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  • Diario Digital | miércoles, 24 de abril de 2024
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[EL NIDO DEL CUERVO]

La sobriedad del opio

Sobre el libro Confesiones de un opiófago inglés de Thomas de Quincey
La sobriedad del opio

Dedicado a C.E.
Alguna vez Borges lo mencionó; en realidad, creo que lo mencionaba con bastante frecuencia: Quincey. Gracias a eso, no bajaba de ser un nombre mítico para mí, alguien de quien nunca leí ninguna obra, pero merecía la más completa e incuestionable veneración, como un niño que escucha el nombre de Dios de labios de su padre. No fue hasta hace unos meses que este nombre volvió a sacudir mi existencia. De color violeta, delgado, una edición por mucho simple y carente de algo que llame la atención, habría pasado de ser percibida si en la parte superior de la tapa no estuviera registrado el nombre Thomas de Quincey. Confesiones de un opiófago fue el primer libro publicado por el autor, mi edición de Losada y la traducción y notas de Cristina Piña están perfectamente trabajadas, portando la lectura al español de tal forma que mantiene la fuerza del idioma original en que se escribió la obra.

El libro fue escrito de forma intimista, apelando siempre a la empatía del lector desde la segunda persona, pero sin generar lástima o sin recurrir a sentimentalismos. Narra la historia del joven Quincey desde el comienzo de su adicción al opio hasta sus intentos de alejarse de la droga al darse cuenta del daño espiritual que le ocasionaba, pues no habría renunciado a ella de otra manera. Durante el transcurso de la historia, Quincey insiste en aclarar que su adicción al laudato (1) no se debieron a una prejuiciosa fragilidad de su alma o a un carácter débil que lo orillaron a fugarse de la realidad a base de dosis cada vez mayores de opio; él era un joven brillante, capaz de debatir sobre temas como la economía estatal o los estudios clásicos con los hombres más doctos de su tiempo pero los efectos del opio, a la vez que placenteros, impedían en él la más ligera dedicación a cualquier actividad intelectual y esto lo entristecía. En las Confesiones escribe:
[…] su percepción intelectual [la del opiófago] de todo lo que es posible supera infinitamente su poder, no solo para ejecutarlo, sino incluso para intentarlo. Yace bajo el peso del íncubo y la pesadilla […] forzosamente confinado a su lecho por la languidez mortal de una enfermedad enervante obligado a testimoniar la injuria o el ultraje producido a algún objeto de su más tierno amor […]

Sin embargo, el opiófago no es ajeno al mundo, sino que está más inmerso en él.  En un estado de ebriedad constante, el “comedor de opio” puede ser el más lúcido de los humanos pues no se oculta bajo la máscara de la norma. “la mayoría de los hombres están disfrazados bajo la máscara de la sobriedad y cuando están bebiendo (como dice un viejo caballero de Ateneo) los hombres […], despliegan la verdadera constitución de su carácter, lo que seguramente no es disfrazarse”, y aunque Quincey reconoce que el exceso podría llevar a el “absurdo” y la “extravagancia”, “[…] el opio siempre parece sosegar lo que estaba agitado y concentrar lo que estaba disperso”. Mucho después de la publicación de esta obra, Quncey logró sobrellevar su adicción a costa de un gran esfuerzo y sufrimiento.

Su historia es similar a muchas otras de hombres y mujeres que padecen el desencanto de los frutos de la Técnica. A lo largo de la Historia humana, al no encontrar la felicidad fuera de nosotros, tratamos de crearla con nuestras manos y nuestra razón, darle una forma para así poder tomarla cuando queramos (la piedra filosofal, el elixir de la juventud son ejemplos metafóricos);  pero la verdadera felicidad, la que no se pierde, es aquella que sentimos cuando somos nosotros mismos, sin máscaras pero también sin cadenas, y Quincey lo entendió y nos permite entenderlo, exponiendo su alma al escrutinio forense de sus lectores, para entender dónde es que todo fue pesar pero también cuando todo fue esperanza. 

(1) El laudato era una solución de opio en alcohol que era comercializada como medicina de forma legal y libre.  .
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