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  • Diario Digital | jueves, 28 de marzo de 2024
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Veinticuatro horas de la vida de una mujer

Sobre el libro de relatos del escritor austriaco Stefan Zweig
Veinticuatro horas de la vida de una mujer

Creo que fue a finales del 2012. Terminé una relación con una mormona. Además, era socialista y había vivido unos años en México. Lo que le dejé: una colección de las novelas de García Márquez y poemas de Pessoa. Lo que me dejó: unos libros New Age y de autoayuda con títulos como La responsabilidad de usar la mano izquierda, Cómo ser de izquierda y vegano, y un libro de relatos de Stefan Zweig.

El título era Veinticuatro horas en la vida de una mujer y otros cuentos. No lo leí, tal vez por olvido o pereza hasta ahora (y por algunos problemas de conciencia que terminaron cuando descubrí que mi ex se casó con un homónimo mío, en versión mormona). Estaba por leer un análisis de Fausto y me detuve al ver otra vez el libro de mi ex, de tapa dura, con una cubierta amarilla y con anotaciones en la primera página. Eran dedicatorias de amigos, que jamás conoceré, y que deseaban un feliz retorno a Bolivia.

El prólogo era más bien una mini biografía del autor. Stefan Zweig fue hijo de una familia judía, estudió en la Universidad de Viena (donde un amigo mío estudia ahora, después de haberse enamorado de una voluntaria austriaca), ingresó a la Primera Guerra Mundial como empleado de la Oficina de Guerra, porque había sido declarado no apto para combate, y empezó su carrera literaria en 1904.
Escribió novelas, cuentos y teatro y además fue traductor de Paul Verlaine, Charles Baudelaire y Émile Verhaeren. También, fue periodista. Conoció a Thomas Mann y a Max Reinhardt. Se casó con Friderike Maria Burger von Winternitz, una admiradora de su obra. Fue amigo de Máximo Gorki, Rainer Maria Rilke, Auguste Rodin, Arturo Toscanini y Joseph Roth.
Y el 22 de febrero de 1942, él y su esposa se suicidaron (creían que el nazismo triunfaría por todo el planeta y no quisieron continuar en una tierra estéril y olvidada por el dios cristiano).

El primer relato o novela corta de Veinticuatro horas en la vida de una mujer y otros cuentos me pareció en un principio intenso y luego se tornó aburrido por la repetición de algunas imágenes: una mujer se enamora de un adicto al juego y, durante veinticuatro horas, vive el apasionamiento propio de una joven de 15 años (en el relato ella era viuda y tenía 30 años).
Y sufre por el amor intenso a alguien desconocido. Y sufre cuando debe llevar al adicto a un alojamiento. Y sufre cuando le entrega dinero al adicto, pensando que con eso lo salvaría. Y sufre cuando descubre, muchos años después, que el adicto se había suicidado.
Pero, poco a poco, cambió mi percepción. Stefan Zweig me envolvió en su mundo: un mundo donde sus personajes eran arrastrados a alguna adicción o pasión que, poco a poco, los destruía o los transformaba. Era un mundo donde el hombre caía derrotado ante la búsqueda del amor, que era lo mismo que mirar por un espejo roto.
El relato que me dejó con la sensación de contemplar el mar (que no tenemos y que es una quimera) después de una tormenta fue Una partida de ajedrez, que habla sobre la Segunda Guerra Mundial, claro está, sobre el ajedrez (Zweig era fanático de este deporte mental), sobre las novelas de Arthur Conan Doyle, y sobre que todos los hombres estamos rotos, quebrados, y que por alguna pérdida irreparable, en algún momento de nuestras vidas, tendremos que enfrentaros a aquello que nos consume y que está oculto en algún rincón de nuestra mente (o nuestro cuerpo).
Cuando cerré el libro también cerré una parte de mi vida, inestable, sin brújula, y pensé que tal vez era momento de avanzar.

Escritor y periodista - [email protected]