningún rastro detrás de ellos, no tienen fotografías en un archivo familiar, nadie guarda sus retratos, su memoria. Cuando fallecen desaparecen por completo en el olvido”, dice el director en una entrevista.
Con esta película Alarcón entra a formar parte de esa nueva generación de documentalistas bolivianos que desde el margen –geográfico (Sucre), temático (la locura), narrativo (poesía, cine), formal (digital, bajo presupuesto)– confían en lo que no veny cuenta este país desde un territorio mucho más peligroso, lo cual lo hace más interesante, que es el de la contradicción y la duda. Dudan no solo de la realidad, lo que se dice de ella, sino también cómo se la reproduce en el cine, cómo se la filma, cómo se habla de la vida de sus personajes, cómo se utiliza el medio y la historia para validar una mirada. Alarcón mira de canto, duda de que la cordura sea sinónimo de salud, duda de que la vida sea luminosa y la muerte oscura, vacila entre la contundencia de la imagen y lo movedizo de la poesía escrita. Podría decirse que su cine es utópico o ingenuo porque el mundo es duro y no poético, pero necesitamos de directores que, como Philibert o la Varda o Miguel Hilari (parte de la generación de documentalistas bolivianos), nos recuerden que en la belleza de las cosas pequeñas y los personajes marginales, late la memoria de un mundo aún no muerto. 
Productora y gestora cultural- [email protected]